Antes de que empieces a leer el tercer capítulo de Grietas en el hielo,¿has leído los dos anteriores? Aquí te dejo los enlaces del capítulo 1: El gimnasio, y el capítulo 2: El chico de los recados. ¡Feliz lectura!
Capítulo 3-Grietas en hielo: El partido de hockey
—Gorda.
Una bolita de papel vuela hasta nuestra mesa. Peta hace un gesto de fastidio, la barre con los dedos como si fuera una mosca molesta y sigue dibujando.
—Gorda de mierda.
Ella ni se inmuta.
Pero yo tengo ganas de matarlo.
—Puta gorda… Das asco.
Cierro el libro de golpe. Estamos en estudio. Se supone que es una hora libre para que empleemos de manera constructiva en reforzar las asignaturas en las que cojeamos. Yo intento meter con todas mis fuerzas algo de literatura en mi sesera, pero Hans no ha dejado de meterse con Peta desde que nos sentamos. Puñetero eslabón perdido…
—Déjalo Erik. Es despecho. Me lie con él hace algunas semanas, pero ya me he hartado —me dice como quien se cansa de leer un libro y lo abandona a la mitad—. Es un patán. Ignóralo.
La miro boquiabierto. Peta tiene la misma relación con los chicos que tiene con la comida. Parece rellenar un vacío sin fondo, pero luego se cansa enseguida de todo. A veces me pregunto si lo tiene todo tan claro como dice.
—No te entiendo —acabo por gruñir. Abro el libro de literatura y hundo la nariz en él, a ver si me entra algo.
Peta da un respingo. Le caen en la cara y en el pelo unos pegotes de papel con algo blanco que parece cola. Todos alrededor se echan a reír.
—¡Qué asco! —grita alguien al ver la sustancia pringosa resbalar por el pelo rubio brillante de mi amiga.
Yo me levanto como si hubiera explotado en mi interior una bomba nuclear y agarro a Hans del cuello con tanta fuerza, que la silla sale despedida hacia atrás. No sé mucho de Medicina, pero mi abuelo es cirujano cardiaco. Una vez me explicó que, si aprietas fuerte durante tiempo suficiente las carótidas, que son las arterias que llevan la sangre al cerebro, puedes cargarte a una persona. O por lo menos darle un buen susto. No tengo muy claro cuál es mi intención cuando arrastro por el suelo de la biblioteca a este puto neandertal mientras Peta me grita que lo suelte, pero se escucha una voz al otro lado del pasillo y se acaba fiesta. Hans se aleja tosiendo, a gatas por el pasillo.
—¡Señor Thoresen! ¡Qué demonios cree que está haciendo!
Suena el timbre que marca el final de la clase.
Salvado por la campana.
La estampida de los estudiantes me salva de tener que dar explicaciones. Peta se acerca a mí hecha una furia.
—¿Estás loco o qué te pasa? ¡Vas a conseguir que te expulsen del colegio! —me grita mientras la marabunta de nos lleva hacia la salida.
Me pico bastante. Intento pararme y enfrentarla, pero es inútil, así que la cojo del brazo y la arrastro hacia el lateral del pasillo.
—¡Lo he hecho por defenderte! Ese imbécil no para de acosarte. ¿Qué quieres? ¿Que me quede de brazos cruzados? —pregunto con los brazos abiertos para que vea que no escondo ninguna respuesta mágica—. ¡He reaccionado como creo que debo hacerlo! ¡Eres mi amiga!
Peta me mira con desprecio. De verdad que no la entiendo.
—Yo no necesito que nadie me defienda. Me voy. Ya nos veremos.
—¿No vienes al partido?
Por toda respuesta recibo un ronquido sarcástico. No sé en qué estaría pensando al preguntarle semejante cosa.
Se aleja y yo me quedo con un regusto amargo. Sé que Peta está hecha de otra pasta, que estas cosas le resbalan, que en casa lo pasa mucho peor. Pero, ¿por qué venir a pasarlo mal también en el instituto? Me froto la cara con desesperación. Joder…Y Friedrich casi me pilla. De hecho, no estoy seguro de que esto no tenga alguna consecuencia.
