Grietas en el hielo 6: Kristtorn

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Si lo prefieres, puedes ponerte al día y refrescar solo con el capítulo anterior, Pillada In fraganti. Ahora sí, entramos por fin de lleno en la historia.

Grietas en el hielo 6: Kristtorn

Hasta el día del Juicio Final.

Mi madre se lo ha tomado muy en serio.

Llevo una semana castigado y casi no he sacado la nariz de casa. De mi habitación, de hecho. Maia ha sido la encargada de hacer de enlace del instituto, y el señor Friedrich me manda los deberes mecanografiados todos los días de manera puntual, junto con un montón de material extra. Para que no me aburra, dice.

También me ha pasado un par de cartas de contrabando de Klara.

Es por la tarde. Se abre la puerta bruscamente, sin llamar. Voy a protestar y llamarla de todo.

—¡Ey! —Es lo único que sale de mi boca antes de que me lance a la cara un montón de papeles que me dejan desconcertado. La mitad se cae al suelo. Logro retener el resto entre las manos con un gesto torpe—. ¡Enana! —la llamo para que me cuente si la ha visto, qué le ha dicho, si tiene pensado venir a verme. Pero Maia ha cerrado de un portazo.

Vuelve a abrir la puerta y asoma su cara pecosa y cabreada, enmarcada por su par de trenzas rubias que empiezan a desentonar con su rostro anguloso y sus labios sensuales.

—Mira, Erik. ¡Empiezo a estar un poco harta de tanta cartita! Si Klara tiene algo que decirte, ¡que te llame por teléfono! —grita con fastidio. Yo sonrío. Hay carta. Porque no siempre la hay—. Y los libros de Friedrich pesan una tonelada. ¡Dile a mamá que te deje ir a la biblioteca, porque no soy tu criada! ¡Hasta el moño estoy ya de tu castigo!

Pega tal portazo que la casa entera retumba y escucho el berrido airado de mi padre. Él y mi hermana se enzarzan en una discusión, pero yo me abalanzo a buscar la letra redonda e infantil de Klara entre los papeles del suelo.

«Hola, Erik.

¿Cómo vas?

Por aquí todo sigue igual. Las clases no son lo mismo sin ti. Nos falta quien le ponga la chispa a literatura y a historia.

Aprovechando que estás castigado, me he centrado en estudiar, aunque me cueste un poco centrarme. No hago más que pensar en cierto paseo en el puerto.

SI es que parece que lo hayas hecho a propósito…de hecho, estoy un poco enfadada contigo. ¡Ahora que iba todo tan bien! No hago más que pensar una y otra vez en ese maldito beso y tú castigado.  ☹

Te cuento que Peta lleva unos días sin venir, Anders se ha pasado por la tienda y tampoco está. No quiero preocuparte, pero sí avisarte. Nosotras no nos llevamos, pero sé que es importante para ti.

Bueno, ahora mismo estoy pensando en si le doy o no esta carta a tu hermana mientras me mira con cara de odio mientras la escribo. Estoy en las mesas del comedor, donde siempre nos sentamos.

No paro de pensar en ese beso.

Espero que tu hermana no sea una cotilla y abra el sobre.

Intentaré ir a verte. ¿No necesitarás ayuda con los deberes?

No paro de pensar en ese beso.

Klara.

PD: estoy furiosa contigo. Mereces estar castigado hasta el día del Juicio final».

Me doy cuenta de que me he llevado el papel a los labios y lo estoy oliendo. Lo separo con gesto brusco. Joder. Me estoy volviendo un cursi. ¿Qué pretendo?¿Buscar su aroma en la tinta y la hoja del cuaderno? Y es que yo tampoco he parado de pensar en ese beso. Cierro los ojos y puedo revivir los milímetros exactos que mi boca presionó en la suya. El sabor dulce. El tacto húmedo de su lengua.

—¡Joder!

Me pongo de pie y empiezo a caminar por la habitación. Es grande. Tenemos una casa enorme. Mi habitación es amplia, mido más de un metro ochenta, y mi cama es grande. Tengo un escritorio que ocupa toda una esquina, varias estanterías, un sofá para mí solo, un armario vestidor un baño dentro de la habitación. No me puedo quejar. Aún así me siento como un puto tigre enjaulado. Abro la ventana. Que el tiempo haya mejorado no ayuda. Fuera se ve a la gente haciendo deporte y todo mi cuerpo se pone a gritar con las ganas de salir al aire libre.

