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Si prefieres refrescar solamente el capítulo 6: Kristtorn, te dejo aquí el enlace. ¡Ahora sí! Vamos a ello….
Grietas en el hielo 7:
Tratos y contratos
Estoy metido en un buen lío.
La culpa la tiene Maia, por extorsionarme. Y mi madre, por no levantarme el castigo. Llevo ya un mes encerrado en casa. Al menos puedo salir de mi habitación.
Hay una raja en el cristal de mi ventana que atraviesa toda la esquina derecha inferior. Klara lanzó con demasiado entusiasmo para avisarme de que estaba abajo y el cristal no aguantó la pedrada. Se suponía que la enana me avisaría cuando Klara viniese a verme, pero mis ahorros están sufriendo un deterioro demasiado importante. Me negué a seguir soltando billetes y me quedé sin recadera. Resultado: Klara es un peligro público lanzando cosas. Ya lo sabía de cuando estrelló las galletas contra la fachada. Ahora, al menos, la puedo ver llegar a través de la ventana de la cocina.
Creo que soy una mala influencia para ella. Se escapa del instituto a la hora de comer y nos metemos en el cobertizo.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —pregunto mientras le quito el jersey y la beso en el cuello. Tiene una piel preciosa. Sonrosada. Y huele genial. A fresas. Hundo la nariz en sus rizos y ella se encoge y se ríe, pero no se aparta.
—Hasta las dos. Pero esta vez me marcharé un poco antes. Últimamente llego siempre tarde —dice un poco preocupada mientras tironea de mi camiseta. Lanza una mirada furtiva por la puerta del cobertizo. Mi padre nos ha pillado una sola vez. A Klara casi le da algo de la vergüenza, pero Magnus es genial. Sonrió un poco, se dio la vuelta, y os dejó en paz. Aun así, Klara se fue corriendo a su casa, mortificada.
—Entonces vamos a aprovechar. —La cojo del culo y la levanto en vilo hasta el rincón donde hay unas mantas viejas. He escondido una un poco más decente y limpia—. Ven aquí.
La beso con ganas. Hace cuatro días que no nos vemos. El fin de semana es para estar en familia, y encima ha hecho buen tiempo. Lo que significa que el clan Thoresen al completo se ha hecho a la montaña en rutas de kilómetros y kilómetros. No me quejo, necesitaba liberar energía, pero hubiera preferido hacerlo de otra manera. Ahora podemos resarcirnos. Me encanta sentir sus manos pequeñas tironear de mi camiseta y recorrer mi espalda. Primero con timidez, luego con firmeza. Y me gusta sentir la suavidad de su cuerpo bajo el mío, aunque no quiero que las cosas se descontroles, sobre todo cuando mis padres o mis hermanos pueden llegar en cualquier momento.
—¿Cuándo podemos volver a Kristtorn?
Me rio sobre su boca y muerdo su labio superior. Es curioso, porque tiene un pequeño piquito, como si fuera un patito. Me ha leído la mente. Allí sí que podríamos estar tranquilos.
—En cuanto me levanten el castigo. Esto no puede seguir eternamente. —La beso de nuevo, su lengua se introduce de nuevo en mi boca y nos sumergimos de nuevo en una batalla por ver quien conquista de nuevo a quién.
Cuando las respiraciones se entrecortan y la ropa se hace incómoda sobre mi cuerpo, me aparto un poco y poyo la frente sobre su frente. La beso en la punta de la nariz. Luego en el cuello. Hundo la cara entre sus pechos, es hundirla en un cojín de plumas, pero mil millones de veces más suave y delicioso. Gruño de puro placer y ella se ríe. Me coge la cabeza entre las manos y empuja.
—En serio, Erik. ¿Has hecho algo por arreglar esto? A veces creo que te gusta estar así.
Me aparto de ella. No me hace nada de gracia su comentario. Lo ha dicho con ligereza, pero veo en sus ojos cierta acusación. Todo el buen rollo entre nosotros se esfuma. Me aparto de ella y me siento con la espalda contra la pared. Mi sonrisa se evapora.
—¿De verdad crees eso?
Ella se mira las manos sobre el regazo y se encoge de hombros. No va a negarlo. A veces me sorprende lo cruel que es. No me gusta que sea así. Que me diga esas cosas, ¡no puede pensarlo en realidad!