—Erik. Oye, Erik.
Me doy la vuelta, sorprendido. Unos ojos color miel y una sonrisa que huele a fresa borra de un plumazo el mal rato. Es Klara.
—¡Eh, hola! ¿Estás lista?
—Sí, pero en cuanto termine el partido tengo que volver a casa —me dice a toda prisa y con la mirada clavada en la punta de sus botas—. No podré ir a tomar pizza con vosotros.
—Vaya.
Chasqueo la lengua. Adiós a mis planes de hacer algún movimiento. No sé, cogerla de la mano. Pasarle un brazo por el hombro. No suelo tener problemas para conseguir lo que quiero, pero Klara es diferente. Buena estudiante. Buena deportista. Participa en un montón de causas benéficas de la comunidad. Y es un bellezón rubio de ojos color miel y todo muy bien puesto.
—Lo siento. Es que tengo que estudiar —dice con timidez. Se pone muy roja. Es tímida.
—No pasa nada. Cuando acabe el partido, te acompaño a casa y charlamos un rato, ¿te parece bien?
Ella eleva la mirada y sonrie. Me gusta ese hoyuelo asimétrico. Me dan ganas de besarla.
—Genial. Pero vamos, ¡o perderemos el autobús!
Corremos como locos para no perder la ruta que nos acercará hasta el lago. Por una vez, me alegro que nos toque un coche viejo, por no decir cochambroso, y sin calefacción. Hace un frío de muerte; Klara se aprieta más y más contra mí y yo la rodeo con mis brazos. Me pregunta la alineación del equipo, en qué posición juego, cuál es nuestra estrategia. Yo le doy todos los detalles que me pide, aunque estoy bastante nervioso.
Los veinte minutos que dura el viaje la estoy abrazando.
Los focos iluminan la pista de hockey con tal intensidad que parece de día. Las gradas están a rebosar pese al frío. Al menos el tiempo ha dado un respiro y no nieva. Acabo de descubrir a Klara junto a su grupo de amigas y la saludo levantando el palo. Ella sonríe y agita su mano enguantada. Si cierro los ojos, todavía puedo sentir el aroma de su champú.
—¡Vamos, Thoresen! Todo el equipo está ya en el hielo —me llama de vuelta a la Tierra Anders, el capitán.
Me lanzo a la pista acuchillando la superficie congelada a toda velocidad. Riego con un aspersor de hielo las caras de los delanteros del equipo universitario al frenar en seco junto a mi amigo y dibujo una mueca burlona ante sus protestas.
—No os quejéis tanto, ¡es solo un poco de hielo! Esto es el Ártico —digo como si no lo hubiese hecho a propósito—. Vamos a jugar, niñatos.
Anders me golpea en el pecho con el palo y señala mi posición de defensa, con una sonrisa burlona en la cara. Me conoce muy bien. Somos seis. Tres atacantes, dos defensas y el portero. Me sitúo a la izquierda, en una línea no muy lejos de la portería que tenemos que guardar. Anders patina hasta el centro de la pista frente al árbitro para negociar la elección del campo. Mientras, él voy estudiando a nuestros contrincantes. Los conozco a casi todos de vista de otros partidos durante la temporada. Los universitarios siempre son los primeros de la liguilla, pero este año, los del del instituto les estamos pisando los talones y tenemos mucha hambre de ganar. Descubro a Hans sentado en el banquillo. ¿Qué demonios hace aquí? Claro. Tiene ya dieciocho años. En el equipo de secundaria no puede estar y lo han reclutado sus antiguos compañeros. Muy bien. Me doy cuenta de que estoy sonriendo, desafiante. Si hay suerte, igual podemos terminar lo que empezamos antes.