Si no consigo salir, voy a volverme loco. ¿Y qué es eso de que Peta ha faltado a clase? Frunzo el ceño, preocupado. El instituto es su válvula de escape, como lo es el dibujo, los tatuajes, la tienda. Ni siquiera puedo llamarla por teléfono. Miro la hora. Son poco más de las cuatro de la tarde. Mi madre estará en la cocina o en su habitación. Suele llegar pronto de la clínica. Es matrona, antes trabajaba en el hospital. Ahora tiene una clínica privada donde se especializan en parto natural y lactancia. Desde que nació la enana, trabaja a media jornada, más como jefa y consultora. Así, cuando salíamos del colegio, ella siempre estaba en casa con nosotros. Decido levantar una bandera blanca a ver si eso me gana la condicional. Asomo la cabeza por la puerta entreabierta de la cocina.

—Hola, mamá —digo con precaución.

—Sea lo que sea, la respuesta es no.

—¡Joder, mamá! —estallo enfadado. Invado la cocina con toda la caballería ya que la táctica pacífica no me aporta nada—. ¡Ni siquiera sabes lo que te voy a decir!

—Hasta el Juicio Final, Erik. Ya sabes lo que eso significa. —Está amasando algo. Con un rodillo de madera de aspecto amenazador. Golpea la masa contra la superficie de la mesa como si lo estuviera torturando.

—Mamá. Si no salgo voy a volverme loco. ¡Llevo cinco días sin salir de casa! ¡Casi sin salir de mi habitación! —grito con toda la potencia de mis pulmones. Odio gritar, pero necesito desahogarme. Choco de frente con la sonrisa de medio lado de mi madre. Lleva un pañuelo en la cabeza del que se escapa un mechón rubio. Yo me froto la cara con las manos. Ella amasa que te amas ignorándome por completo—. ¡Argh! —Estiro las manos hacia el cielo y luego aprieto los puños. Los abro. Los aprieto. Encuentro cierto consuelo en el gesto.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —Mi padre entra en la cocina con los ojos muy abiertos—. ¿Es que os habéis vueltos todos locos hoy? ¿Qué os pasa que no dejáis de gritar?

—Magnus, llévate a tu hijo de aquí antes de que le rompa el rodillo de amasar en la cabeza —dice mi madre con cara de que va a cumplir lo que dice, porque sus ojos verdes están que echan chispas—. ¡Y saca esas botas llenas de barro de mi cocina!

Mi padre y yo nos escabullimos de la furia de valquiria de Jana. Cuando se pone así más vale poner pies en polvorosa. Además, he conseguido lo que quería. Por lo menos puedo salir al hasta el cobertizo. No es que sea mucho, pero al menos he abandonado la casa. Una embriagadora sensación de libertad me embarga. Me da igual estar en calcetines. Me los quito y piso la hierba aún entremezclada con aguanieve. Sentir las briznas en mis plantas descalzas me sabe a gloria. Abro los brazos e inspiro.

—¡Al fin libre!

Mi padre suelta una carcajada. Me gusta verlo reír así, con esa voz ajada por el tabaco, los ojos celestes y rasgados, brillantes por el sol, y las arrugas de su piel curtida. Me pasa el brazo por los hombros.

—Vamos al cobertizo antes de que te de una pulmonía. ¡A quién se le ocurre! Bajar en camiseta y calzoncillos largos —murmura mientras caminamos hacia el interior del cobertizo—. Todavía no ha entrado de lleno la primavera. Ven, creo que tengo unos zuecos por aquí. Ayúdame con esto.

Me pasa una lijadora y sé que pronto voy a entrar en calor. Hace varios años que mi padre está restaurando un velero de dos palos. Es muy antiguo, y le pone mucho mimo. Cada invierno, tenemos que hacerle un mantenimiento a fondo. Este año le ha tocado al casco. Lijar y barnizar. Es una tarea dura. Mi padre tiene la eléctrica. Yo, como soy joven, me toca la manual. Empujo con todo el peso de mi cuerpo sobre los dos apoyos de la lijadora y el sonido rasposo sobre la madera levanta un polvillo satisfactorio. Una vez. Y otra vez. Hasta que saca la capa de barniz viejo y descubre la madera. Después habrá que pasar una lija más fina, y por fin, pasar con una par de capas de barniz marino. Tenemos unas cuantas semanas de trabajo. No hay prisa. Las gotas de sudor resbalan por mis espalda, pero no quiero parar. Necesitaba esto. Moverme. Llevo demasiados días encerrado. Enjaulado. Con la nariz metida en los libros. Ha funcionado. He tenido dos exámenes y me ha ido bien.

