El hombre fetichista X — A sus pies
—Vete. Vete de aquí, Miguel —le rogó.
Él metió las bragas en su bolsillo, y salió de la habitación sin decir ni una sola palabra.
Carolina se tomó unos minutos para recuperar el control de su cuerpo, pero tenía la piel en llamas por lo que acababa de hacer Miguel.
Al atravesar la puerta, dejó atrás muchas de sus reticencias, de sus tabúes, de los convencionalismos que habían estrechado su vida hasta ese momento, pero persistían lo suficiente como para no eliminar el oscuro atractivo de lo prohibido.
El espacio hasta la zona de sofás se le antojó eterno, y a la vez demasiado corto. Ralentizó el paso para estudiar la escena que se extendía ante sus ojos. En el sofá principal, Marcos y Silvia conversaban, muy cerca el uno del otro, intercalando besos suaves y caricias. Los dos sillones a las cabeceras de la mesa auxiliar estaban ocupados por dos hombres, no recordaba cómo se llamaban. Uno de ellos acariciaba con movimientos perezosos su miembro erecto, disfrutando de la visión de la pareja. El otro hablaba en voz baja con Miguel, de espaldas a ella. No la había visto. Carolina llamó su atención.
—Miguel…
Su nombre brotó lánguido y húmedo entre sus labios; la voz, ronca y profunda. Él se volvió y la contempló acercarse con un contoneo elegante de sus caderas, los pechos pequeños y redondos realzados por el tul y el encaje, y las piernas esbeltas cubiertas por las medias de seda.
Silvia sonrió con calidez, y se apartó para dejarle sitio entre ella y Marcos. Carolina se acomodó, algo envarada, casi en el borde del sofá. Las rodillas juntas, las manos, crispadas sobre la tela suave. Estaba nerviosa. Los ojos oscuros de Miguel recorrían sus pechos, los otros dos hombres la miraban también.
—El conjunto es maravilloso —suspiró Silvia, admirando la escasa tela que la cubría.
Marcos interrumpió el arrobamiento femenino ante las prendas, y preguntó con curiosidad:
—Cuéntanos, Carolina. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Ella cerró los ojos durante un segundo, evocando aquella mañana que tan lejana le parecía. Dedicándole una sonrisa a Miguel, respondió.
—Nos encontramos por casualidad en una tienda de lencería de lujo. Me sugirió que me probara uno de los conjuntos, y…
—Y terminó modelando para mí —cortó Miguel. Su mirada la desnudaba sin dejar duda de su lascivia.
—Eres un cabrón con suerte —dijo uno de los hombres.
Todos se echaron a reír cuando Miguel se encogió de hombros con un gesto travieso. Las risas aligeraron el ambiente y Carolina volvió hacia su zona de confort. Pero no por mucho tiempo.
—¿Me dejas tocar tu conjunto? —preguntó Silvia.
Carolina busco con la mirada a Miguel, que proseguía su conversación. La había abandonado a su suerte. Se preguntó si el ignorarla ahora sería deliberado. Probablemente sí.
Miró a los ojos azules de Silvia y asintió. Como si su gesto marcara un pistoletazo de salida, la mujer se acercó hasta apoyar el muslo contra el de ella, y llevó los dedos delicados hasta el tirante de terciopelo sobre su hombro. Lo acarició con la yema del índice hasta el inicio del encaje, y siguió dibujando la redondez de su pecho, por encima de la tela, hasta llegar justo encima del pezón. Carolina inspiró lentamente y soltó después el aire.
—Tranquila, cariño —dijo Silvia. Mirándola a los ojos, depositó un suave beso sobre su hombro y sonrió.