—Erik. Llevas cuatro semanas encerrado y no has ido ni una sola vez a hablar con el director. ¡Ni siquiera con Friedrich! —dice enfadada al ver que pongo los ojos en blanco—. Peta ya ha vuelto a clases. Sé que sus padres fueron a interceder por ella. ¿Por qué tú no? Estoy segura de que, si tus padres fuesen a hablar al instituto, podrías volver. Tampoco ha sido para tanto. Mira Hans…sigue ahí después de diez años. —Los dos nos reímos ante su exageración y muy a mi pesar, asiento. Tiene razón—. Hazlo por mí, ¿vale? ¡Piensa en todo el tiempo que podríamos pasar juntos!
Compone un mohín mimoso y me da un beso inocente en los labios. Apoya las palmas en mi pecho y se frota contra mí de un modo ya no tan inocente.
—No sé, Klara. No me gusta que mis viejos me solucionen los problemas —digo enfurruñado. Pero me gusta que me acaricie así. Me genera un cosquilleo muy agradable ombligo abajo.
—Piénsatelo, ¿vale? Aún faltan dos meses para el final del curso.
La muy malvada, con su boquita dulce y sus ojos color miel, baja la mano hasta los pantalones de mi chándal y aprieta con todas sus fuerzas. Yo solo puedo pensar en aquella tarde en Kristtorn y en lo muy estúpido o caballeroso que fui. Todavía lo estoy debatiendo.
—Lo pensaré.
Ella sonríe con la luz de todos los soles de medianoche y me da otro beso. Mira el reloj y su gesto cambia a preocupado. Se levanta y sale dispara fuera del cobertizo.
—¡Tengo que irme! ¡Dime en qué queda el asunto!
—¡He dicho que me lo pensaré!
*****
Por complacer a mi madre me he vestido como un palurdo. Llevo unos pantalones de lona beis de Kurt, que me quedan anchos, una camisa celeste y un jersey marrón de mi padre. Llevo el pelo peinado hacia atrás con una coleta. Cuando Hans me ha visto en el pasillo vacío, se ha burlado con un gritito, pero Magnus me ha agarrado del cuello con su mano de marinero y casi me provoca una fractura cervical. No me ha quedado otra que seguir andando hacia el despacho del director.
Ahora estoy esperando, sentado entre mi padre y mi madre, a la que saco una cabeza y media, la sentencia de mi juicio. Debo reconocer que mi padre es un encantador de serpientes.
—Buenos días, Rainer. ¡Cuánto tiempo! ¿Qué tal la cortacésped? —dice con su sonrisa de pescador del Ártico. Le tritura la mano, puedo escuchar el crujir de huesos desde aquí—. Tienes que traer la cuchilla para que te la afile, o tu jardín quedará trasquilado.
—Oh, ¡perfecto! Ese cacharro es una maravilla, Magnus. Me relaja conducirlo más que el coche —dice entusiasmado y feliz. Yo intercambio una mirada con mi madre, que se encoge de hombros en plan «tu padre sabe lo que hace». Normal. Le vende herramientas y maquinaria a la ciudad desde hace más de diez años—. Me pongo música, enciendo la cortacésped, y…¡arriba, abajo!
Los dos se ríen a carcajadas como si fueran amigos de toda la vida y mi padre espera al primer suspiro de satisfacción del director para sacar el tema. Magistral. Debería aprender de sus don de gentes.
—Me alegro, Rainer. Siento que el tema que nos trae aquí no sea tan agradable. Erik lleva en casa ya un mes —dice con cara de circunstancias. Apoya su manaza en mi hombro y yo me miro la punta de los pies y aplico la estrategia cactus—. Ha subido sus notas de manera bastante apreciable, según lo que nos dice su tutor, y está más que arrepentido de lo que hizo. ¿No habría alguna manera de…digamos…aliviar un poco el castigo?
De nuevo su sonrisa afable, como si la cosa no fuera con ellos. Dios, es tan contagiosa que el viejo no puede dejar de esbozar también una sonrisa.
—Verás, Magnus…—Arrastra las palabras. Se nota que le cuesta toneladas ir en contra del compañerismo y la alegría antes compartidas—. Tu hijo… Erik… —suspira y se frota la cara grasienta y abotagada con gafas puestas y todo. Tiene que quitárselas y limpiarlas, lo que le da unos segundos preciosos para pensar. Mi padre sigue aferrándome el hombro con firmeza. Sé lo que significa, que no abra la boca. Mi madre permanece en silencio también—. Nos lo ha puesto muy difícil este año: malas calificaciones, peleas con otros estudiantes, faltas a clase sin justificación…el asunto de los cigarrillos. Si es que eran cigarrillos…Se junta con la señorita Salvesen, cosa que no es garantía de nada bueno. ¿Qué quieres que te diga, Magnus?