—¡Erik, hijo! —me grita mi padre. Tiene una mano sobre mi hombro y me remece con fuerza. Yo me sobresalto. Se me cae la lijadora al suelo.

—¿¡Qué, joder!?

—Por tercera vez, ¿quieres una cerveza? Por todos los demonios negros, ¡para que luego digan que no te concentras! —dice mi padre sorprendido. Me alarga una Paulaner, pero yo niego con la cabeza. Necesito agua. Cinco litros de agua. Estoy sudando como un cerdo y tengo las manos acalambradas. Voy a la nevera que tenemos en el cobertizo y saco la garrafa de agua. Bebo directamente, a morro. Necesito líquidos. Mi padre se ríe de mí, fumando un cigarro mientras bebe su cerveza.

—Ven aquí, Erik. Ponte mi cazadora. Si te pones enfermo, tu madre desatará sobre mí la furia del Helheim.

Cojo un trapo más limpio que los demás y me seco un poco el sudor. La cazadora de mi padre está caliente. Huele a él, a su colonia masculina, al tabaco que fuma, un poco a mi madre, a la leña de casa. Me conforta.

—¿Has pensado ya qué vas a hacer? —me pregunta con el pitillo aún entre sus labios. Cuando habla así, con los ojos celestes entrecerrados, me resulta difícil sostener sus mirada. Parece que toca directamente mi alma. Sé por qué me lo pregunta. Sé que él y mamá han discutido. Sé que él ha dado la cara por mí y me defiende.

—Quiero hacer el módulo de carpintería. Quiero trabajar en el taller. Si no es en Viking Verktoy contigo, en cualquier otro —digo muy despacio. Estoy convencido de lo que digo—. Papá, yo no sirvo para esta mierda. En el colegio, el instituto. No sirvo. Puede que se me den bien algunas asignaturas, pero a veces me siento como un puto animal sin control, ¿me entiendes? Es como… es como ahora. Mamá me castiga encerrándome en la habitación, en casa, pero es peor. Quiero echarlo todo abajo, no enmendarme. Correr cien kilómetros montaña abajo. Liarme a puñetazos con alguien…—Me agarro la cabeza entre las manos, a veces creo que hay algo dentro de mí que no funciona del todo bien, pero me da miedo decirlo en voz alta—. Todas esas reglas, todos esos profesores diciéndome lo que tengo que hacer, cuando no tienen ni idea de la mitad de lo que hablan. Joder, ¡es obsceno!

Mi padre suelta una carcajada y le da una larga calada a su cigarrillo. Yo lo miro un poco mosqueado, después de todo, me estoy abriendo en canal y eso siempre me cuesta mucho.

—No creo que sea de risa.

—No me rio por eso, hijo. Me recuerdas un poco a mí. No era mucho mayor que tú, quizá igual, o un poco más pequeño, cuando dejé la escuela episcopal donde mi tío sacerdote me había acogido en Kirkenes por los mismos motivos —dice mi padre con un tono evocador. Apaga la colilla en la nieve y la mete en la lata vacía. Si mi madre se encuentra cualquier indicio de un cadáver de cigarro en su jardín, mi padre es hombre muerto, de manera que se cuida mucho de recogerlas y ponerlas a buen recaudo—. Sabes que toda mi familia murió durante la Segunda Guerra Mundial. Él me acogió, y siempre le estaré agradecido, pero en cuanto tuve edad de valerme por mí mismo, hui de todas aquellas monsergas religiosas lo más lejos que pude. —Mi padre pasa por el dolor de su historia como siempre, de manera tangencial, solo ronzando los recuerdos, para no abrir viejas heridas—. Preferí ser libre y pobre como una rata, a vivir con holgura y ser un meapilas. Te entiendo, Erik. Y te apoyo. Vas a romperle el corazón a tu madre, pero te apoyo.