Carolina sintió el deseo viajar desde esa mínima porción de piel hasta el centro de su sexo. Nunca antes la había tocado una mujer. La curiosidad se disparó, y se reflejó en el brillo de sus ojos y en el aire exhalado por sus labios entreabiertos. No se movió cuando ella metió los dedos entre la tela y la piel, y tentaron con un roce la protuberancia. Carolina arqueó la espalda, desperezándose, y Silvia abarcó por completo un pecho con la mano, y la empujó con suavidad para que se recostara en el sofá. Ella no protestó. Su piel era suave, tenía un tacto distinto, una delicadeza diferente a la hora tocarla, un tempo desconocido que provocaba que su sexo empapase la seda que lo cubría.
—Deliciosa —susurró Marcos desde el otro lado. Apartó del rostro de Carolina su corta melena y la besó en el mentón.
Ella se tensó, y encajó a contrapelo la risa tenue, cálida y andrógina. Por un momento, la hizo pensar que era otra mujer, pero la mano firme que viajaba por el interior de su muslo era la de un hombre que sabía lo que quería, y se acercaba, inexorable, al centro candente de su cuerpo. Carolina sintió miedo. Perdía el control de la situación. Intentó incorporarse, pero estaba tendida sobre el respaldo del sofá, y Silvia seguía enviando ramalazos de placer, dedicada a sus pezones. Marcos ya rozaba la piel desnuda entre la media y el borde de sus bragas.
No quería detenerse. Tampoco quería seguir.
—Necesitas una copa.
La voz firme de Miguel la trajo de vuelta al presente y pudo retomar el control de su cuerpo. Silvia y Marcos sonrieron, entendiendo lo que ocurría, y se apartaron un poco de ella.
Miguel se había sentado sobre la mesa auxiliar y la contemplaba con cierta aprensión. Se preocupaba por ella, pero Carolina sonrió al descifrar en su tono de voz el deseo que ya conocía. Sus ojos verdes se encontraron con los negros, y todo a su alrededor se diluyó hasta desaparecer.
—Estás excitada —añadió él.
No era una pregunta. Ella asintió. No se molestó en cubrir el pezón que asomaba, insolente, por encima del encaje. Sin embargo, Miguel no parecía interesado en la ofrenda. Miraba hacia el suelo. ¿Qué era lo que buscaba? Abrió las piernas para exponer su sexo, pero él negó con la cabeza.
—¿Me dejas ver tus zapatos?
«El hombre fetichista». Recordó el nombre con que lo había bautizado antes de saber quién era. Sonrió y volvió a asentir, las miradas engarzadas por encima de la copa. Miguel palmeó una de sus rodillas y, tras un momento de duda, apoyó el pie donde él le indicaba. No era una postura cómoda.
Miguel rodeó con una mano el talón acharolado del zapato, y con la otra, cubrió su empeine. Carolina jadeó al sentir el calor que desprendía su palma por encima de la media. Cuando la acarició con lentitud estudiada a lo largo de la tibia, el tiempo pareció detenerse. Las manos masculinas eran todo lo que había soñado: cálidas, fuertes, hábiles y generosas, y sabían dar placer.
Sentía la tensión in crescendo del interior de su sexo a medida que aquella mano se acercaba a la rodilla. En todo momento, la mirada oscura llevaba implícito el desafío que la retaba a detenerlo, pero ella se había quedado sin habla. Como única respuesta, bebió otro trago de la copa y la dejó a un lado, aferrándose de nuevo a la tela del sofá.
—Miguel…—logró articular.
La voz de Carolina se detuvo cuando Miguel llevó el pie femenino hasta uno de sus hombros, y apoyó la mejilla en él con una expresión de éxtasis. Ella se arqueó al sentir cómo las mil agujas de su barba se transformaban en una corriente que alimentaba su sexo.
—Ah, fetichista. —La voz de uno de los hombres, que miraba con avaricia la escena, rompió por unos segundos la conexión entre ellos. La envidia con la que miraba el tacón que aún reposaba sobre la alfombra, hizo que Carolina elevara la pierna para ofrecérselo, pero Miguel la detuvo.