—Dime que lo aceptas de vuelta estos dos meses. Total, el año que viene se irá a Formación Profesional a hacer un módulo de Carpintería —dice mi padre con un encogimiento de hombros y aparentando una total indiferencia—. ¿Qué más te da tenerlo unos pocos meses si el año que viene no va a estar aquí? Vamos, Rainer.
Se genera una situación divertida. El director levanta una mirada de esperanza y profunda paz que podría competir con el sol del Mediterráneo.
—¿Cómo? —pregunta incrédulo y lleno de felicidad el director.
—¿Cómo? —sisea mi madre, muy bajito. Pero su tono es indignado. Ultrajado. Casi no puede hablar de la furia.
—Ya lo hablaremos en casa —dice Magnus, que pasa por encima de mi regazo y coge los dedos de mi madre para aplacarla.
Yo echo mi silla hacia atrás unos centímetros, muy despacio, porque creo que esto está saliendo a la perfección y más vale que nadie se dé cuenta de que estoy aquí.
—Ya lo creo que vamos a hablar —replica Jana entre dientes, furiosa. Mi padre traga saliva, pero continúa su estrategia. Yo sigo en modo cactus. Las puntas de mis zapatillas de deporte son la cosa más fascinante que existe en la historia de la humanidad.
—Ese es el trato, Rainer. ¡Hazlo por la amistad que nos une! Viking Verktoy ha apoyado este instituto desde el primer momento de su creación —dice mi padre volviendo al tono de los brindis con cervezas y Akvavite, y de celebrar los tantos del equipo de hockey del instituto—. Ahora es el momento de que el instituto muestre un poco de solidaridad por esta familia. Son solo dos meses. ¡Dos meses, Rainer! ¿Qué me dices?
El director tiene delante la carpeta con mi expediente. Abultado es quedarse corto. Tiene varias subcarpetas. Repiquetea sus dedos encima a toda velocidad, se lo está pensando, pero sus ojos pequeños y azules de rata son inteligentes.
—Muy bien. El lunes que viene puede incorporarse a las clases. —Yo sonrío, pero él hace un gesto de negación con la cabeza y recalca con seriedad—. Dos meses, señor Thoresen. Pero cuando se acabe el curso, a finales de junio, quiero que salga por esa puerta y no quiero volver a verlo nunca más. ¿Estamos?
Extiende su mano hacia mí. Tiene los dedos cortos y toscos, se come las uñas. Son asquerosos, pero los estrecho con decisión y lo miro a esos ojos que están unos veinte centímetros por debajo de mi altura.
—Tiene mi palabra, director. En junio desapareceré de su instituto para siempre.
Una sensación extraña se apodera de mí al hacer la afirmación. Mi carrera estudiantil se termina a los dieciséis años. Soy uno de los muchos fracasados escolares que no acabará la secundaria. Me encojo de hombros y sonrío. Me da igual. Ahora mismo solo puedo pensar en Klara, en que he resuelto nuestro problema. En que tenemos dos meses por delante para estar juntos y que después, en verano, llegará ese bien tan preciado que estas últimas cuatro semanas casi ni he podido saborear: ¡libertad!
Voy tan borracho de endorfinas en el coche por la victoria sobre el director, sobre mi madre y sobre la vida, que no me doy cuenta de que se está cociendo algo gordo. Me tumbo en la cama, porque oficialmente sigo castigado (mi madre me lo ha dejado bien claro) y me pongo los cascos para escuchar música. Ya llamaré a Klara cuando no haya moros en la costa. Estoy medio dormido cuando Maia me da remece del brazo con cara larga.
—Ven.
—¿Qué pasa?
Iba a gritarle cuatro cosas por, como siempre, invadir mi habitación sin llamar, pero tira de mí y trae una expresión que hace que me dé prisa escaleras abajo. Se escuchan los gritos de mis padres a través de la puerta de la cocina antes de llegar al rellano.
Bajo la velocidad de mi descenso y me suelto del agarre de mi hermana. Joder. Escucho mi nombre. Maia me mira con sus ojos verdes y acusadores. Me doy cuenta de que hace semanas que no lleva las trenzas. En vez de eso, su melena rubia está recogida en lo alto de la cabeza con un moño aristocrático que la hace parecerse peligrosamente a mi madre. La mirada acusadora, del mismo color verde, no ayuda a mitigar el parecido.