Se levanta del tronco donde está sentado, se sacude el fondillo de los pantalones y me ofrece su mano nudosa, encallecida y trabajada. La cojo con fuerza. Él me impulsa para ayudarme y me abraza con fuerza.

—Vamos. Pon a trabajar esos músculos jóvenes. Creo que voy a provecharme de este castigo de tu madre —dice pensativo al ver cómo saltan las esquirlas de barniz y el polvo cuando vuelvo a la carga—. Es imperdonable que te tenga sin hacer nada todo el día, tirado en la cama, cuando hay tanto que hacer aquí abajo con este barco.

 

 

Once días. Segundo fin de semana de castigo superado. El hecho de que papá me saque de vez en cuando a trabajar al cobertizo ha ayudado, pero mamá sigue inamovible. Ni siquiera la mejoría en las notas la ha ablandado un poco. Hasta Klara se ha apiadado de mí. En su última carta ya no está enfadada. Dice que vendrá a verme después del colegio. Mi ventana da a la parte trasera, al jardín. Pero detrás hay un sendero por donde la gente hace deporte y podría llegar sin que mi madre la vea. Porque se supone que tiene prohibido acercarse a casa. Parte del castigo hasta el día del Juicio Final. A mi madre solo le falta cincelarlo en una placa de bronce y colgarlo en la puerta de mi habitación para recordármelo. Sé que Magnus haría la vista gorda.

Maia me avisará si hay moros en la costa. En vez de hacer los deberes en su habitación, los hará en la cocina. Fingirá que tiene que entregar un trabajo muy complicado y la retendrá todo el tiempo que pueda. Me ha costado un soborno de varios cientos de coronas, pero valdrá la pena, lo sé. Estoy como loco. Me duele la boca con el recuerdo de aquel beso. Me pican las yemas de los dedos por tocar a Klara. Pero conformo tan solo con verla y escuchar su voz. Creo que mi madre se ha pasado, ni siquiera podemos hablar por teléfono. Y tampoco se nada de Peta. Espero que Klara pueda decirme algo.

Me estoy congelando porque he dejado la ventana abierta.

—Erik. ¡Erik!

Saco medio cuerpo fuera y casi me caigo dos pisos cabeza abajo.

—¡Klara! ¡Por fin estás aquí! —Me pongo rojo como un tomate. Joder. Qué estupidez. Pues claro que está aquí. Hemos quedado. Muy brillante por mi parte. Ella se ríe con esa risa de campanillas que me encanta y que me dice que me está tomando un poco el pelo—. ¿Cómo estás? Joder, te echo tanto de menos…

—Yo a ti también —me dice con timidez y con una sonrisa pícara—. Te he traído galletas. Y una carta. Y un libro. No sé si pueda lanzarlo por la ventana.

—¡Inténtalo! —la animo entusiasmado—. ¡Vamos!

El primer lanzamiento se estrella contra la fachada. El golpe seco restalla contra el silencio de la tarde y nos deja a los dos helados. Klara se encoge, y se esconde detrás de un arbusto de boj, pero no hay ningún movimiento. Acabamos por reírnos, nerviosos.

—Adiós a mis galletas de jengibre —gime Klara. Pero se arma de valor, coge impulso echando el brazo hacia atrás, y lanza de nuevo la bolsa de plástico. Es un tiro perfecto y el proyectil entra por mi ventana—. ¡Bien!

—¡Lo tengo! —exclamo entusiasmado. Las galletas están un poco machacadas sí. El libro es El muñeco de nieve, de Jo Nesbo. No lo he leído. Me asomo por la ventana con una enorme sonrisa—. Yo también tengo algo para ti.

Cojo mi jersey azul marino, el de lana. El que sé que le gusta. El que huele a mí y se lo lanzo por la ventana. Es algo del momento, pero al verlo ahí, en el respaldo de la silla, me doy cuenta de lo mucho que quiero que ella tenga algo mío.

—¡Estás loco! —me dice entre risas. Pero se quita la cazadora y se lo pone. Eso me encanta—. ¿Estás seguro de que no lo necesitas?

—No. Quiero que lo tengas tú. Que pienses en mí.

—Ya pienso en ti todo el rato sin necesidad de tener nada tuyo. —Ahora es ella la que se pone roja. Mira al suelo.

—Joder, Klara…

—Ya. Y pensar que mis padres no vuelven hasta la noche.

