PRÓLOGO
El aire caliente parecía vibrar como la imagen de un espejismo por encima de la hierba agostada. Solo el sonido de unas pisadas rítmicas y el canto de las chicharras rompían el silencio sepulcral del monte. Miró hacia el sol con resignación y quedó cegado durante unos segundos. No importaba. Era su aliado. El parte meteorológico anunciaba cuarenta grados en Orense y en aquella zona la temperatura se elevaría aún más. Perfecto.
Estudió el terreno haciendo caso omiso del sudor chorreando por sus sienes y el sabor pastoso de la tierra seca en su boca. No era muy inteligente y lo sabía, pero tenía determinación. Y para lo que tenía que hacer, le bastaba.
Descendió en un trote cochinero por un desnivel abrupto que encerraba una hondonada. El lecho de un antiguo torrente. Soltó una risita siniestra al llegar al fondo. Ovillos de hierba seca, restos de ramas y de árboles arrastrados por el agua en invierno habían quedado atrapados entre las piedras y arderían como un polvorín.
Buscó una piedra plana y se sentó con dificultad. Su sebosa barriga no le impedía tener una buena resistencia. Estaba acostumbrado a patear monte desde niño. Sacó la cajetilla de tabaco y encendió un cigarro. Resoplando, con el pitillo colgado del labio inferior que le provocaba un sonido sibilante en su respiración, extrajo de la mochila el resto de materiales. Sonrió de nuevo al ver la caja de preservativos empezada. Las tías del pueblo podían no hacerle caso, pero ahora empezaba a tener dinero y las putas tienen que comerse lo que les pongan.
El tubo de ensayo no había sido difícil de conseguir, aunque el veterinario lo mirase con cara rara. Los sobres de azúcar los había robado del bar. El ácido sulfúrico y el clorato de potasio… eso fue más complicado, pero había valido la pena. Funcionaría. El ensayo en la finca de su abuela había salido perfecto.
Metió dentro de un condón el tubito de cristal lleno de ácido sulfúrico, bien sellado, y lo dejó encima del paño de cocina que pulcramente había estirado en el suelo. Luego desenrolló un segundo condón y lo llenó a la mitad con clorato potásico. Intentó abrir el diminuto sobre de azúcar con los dedos gordos y torpes, y el blanco contenido se desparramó sobre su abdomen colgante.
—¡Hostia! —murmuró entre dientes, sacudiéndose la camiseta. Abriría otro sobre, pero no podía cometer errores ahora.
Cuando terminó de llenar la otra mitad del preservativo con el azúcar, metió el segundo dentro del primero y los anudó. Luego alcanzó la cajetilla, sacó el último cigarro y se lo metió en el bolsillo para fumárselo más tarde.
Introdujo el peligroso saquito en ella y miró a su alrededor. Tenía que dejarla oculta en un buen sitio, pero también tenía que asegurarse una huida rápida y limpia. Caminó por la torrentera reuniendo un poco de hojarasca y unas ramas, y aplastó entre los dedos la cajetilla. El ácido sulfúrico tardaría una media hora en perforar el látex y entrar en contacto con los otros ingredientes, y entonces…
Enseñó los dientes en una mueca maligna. Se iba a levantar una buena pasta por el trabajo. Quizá podría dejar una señal, algo que quedase para la posteridad. Apiló unas piedras, cambiando una aquí y otra allá hasta conseguir el efecto deseado. Con un poco de imaginación, se podía ver un muñeco Michelín. El Michelín, así lo llamaban a él. El gordo del pueblo. El tonto del pueblo. Sonrió. Mejor que siguieran pensando eso.
—¡Hostia! —volvió a exclamar. Ya habían pasado diez minutos. Mejor ir tirando, no fuera a ser que el invento funcionara más rápido de lo previsto.
Se puso la mochila a la espalda y echó a andar de regreso a la carretera sin mirar atrás. No necesitaba comprobar lo que había hecho para saber que iba a funcionar.
No era muy inteligente, pero tenía determinación.
ARDIENDO. Fecha de publicación: 2 de marzo, en todas las plataformas digitales, bajo el sello HQÑ de Harper Collins Ibérica.
Mimmi Kasss. Todos los derechos reservados.
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