Suena el silbato y los doce jugadores nos ponemos en tensión. Los capitanes, frente a frente, con el disco entre ellos, golpean el hielo con los palos. Tac. Después, chocan los palos entre ellos con un golpe seco. Tac. Uno, uno. Dos, dos , tres, tres golpes secos sobre el hielo y entre los palos cruzados marcan la lucha por el disco. ¡Bien! Anders toca primero hacia el jugador en posición de extremo izquierdo y me deslizo a toda velocidad hacia él para apoyar. La defensa de los contarios es buena. En seguida arman un muro de tres que no nos deja avanzar. Yo cargo contra ellos con todas mis fuerzas, pero mi compañero desplaza el juego hacia la derecha, así que tengo que volver atrás. Vamos. Vamos. He desmontado la mitad de su equipo. Ellos aún se están levantando y yo ya he vuelto a mi posición.
—¡Erik, sube a ayudar! ¡Estos cabrones no nos dejan pasar! —grita Anders, forcejeando entre los dos defensas para abrirse camino hacia la portería. Lo que acabo de hacer no sirve de nada. Uno de los extremos les ha arrebatado el disco y el juego vuelve a cambiar.
—Mierda —gruño lanzándome como un kamikaze a interceptarlo o, en su defecto, llevarme por delante a alguno de los atacantes.
Las gradas braman al ver cómo los diez jugadores se desplazan a toda velocidad hacia la portería del instituto. Tengo un par de segundos para decidir. ¿Disco o jugador? ¿Disco o jugador? Me dejo llevar por la inyección de adrenalina y me abalanzo como un proyectil contra el chico más cercano a mi posición. El ruido de nuestros cuerpos al chocar entre sí y contra la barrera de metacrilato levanta un grito horrorizado desde el público y, como siempre, los universitarios rugen reclamando falta. Yo miró al árbitro y sonrío. Nada de falta. Lo he empujado con el hombro, sin tocarlo con el palo. Un placaje limpio. Violento, es verdad, pero limpio. Ayudo al jugador a levantarse y los dos sonreímos mientras nos sacudimos el hielo. Son cosas del hockey. Aquí no ha pasado nada.
El juego vuelve a cambiar. Anders patina como si huyera de los monstruos del Helheim, serpenteando el disco con destreza con su stick. Tenemos que remontar todo el campo. Nos deslizamos todos pegados detrás para apoyarlo con gritos de ánimo y triunfo. ¡Vamos, vamos, vamos! Siento el sudor deslizarse por mi espalda y los cuádriceps se contraen con dolor por el esfuerzo. La defensa universitaria se cierra frente a la portería, pero Anders es una maldita lagartija y es casi imposible seguir sus movimientos con los ojos. Estoy preocupado en entretener un par de jugadores para abrirle paso y de pronto, toda la grada grita y se levanta. ¡Anders ha marcado! Truena la bocina que marca el fin del primer tercio y nos abrazamos en mitad de la pista. Joder, ¡nos ha costado la vida ganarles! Estamos todos sin aliento!
Repasamos algunas tácticas y estrategias con el entrenador. Casi no lo escucho, ya tengo bastante con recuperar la respiración. Los demás están igual y solo se escuchan ronquidos y jadeos. Me bebo medio litro de agua con sales y me cae como un tiro en el estómago, pero sé que lo voy a agradecer después. Los diez minutos de descanso pasan como un rayo.
—Son nuestros. Vamos, vamos. ¡Vamos! —nos arenga el entrenador.
No hace falta animarnos. Estamos exultantes. Eufóricos. Y yo he jugado de puta madre. He arrasado a la defensa contraria y Anders solo ha tenido que empujar el disco hasta la portería universitaria para marcar. Levanto los brazos en gesto de triunfo y me abalanzo hacia el abrazo colectivo del equipo antes de empezar el segundo tiempo con un grito guerrero.
—Somos los mejores y vamos a ganar —dice Anders con convencimiento.
Luchamos cada jugada, cada gol, cada robo del disco, pero por algo los universitarios son los mejores. Vamos dos a dos. Agotados, nos reunimos junto al banquillo y planeamos la estrategia para enfrentar el último tiempo.
—Chicos, tenemos veinte minutos para salir del empate. Todos arriba, a atacar a muerte. ¡A muerte! —dice el entrenador a gritos, rojo de rabia e impotencia, en el corro en el que maquinamos nuestra última jugada.