—¿Cómo? —Quiero darme con la cabeza contra la pared. No puedo creerlo. ¡Y yo encerrado y castigado!

—Están en Narvik, tenían que hacer un recado. Vuelven esta noche. Podríamos haber pasado el día juntos —me dice con un tono triste.

Mi mente matemática y física se pone a funcionar. Hay bastante nieve justo debajo de mi ventana. Mi madre está en la cocina con Maia, en la otra punta del piso de abajo. Mi padre en el cobertizo, que es quien puede vernos. Si nos ve, cuento con que no me delatará.

Segundo punto. Si me tiro desde la ventana, ¿me partiré el cuello? Decido que no. Saco las piernas por el alféizar.

—Erik, ¿qué haces? —sisea Klara.

Me lanzo y cierro los ojos. La sensación que se apodera de mi estómago al caer al vacío es desagradable, y tarda más de lo esperado. El golpe es seco sobre la planta de los pies, pero flexiono las rodillas y mis cuádriceps están bien entrenados. No ha sido para tanto. Miro hacia arriba.

—Joder.

Klara me agarra de la mano.

—Joder. Y ahora, ¿qué hacemos?

—¡Correr!

 

 

Y corremos. Tenemos que alejarnos de casa lo máximo posible. Cogemos el sendero de tierra que hay justo después del jardín. Entre risas, llegamos a la parte de la ciudad donde cada vez hay menos casas y las zona residencial da paso a las granjas de ovejas y de vacas. No tenemos dónde ir. Estamos sudorosos, jadeantes. Seguimos de la manos. Y ya no hay peligro.

—Un momento.

Detengo a Klara, que sigue caminado como si quisiera llegar a alguna parte. Tiro de su mano y la acerco a mí. Más. Un poco más. Su frente tiene pequeñas gotas de sudor. Seguro que ahora se arrepiente de haberse puesto el jersey de lana bajo la cazadora. Sus rizos rubios están desordenados. Las mejillas, rojas por el esfuerzo. Los labios, entreabiertos. Está perfecta.

Me inclino sobre ella y vuelvo a besarla como en el puerto. Despacio. Suave. Lento. Esperando hacerla caer. Tiro de sus manos hacia mi y siento que hay demasiada ropa entre nosotros y demasiado espacio fuera. Esta vez, me atrevo a mover la lengua y exigir de ella un poco más, conseguir que me deje más camino libre. Soy consciente de la superficie de la piel del lateral de sus dedos entrelazados con los míos. Del aliento cálido de su boca cuando nos separamos un instante para respirar.

—Guau —dice ella, con los ojos miel muy abiertos, sorprendida. Sus labios brillan, húmedos por la saliva.

—Guau —susurro yo, con una sonrisa. Eso ha sido un beso de verdad.

—¿Dónde vamos ahora?

Yo carraspeo. Estoy pensando seriamente en tumbarla sobre el césped de la cuneta. Seguimos con las manos entrelazadas y las movemos a una lado y a otro como dos tontos. Y entonces recuerdo las batallitas de Kurt y a dónde llevaba a veces a sus conquistas y se me escapa una sonrisa. Estamos muy cerca de Kristtorn. No sé en qué condiciones estará la casita, pero sé que mis padres le tienen mucho cariño y que cada año le hacen un mantenimiento.

—Vamos. Conozco un lugar.

Tardo un poco en descubrir la cancela. No tengo llave, así que tenemos que saltar por encima y a Klara no le gusta nada invadir una propiedad privada.

—Es de mis padres. Es una larga historia, algún día te la contaré.

Atravesamos el pequeño puente que une la islita con tierra firme y caminamos por la hierba, alta hasta las rodillas, hasta llegar a la casa.

—Parece de juguete —dice Klara.

Yo me rio. Es verdad. Una casita roja, con los marcos de puertas y ventanas de color blanco. Busco la llave bajo todas las macetas, pero no tengo suerte. Tampoco en el marco de la puerta. Desanimado, pruebo en el hueco de la viga del pequeño porche que protege la entrada. Ahí está, enredada en telarañas. Quizá lleve allí años.

—¡Vamos! —le digo a Klara, que se pega a mí con miedo. La llave cruje en la cerradura oxidada. Entrar es hacer un viaje en el tiempo. Hace casi cincuenta años atrás. A La Noruega de antes del descubrimiento del petróleo—. ¿Sabes que mi padre la compró cuando tenía dieciséis años? La misma edad que tú y yo ahora.

