Grietas en el hielo – Capítulo 4: Poli bueno, poli malo

Antes de comenzar a leer el Capítulo 4 de Grietas en el hielo, ¿has leído los capítulos anteriores de Grietas en el hielo? Si no es así, te invito a que empieces por el principio de esta historia: Grietas en el hielo: Capítulo previos. 

¿Prefieres refrescar solo el Capítulo 3: El partido de hockey?

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Grietas en el hielo – Capítulo 4: Poli bueno, poli malo

Recupero el campo de visión poco a poco. Anders me mira preocupado desde arriba, todo el equipo forma un corrillo en torno mí, que estoy tumbado en el hielo. Intento levantarme, pero me dan unas horribles náuseas y tengo que recostarme otra vez.

—¿Una siestecita después del partido? Eres un flojo —intenta bromear, pero lo conozco. Está muerto de miedo. Pálido como la nieve y la sonrisa más forzada que la mía cuando voy a ver al director—. Te has perdido la celebración.

Intento hablar, pero aún llevo puesto el protector dental. Me pongo de lado y lo escupo. Joder. Tengo la boca llena de sangre.

—¿Hemos ganado? —murmuro con dificultad. Alguien me ayuda a sentarme, quiero quitarme el caso, pero alguien me sujeta las manos.

—¿Tienes dolor? ¿Puedes moverte? Ha sido un buen golpe —dice el paramédico que me está atendiendo—. ¿Las piernas? ¿Puedes moverlas?

Muevo brazos y piernas sin problema, pero suelto un gruñido de dolor. Me estoy mareando.

—Espera, te pondré un collarín —dice el sanitario, me arrastran entre dos como si fuera un muñeco y me apoyan sobre la valla de contención que delimita la pista.

—No. No es el cuello. —Tengo que cerrar los ojos porque todo me da vueltas. Y unas ganas horribles de vomitar—. Es la cabeza. Me va a estallar.

El sanitario se pone de pie y hace un gesto hacia la ambulancia.

—Tú te vienes conmigo. Vámonos a Urgencias.

Al final solo es una conmoción. Me hacen un TAC cerebral que es normal y tengo que pasar la noche en observación en el hospital. Odio los hospitales. Siempre he sido sano como un roble y le tengo pánico a las agujas. Pero me han puesto algo para el dolor y duermo a pierna suelta hasta la mañana siguiente.

—¿Qué tal estás? ¿Necesitas ayuda para vestirte? —pregunta mi madre, ya con los papeles del alta en la mano. Trabajó de matrona durante muchos años aquí y conoce a todo el mundo. Gracias a ello, he tenido un trato VIP. Mi padre espera impaciente, con toda la pinta de querer salir a fumarse un cigarro y beberse una taza de café. Es bastante temprano.

—No, mamá. Estoy bien.

Me quito la ridícula bata con crucecitas verdes y me estiro hacia la ropa limpia y doblada que me ha traído. Doy un respingo con el grito que pega. Por un momento creo que se va a desmayar.

—¡Pero Erik! ¿Qué has hecho con tu espalda? —exclama al ver los tatuajes al descubierto. Sé que deben de tener el aspecto horroroso de los primeros días, en los que aún están cicatrizando y caen trozos de piel impregnados en tinta—. ¿Qué voy a hacer contigo?

Me giro para estudiar a mi madre. Está triste, joder. Decepcionada. Sus ojos verdes destilan preocupación. Mi padre interviene y le quita hierro al asunto con una sonrisa.

—Déjalo, Jana. ¡Tiene la edad de hacer locuras! Un tatuaje no es algo tan malo —dice y su vozarrón grave me reconforta—. Tienen mucho éxito con las chicas —añade con un guiño en el ojo y una media sonrisa de complicidad.