—No te preocupes, Jonas —digo ante la cara de pánico de nuestro portero—. No te dejaré solo. Y no pasarán. ¡Vamos!
El problema está en que el otro equipo tiene las mismas ganas de ganar que nosotros. Y son más corpulentos y tienen más experiencia. Pero nosotros somos más listos.
Sonrío al ver a Hans incorporarse al juego en la posición de delantero. Aferro el palo de hockey con fuerza y me inclino hacia adelante. Perfecto.
No tarda en llegar mi oportunidad. Hans lanza un ataque. Muerdo el protector dental e intercepto al gigantón rubio, que no me ha visto venir, para frustrar su avance. Mi cuerpo absorbe el brutal impacto y suelto un gruñido. Tengo que sacudir la cabeza para quitarme de encima la sensación de atontamiento, pero consigo lo que quería. Frenar el ataque. Anders ya se aleja a toda velocidad con el disco y sonrío inocente.
—¿Qué pasa, Hans? El disco está por allí.
—No te rías tanto, niño rico. Te la voy a devolver. Tarde o temprano —me amenaza, pero es un poco lento. Yo ya estoy detrás de mi capitán para respaldar el contragolpe.
Volvemos a chocar varias veces más. Tengo un hombro hecho polvo y el cabrón me ha dado un golpe en las costillas con el palo de hockey que el árbitro ha decidido ignorar para no echar más leña al fuego. Los ánimos empiezan a calentarse y los jueces de línea han intervenido para separar un par de peleas. No somos solo Hans y yo. Somos todos. El hielo echa chispas.
—Erik, ¡déjalo! —grita Anders con irritación. Sabe perfectamente lo que está pasando—. Concéntrate en ganar el partido, ¡solo quedan cuatro minutos! Ya tendrás tiempo de arreglar cuentas, pero ahora te necesito en el juego. ¡Pasa de él!
No respondo. ¿Para qué explicarle que lo estoy provocando tanto o más? Pero Anders tiene razón. Él se juega mucho en esto. Los ojeadores lo siguen muy de cerca, y tiene muchas posibilidades de jugar a nivel nacional. Me concentro y miro a mi alrededor. Aumento la presión sobre la primera línea contraria y, junto a mi compañero, nos transformamos en un muro infranqueable. Jonas nos anima desde la portería, amenazándonos con abandonarla para marcar él mismo si no metemos pronto un gol.
Último minuto. Siento el sabor metálico de la adrenalina en la boca.
Intercepto el disco en una maniobra suicida clavando las cuchillas en el hielo. Busco generar un nuevo contraataque. Tengo un par de segundos. Miro. Calculo. Tengo que hacerlo con precisión.
—Anders, ¡aquí! —desgarro mi garganta con un grito para llamar su atención.
Lanzo el disco a través de media pista con tanta fuerza que rebota en el palo de uno de los defensas sin apenas desviarse. Anders lo frena con habilidad y se lanza hacia la portería para asegurar el tanto. Las gradas vuelven a rugir en tensión. Esprinto en una carrera desesperada para despejar el camino de jugadores que bajan a amurallar la portería, pero un movimiento en mi visión periférica llama mi atención. Hans. El rostro desencajado de rabia, el gesto lleno de determinación. Tengo que detenerlo.
Freno en seco y cambio de dirección hacia él. Anders está en posición para lanzar. Tengo que protegerlo.
De pronto me atropella un camión. El aire sale expelido de golpe de mis pulmones y no puedo respirar. Volamos por los aires y caemos juntos al hielo deslizándonos varios metros. Mi cuerpo azota con fuerza la valla. Mil estrellitas doradas estallan en mis ojos al tiempo que escucho a medias el crujido del casco rompiéndose en medio de una sensación de ahogo y el peor dolor de cabeza que he sentido en toda mi vida. Un agujero negro se abre y ya no veo nada. Me traga. Y todo desaparece.
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Con cariño,
Mimmi Kass
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