—¡Es preciosa! —Entra al espacio único de la casita y da una vuelta sobre sí misma. En una esquina, la mesa con las cuatro sillas. En la otra, la zona de alacenas con la cocina. En la otra, la cama con la estantería, y en la otra, la estufa y la cuna. Se acerca fascinada al mueble infantil y desliza la mano por los grabados de animales marinos—. ¿Te imaginas lo que debió ser vivir aquí en invierno?

—Fue muy duro. Mi padre y madre lo pasaron muy mal. No hablan mucho de aquella época, pero nunca quisieron deshacerse de esta casa. Mi padre dice que le recordará siempre de dónde viene y dónde ha llegado ahora —le cuento abrazándola por detrás. La cuna es muy bonita, pero yo estoy más interesado en el extremo opuesto de la casa, así que la conduzco hasta allí—. Guardan todos los libros que leyeron en esa época. Como los inviernos eran muy duros, leían mucho. Mira.

Me parece demasiado directo llevarla hasta la cama y hago una parada intermedia en la estantería. A Klara le fascinan los libros. La llevo hasta allí, sigo abrazado a ella desde atrás. Hace frío. Esa zona de Tromso es muy húmeda al estar rodeada del mar. Nuestros alientos exhalan nubes blancas que cada vez se hacen más densas y rápidas.

—¿Tienes frío? Estás temblando. Si quieres puedo encender la estufa.

Ella se da la vuelta y se aprieta contra mí.

—No. Prefiero que seas tú quien me de calor.

Joder. Cómo me descoloca Klara.

Me siento sobre la cama y la atraigo de lado sobre mis muslos. Sigo pensando que hay demasiada ropa entre nosotros, pero no quiero precipitarme. Por eso me sorprendo cuando es ella quien atrapa el tirador de la cremallera de mi parka y me la quita, y hace lo mismo con su cazadora. Dos prendas menos. Sonríe con timidez.

—¿Está bien?

—Está perfecto.

Sus manos se entrelazan en mi cuello y ahí se quedan, pero las mías no pueden parar de moverse. De sus muslos pasan a sus caderas. De ahí se deslizan a su cintura. La aprietan y ella se ríe. Dibujan sus costillas. Dios, cómo me sobra ese jersey de lana. Si subo las manos un poco más, solo un poco más, podré saber sus pechos son tan suaves como los siento cuando me abraza. Me atrevo a incursionar los dedos bajo el jersey, lo que es frustrante, porque hay otro. Muy suave, de lana muy fina. Cachemira, creo que se llama. Que abriga mucho y pesa muy poco. Suelto un gruñido y Klara se aparta.

—¿Qué ocurre? ¿He hecho algo mal?

—No, no. —Apoyo mi frente en la de ella y cierro los ojos durante un segundo. Tengo que bajar marchas—. No has hecho nada mal, Klara. Al revés. ¿Puedo quitarte el jersey azul? ¿El mío? No quiero hacer nada que tú no quieras.

La miro a los ojos. Es muy importante que sepa que lo sigo de verdad. Quiero que se sienta segura. Quiero que confíe en mí. Quiero que cada segundo sea especial. Sonríe y esa sonrisa, ¡Dios! Esa sonrisa es solo para mí. Asiente. Alza los brazos yo busco el borde la prenda. Tiro de ella y su rostro pícaro y divertido desaparece durante un momento mientras yo se lo quito. Ella se encoge de hombros.

—Pero no es justo —me dice. Yo frunzo el ceño.

—¿Por qué?

—Porque tú no te ha quitado nada.

Oh. Vaya. Trago saliva. Sigue sentada en mi regazo. No sé si lo nota, pero mi erección queda atrapada entre los dos, ella está de lado, tiene que notarla en su muslo. A mí se me está yendo la cabeza por momentos.

—¿Qué quieres que me quite?

—El forro polar.

Sonrío y levanto los brazos, igual que ha hecho ella. Pero no es capaz de quitármelo. Primero se lleva en su camino la camiseta térmica y casi me deja en pelotas de cintura para arriba. Luego casi me arranca la cabeza porque no ha abierto primero la cremallera. Acabo quitándomelo yo, mientras los dos nos reímos a carcajadas, de pie. Pero al volver a sentarme, la atraigo sobre mí a horcajadas.