—No. Hoy no.
La autoridad de su respuesta la excitó aún más. Cuando él comenzó a besarle el empeine, dejando una estela de saliva sobre la media, el resto del mundo volvió a desaparecer.
Carolina gimió, inmóvil. El tacón de aguja se hundía bajo la clavícula masculina, e intentó mover el pie para aliviar la presión.
—No —repitió Miguel.
Estaba segura de que debía hacerle daño, pero él asió el tacón y lo empujó contra su hombro. Con calma absoluta, desplazó la palma que reposaba en su rodilla hasta el interior de su muslo, hasta tantear sobre la blonda que ceñía sus medias. Otro gemido escapó de su garganta cuando él introdujo un dedo entre la media y la piel, y deslizó la tela a lo largo de su pierna, llevándose el tacón al llegar al pie. El zapato cayó lánguidamente sobre el muslo de Miguel, y de ahí, al suelo.
Ahora el pie que reposaba de nuevo sobre el hombro de Miguel estaba desnudo. Sus manos transmitían un calor extraño, húmedo. Los dedos masajean la planta y envían ramalazos de placer a todo su cuerpo de Carolina, que se retorcía en el sofá. Casi no pudo resistir el apartar el pie: la mezcla de cosquillas, placer y cierto rechazo del que no lograba deshacerse le resultaron difíciles de manejar. Había fantaseado innumerables ocasiones con que Miguel la tocara, pero jamás se habría imaginado algo así.
Él llevó los labios a lo alto de su empeine y lo besó con suavidad. Carolina jadeó. Cuando deslizó la lengua desde ese punto hasta el nacimiento de los dedos, ella soltó un pequeño grito.
—Miguel, ¡por favor!
Uno a uno, como si de un gourmet se tratara, Miguel introdujo delicadamente los pequeños dedos de Carolina en su boca, acariciándolos con la lengua, sosteniéndolos entre sus dientes, y succionándolos con fruición.
La excitación la golpeaba con cada movimiento, pero no era suficiente. Elevó el otro tacón hasta su hombro. Quería, necesitaba sus caricias en el otro pie y restregó el empeine contra su cuello en una caricia torpe. Miguel llevó su atención hasta donde era reclamada, y cuando soltó el pie ya desnudo, Carolina lo recompensó llevándolo a su entrepierna. Lo posó directamente sobre la férrea erección, y comenzó a masajearlo.
Era demasiado. Miguel devoraba sus dedos, y ella replicaba con el mismo tempo masturbándolo con el otro pie.
La mano femenina de Silvia sobre su pezón fue bienvenida. El dolor que sentía por la acumulación del placer necesitaba una resolución. Los gemidos aumentaron en intensidad como premio a sus caricias, y la mujer llevó la boca hasta el botón violáceo. Carolina hundió la mano en la melena rubia y suave, empujándola contra su pecho. Necesitaba mayor intensidad, y Silvia la mordió. Con un grito, se retorció perdiendo la conexión con los ojos de Miguel. Ella no pudo verlo, pero el esbozó su sonrisa depredadora sin sacar los dedos de su boca. Marcos se estrechó contra ella y Carolina asintió para darle su aprobación. Cuando él posó con precaución la mano sobre su muslo, ella la empujó hasta su sexo. Necesitaba mucho más de lo que ellos podían darle, pero sabía que hoy no tendría a Miguel. Una sensación de frustración envolvió su deseo. Por encima de la tela, Marcos comenzó a acariciarla con firmeza, haciendo brotar el clítoris de su escondite. Carolina rompió a sudar.
Aquella noche no supo que fue lo que la llevaría hasta el orgasmo, si la lengua de Miguel entre sus dedos, los labios de Silvia sobre sus pezones, o la mano de Marcos sobre su sexo.
Carolina cerró los ojos, murmuró un ruego, y se dejó caer en el delirio.
©Mimmi Kass
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