—…¡es tu hijo, Magnus! ¡No puedes darte por vencido! —La voz de mi madre parece amplificarse por el alicatado de azulejos. La escucho en estéreo, como si el azar quisiera que sus palabras se clavasen bien en mis tímpanos. En especial el tono decepcionado, que no me queda claro si va dirigido hacia mí o hacia mi padre.
—¿Qué quieres que haga, mujer? —Por el contrario, la de Magnus es sosegada, resignada, apacible. Escucho el chasquido de un mechero. Debe estar muy nervioso, si se juega la vida fumando dentro de casa—. El chico no vale. ¡No sirve para los estudios! Puede que levante alguna que otra asignatura gracias a que tú o su hermana estáis apuntalando continuamente sus esfuerzos. ¿Crees que no lo veo?…
Suelto una risotada un poco indignada, pero Maia se lleva el índice a los labios y me hace callar. Quiere que escuche. Señala la puerta y luego a mis oídos. «¡Escucha!», vocaliza con énfasis, y los ojos muy abiertos. Yo escondo el dolor que me genera la conversación tras la puerta con una sonrisa despectiva mientras me acerco un poco más.
—…¡No es cierto! Erik es inteligente. Tiene una enorme capacidad de memoria. Buena mente matemática —explica mi madre. Me quiere, soy su hijo. De pronto siento una enorme vergüenza por no estar a la altura de la idea que tiene de mí. Pienso en las tardes que ha perdido, hora tras hora, sentada a mi lado, machacando conceptos, mientras yo miraba a las musarañas, hacía monigotes de papiroflexia o pensaba en las últimas jugadas de hockey del equipo de Noruega. Maia me mira con cara de pena—. Lo que ocurre es que se lo hemos dado todo. ¡Jamás ha tenido que mover un dedo para conseguir algo con esfuerzo! Y en eso, la culpa la hemos tenido tanto tú como yo.
—Vamos, Jana…¿Acaso quieres criar a los niños como me crie yo? ¿Es eso lo que quieres? —Mi padre suelta una risotada que me hace pensar en Akvavite, en noches de soledad, en penurias, hambre y en ese periodo oscuro que a veces intuimos en miradas que intercambian entre ellos, pero que jamás nombran. En un periodo de la historia de la familia que sabemos que se relaciona con el cambio de apellido de mi madre, que no es Jensen, como el eminente cardiocirujano que es mi abuelo, sino Christensen como la abuela Olivia, y que intuimos pero no sabemos, y que nadie nos quiere contar. Ni siquiera Kurt.
Maia eleva las cejas y los dos nos apretamos en torno a la puerta. La pregunta queda suspendida en el aire en un silencio interrogante, sin respuesta. Los gritos entre ellos y la tensión se diluyen. Las voces suenan ahora muy juntas cuando antes sonaban lejos la una de la otra. Deben estar abrazados, porque casi susurran. Nos cuesta escucharlos.
—No. Claro que no —murmura mi madre.
—Ven aquí.
No sabemos lo que ocurre tras la puerta, pero lo podemos imaginar. Maia me hace un gesto y subimos escaleras arriba sin hacer ruido. No quiero estar solo. La sigo hasta su habitación. Ella se tira en su cama. Yo a su lado. Ninguno de los dos abre la boca. En mi caso, es porque no tengo ni idea de qué decir.
—Mira, Erik —dice Maia al fin. Está bastante pálida. Ahora que la veo, tiene unas ojeras violáceas bajo los ojos verdes. ¿Ha crecido en este mes de encierro? He estado tan ocupado pensando en mí mismo que me he olvidado de lo que pasa a mi alrededor—. Estoy cansada. Estoy con la regla y tengo examen mañana. Solo te lo voy a decir una vez.
—Lo siento, enana. —Soy sincero. Se nota que no está en su mejor momento. Le doy un beso en la frente, pero ella me aparta.
—Tienes a toda la familia de cabeza. Vamos de culo y cuesta abajo, y es por tu culpa. ¿Es que no lo ves? —Clava sus ojos verdes en mí, y no soy capaz de sostener la mirada. ¡Tiene trece años, joder! —. Reacciona, hermanito. Por favor. Reacciona, joder.
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