—¡Solo tiene dieciséis años! Mira a tu hijo. Parece un alfiletero, con esos pendientes de metal en la cara —se enfada mi madre. Odio que discutan por mi culpa, y la verdad es que eso pasa con bastante frecuencia.  Me señala con un dedo acusador y sigue con la bronca. Ese tipo de bronca que odio, con tono dulce y condescendiente, advirtiéndome de que estoy echando mi vida por la borda, que yo soy mucho más listo que todo esto, y que a ver cuándo demonios voy a reaccionar.

Joder. Acabo de salir de una conmoción cerebral y tengo que aguantar sermones. Acabo por agachar la cabeza, seguir vistiéndome y asentir de vez en cuando para darle la razón.

—Sí, mamá. Tienes razón —gruño de vez en cuando para mantenerla contenta.

Qué ganas tengo de independizarme. De irme lejos, no sé a dónde ni me importa. Y pronto llegarán las notas de la segunda evaluación, y con ellas, otro sermón. Mierda.

—No me escuchas, Erik. ¿Qué te acabo de decir? —se detiene de repente y me mira con cara de asesina en serie.

—¿Qué?

Pongo mi mejor cara de angelito, pero a ella no le hace maldita la gracia.

—¿Sabes qué te digo? Me rindo. Yo me rindo. —Alza las manos, coge su cazadora y mi bolsa de deporte y se dirige con mala cara hacia la puerta—. Os espero en el coche.

Sale de la habitación bastante indignada y sin esconder su decepción. Vaya mierda. Mi padre suelta un suspiro cansado. Se sienta junto a mí y me aprieta la rodilla con un gesto cariñoso.

—Ya sabes que tu madre se preocupa demasiado por todo. Ya se le pasará —me dice con una sonrisa cálida. Pero su mirada se torna seria cuando clava sus ojos celestes en mí—. Erik, ¿ha sido el chico con el que te has peleado ya antes? Te ha dado un buen golpe.

—¡Es un maldito cerdo! —estallo envuelto en indignación. Sé que Hans ha querido devolverme lo de Peta, estoy seguro—. Ha sido juego sucio. Me ha arrollado y yo ni siquiera había tocado el disco. Espero que le haya costado la expulsión.

Mi padre niega con la cabeza y yo quiero ponerme a gritar de rabia.

—El árbitro prefirió validar el gol de Anders y daros la victoria. Ha marcado gracias a ti —me dice con una sonrisa orgullosa. Me enseña un vídeo en la cámara VHS donde se ve la jugada completa y después, lo que parece la carga de un rinoceronte furiosos sobre mí. La imagen desaparecía con un insulto en alto con la voz de su padre—. Cuando tu cabeza chocó contra la valla, se me cayó la cámara al suelo de la impresión.

—Tengo la cabeza dura —bromeo yo, bastante acojonado después de ver las imágenes. Pero mi padre no sonríe.

—Hijo, podría haberte hecho mucho daño.

—¡No ha sido culpa mía! Fue Hans el que se lanzó hacia mí como un maldito bisonte —me defiendo indignado. Termino de vestirme con movimientos bruscos, aunque la cabeza vuelve a dolerme un poco. Y las palabras de mi padre, aún más.

—Vamos, Erik. Yo estaba allí. Has estado provocándolo desde que saliste al hielo. —Mi padre mezcla en una sonrisa reprimida cierto divertimento y algo de reprobación—. Sé que no ha sido culpa tuya, pero no puedes jugar a destapar un olla a presión. Ese chico no está bien de la cabeza.

—¿Y por eso tengo que dejar que me provoque cuando le dé la gana? ¡No me deja en paz! —exploto furioso. Mi padre no entiende nada. No se entera.

—Hijo, eres como una diana andante para los problemas. Tu ropa, los pendientes, los tatuajes, tu actitud con los profesores y con tus compañeros. —Creo que el viejo intenta explicarme algo, pero lo único que está consiguiendo es hacerme sentir mal—. Llamas a gritos el conflicto.

—Eso no es cierto. ¡Yo no me meto con nadie! —replico yo, pero bastante más calmado. En algún rincón de mi cerebro, empiezo a entender que quizá mi padre tiene razón—. Solo respondo si me atacan. ¡Solo quiero que me dejen en paz!