—Ven aquí.

Estamos frente a frente. El abrazo es ahora más íntimo. No tenemos dónde escondernos. Sus piernas rodean mi cintura. Abdomen contra abdomen. Pecho contra pecho. Nos enroscamos el uno en el otro con las miradas engarzadas me doy cuenta de que jamás he besado a nadie como estoy besando a Klara en este momento. Su boca se rinde por entero a mí y yo termino por perder la puta cabeza. Una de mis manos estrecha su trasero contra el bulto de mi erección. Si no la ha notado, es el momento de que se dé cuenta de que ya no estamos jugando. Ella suelta un gemido que me deja claro que para ella tampoco es un juego. Sus manos buscan piel bajo mi camiseta térmica y hunde los dedos en mi espalda, todo mi cuerpo se prende en llamas. Klara. Klara. Klara. ¿Qué estás haciendo? No te muevas así. Está moviendo sus caderas, estrechándose aún más contra mi polla. Yo busco sus pechos bajo el jersey y suelto un gruñido en puro delirio al comprobar que no es como había imaginado, es mejor. Son suaves y a la vez firmes. Ella exhala un gemido ahogado cuando le rozo un pezón con el pulgar. Y acaricio uno y otro sin darle tregua. Los tiene duros, turgentes. Yo voy a perder la puta cabeza. La levanto en un solo movimiento brusco y la tumbo sobre la cama. Ella mete la mano entre los dos y me agarra con fuerza la polla.

—¡Joder! —gruño, fuera de control. Juro que vibra. Tiene vida propia. Y me doy cuenta de que estoy forcejeando con el botón metálico de los vaqueros de Klara. Lleva unos vaqueros muy ajustados. Mucho. Y eso nos salva. No soy capaz de desabrochárselos. Eso me enfría un poco. Y me hace pensar. En qué estoy haciendo. En que hace solo dos semanas nos dimos el primer beso, y ahora Klara tiene la mano metida dentro de mis pantalones y yo estoy intentando desabrochar los suyos. En que no tengo condones. En que tengo un calentón encima que he estado a punto de hacer una estupidez muy grande.

—Klara.

Ella sigue besándome. Apretándome. No es que me queje. Dios. Esas manos pequeñas tienen mucha fuerza y puede que no tengan experiencia pero tienen muy buena disposición.

—¿Qué ocurre?

—Klara. Klara. Un momento.

Sujeto su mano y juro que me entran ganas de llorar cuando retiro los dedos que se cierran como una garra en torno a mi polla. Siento dolor. Dolor físico. Suelto un gruñido y tengo que cerrar los ojos durante unos segundos. Me aparto y acabo tumbándome a su lado. Ella se sobresalta por mi súbito abandono y encierra mi rostro entre sus dedos.

—¿Qué pasa? ¿Qué tienes? —Se inclina sobre mí y me besa, preocupada.

—Klara, necesito que bajemos un poco de marchas o no voy a poder parar. —Cojo aire y lo suelto muy despacio.

—¿Qué quieres decir?

Abro los ojos y la miro. Algo debe leer en ellos porque se ruboriza y sus labios tiemblan, pero no aparta la mirada. Nuestros cuerpos son la prueba flagrante de lo que ha pasado entre nosotros, pero prefiero decirlo en voz alta.

—¿Tienes condones? Porque yo no.

Ella me mira, y niega con la cabeza.

—No. No tengo.

—Joder, Klara. Un minuto más…

—Ya.

Permanecemos así, tumbados en la cama. El uno al lado del otro. Las respiraciones erráticas, jadeantes, esperando a que las sensaciones se aplaquen. A que el deseo se adormezca. Nuestras manos se rozan, la cama es demasiado pequeña, y acabamos entrelazando nuestros dedos.

—Erik, gracias —me dice al cabo de un rato. Se incorpora y me sonríe.

Yo también, de hecho tenemos que irnos ya. Ahora a ver cómo enfrento las consecuencias de todo esto. Pase lo que pase, habrá valido la pena. Estiro la cama, aquí no ha pasado nada. No sé si felicitarme por mi comportamiento o darme de bofetadas. Nos vestimos entre risas, como siempre, con Klara todo fluye, es fácil. Volvemos a besarnos antes de salir de la casita, que guardará nuestro secreto. Hemos dejado las botas en el porche. Mientras Klara se calza, yo escondo bien la llave donde estaba.

—Klara —digo cuando llegamos al cruce donde tenemos que separarnos. Ella me mira y sonríe con esa expresión divertida y pícara que hoy sí que tiene un secreto que guardar—. Gracias ti. ¿Vendrás a verme mañana?

Ella asiente con una enorme sonrisa y nos despedimos con un beso rápido.

Ahora toca apechugar con las consecuencias.

Corro como alma que lleva el diablo. Llevo cuatro horas fuera de casa. Mientras entro por la puerta del jardín, pienso en una y mil excusas. Todas estúpidas. Mejor decir la verdad. Bueno, no toda. Que necesitaba salir. Que he ido a dar un paseo hasta Kristtorn. Solo. Con Klara. Sin Klara. ¿Por qué no he pensado el algo? Porque tenía la mente en otra cosa? La mente, o algo un poco más abajo. La casa tiene todas las luces apagadas y eso es muy raro. En el cobertizo tampoco hay luz. Entro en la cocina con precaución. Nadie. Joder. ¿Tendré por una vez en la vida algo de suerte? Subo hasta el segundo piso y golpeo con suavidad la puerta del cuarto de Maia.

—¡¿Dónde estabas!? ¡No me puedo creer la suerte que tienes! —Se quita los auriculares y cierra la tapa del ordenador. Seguro que se está viciando con algún juego—. A mamá la han llamado de la clínica por un parto urgente y ha tenido que salir pitando. Papá todavía no ha llegado. ¡Esto no entraba en el trato! He entrado a tu habitación a avisarte y no estabas allí. ¿Se puede saber has ido? ¡Y no me mientas!

—No es de tu incumbencia, enana. YA te dí quinientas coronas y es más que suficiente —dije muy serio. Si Maia se iba de la lengua, podía darme por muerto. No podía creer en mi buena suerte.

—Muy bien —replicó ella muy digna. Se puso de nuevo los auriculares y abrió la pantalla de su ordenador—. Le diré a mamá que te fugaste en cuanto salió por la puerta. Que te fuiste a jugar al hockey con Anders. Total, ¿a quién va a creer? ¿A ti o a mí?

Joder. ¡Ten hermanas pequeñas para esto!

—¡Está bien! ¡Está bien! Estuve con Klara. Dimos una vuelta —no di más detalles, no es necesario—. ¿Qué quieres?

—Uhm…, me lo pensaré con calma. Esta es una información demasiado valiosa. Mira, ahí viene mamá. Será mejor que te metas en tu habitación.

Suelto un gruñido de fastidio, pero me voy a mi habitación sonriendo. La enana me cubrirá las espaldas, estoy seguro. Puede que esté castigado hasta el día de Juicio Final, pero con las tres horas de hoy con Klara, ha valido la pena.

*****

Espero que hayas disfrutado con este bocadito de la historia. ¡Esto está que arde! Ya tienes disponible el Capítulo 7: Tratos y contratos.

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Y si te apetece charlar a diario, en redes soy muy activa, en especial en https://www.instagram.com/mimmikass/

¡Nos vemos a la vuelta de la próxima página!

Mimmi.

Javiera Hurtado Escrito por:

Cazadora de sensaciones. Médico y escritora. Viajera infatigable. Romántica y erótica. Ganadora del XII Premio Terciopelo de Novela.

2 comentarios

  1. Silvia
    10 diciembre, 2022
    Responder

    Buenas,
    me gustaría saber hay más capítulos de GRIETAS EN EL HIELO, ya que del capítulo 10 no me llega ningún correo con los siguientes capítulos.

    • 19 diciembre, 2022
      Responder

      Hola, Silvia!
      EL envío de Grietas en el hielo se suspendió a petición de las propias lectoras. Como era una tortura para muchas esperar entre un capítulo y otro, hice una encuesta en el blog y el resultado fue que más del 80% de vosotras prefería leerlo cuando estuviera publicado. ¡Disculpa las molestias! Mientras esperamos a que la historia de Erik salga publicada, puedes leer Una Navidad en el Clan, novela corta ambientada en la Navidad de Noruega en la que tienes a toda la familia Thoresen Morán.

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