—¿Y crees que juntarte con buenos para nada, que no dan un palo al agua y se meten de todo, sirve de algo? —Esta vez, no esconde el sarcasmo de su tono de voz—. No tengo nada contra Peta, sabes que en casa la adoramos, pero se últimamente se junta con alguna gente que no me gusta, Erik. No eres tú.

—Son amigos de Peta, no míos.

—Pero te juntas con ellos por extensión. Hasta Anders se ha quejado de casi no te ve el pelo fuera del colegio. —No me aparto cuando me aprieta los dedos con su enorme mano de constructor—. ¿Qué te está pasando, hijo? Llevas dos años en los que parece que no te conocemos.

No sé qué contestar, y una amargura indescriptible me inunda. No quiero. Y no puedo alejarme de mi padre. Me derrumbo por fin y lo abrazo con fuerza, ignorando el dolor de cabeza; aprieto los dientes para no llorar. Tardo un largo rato en darle una respuesta.

—No lo sé, papá. No sé qué me pasa. Creo que es el puto colegio, me estoy volviendo loco. —Me dejo confortar por el abrazo cálido con olor a madera y barniz, con trazas de café y tabaco, y me permito soltar unas lágrimas por fin en compañía—. Necesito algo, pero no sé realmente qué.

—¿El año que viene seguirás con el nivel superior de secundaria? —me pregunta de frente el viejo y me seca la cara con los pulgares. Me mira a los ojos. Es la primera vez que hablamos del tema de manera tan directa. Me aparto un poco, avergonzado por el arrebato de debilidad, y agito mi flequillo rubio.

—No. No tiene ningún sentido seguir —enfrento al fin la realidad: voy a dejarlo—. Me inscribiré en un ciclo de carpintería y haré lo que realmente me gusta.

Mi padre me observa en silencio durante largos minutos. Creo que quiere decir algo. Me pregunto qué estará pensando en realidad. Finalmente, asiente con la cabeza, como si ya lo supiera de antes.

—Tu madre va a poner el grito en el cielo, pero yo te apoyo. Acreditaremos el taller de la fábrica para que puedas hacer allí tus prácticas. —Yo sonrío ante la perspectiva. Mi padre siempre tiene un as en la manga y sabe qué hacer—. No te preocupes, hijo. Todo saldrá bien.

 

 

Tengo que pasar el resto del fin de semana en reposo relativo y aguantando las puyas de mis hermanos, pero recibo una sorpresa inesperada. La visita que me hace Klara el domingo por la mañana.

Me pilla fatal. No me he duchado. Estoy en pijama, tirado en la cama leyendo un libro, y mi madre me hace la putada de no avisar. Cuando escucho su vocecita de niña después de los golpes en la puerta casi me da algo. Mi cuarto está hecho una leonera y no he abierto las ventanas para ventilar todavía. Mierda. Intentó al menos despejar las prendas de ropa esparcidas por el suelo y esconder lo más comprometedor antes de abrir y hacerla pasar.

—¡Hola, Erik! —dice ella con timidez. Dios, es preciosa. Tiene los ojos dorados y un pelito rubio con rizos que la hacen parecer una princesa. Hoy lleva un jersey de punto grueso de color blanco, unos pantalones de pana azul marino y unos calcetines térmicos con rayas de colores. Yo voy hecho un desastre con una camiseta gris y un bóxer negro. Carraspeo para poder hablar y la voz me sale más grave, gutural y ridícula que nunca.

—Hola, Klara. Pasa, por favor.

Ella entra y empieza a mirarlo todo con curiosidad. Yo me pongo un poco nervioso. No es que sea muy ordenado. Incapaz de aguantar el ambiente cerrado de la habitación por más tiempo, abro la ventana para que entre el aire frío del exterior. Me quedo en blanco. No soy capaz de decir nada, pero ella tampoco. Me siento en la cama sobre el nórdico revuelto y sonrío, ella se pone roja como un tomate. Adoro cuando se pone roja.

—¿Qué tal? ¿Todo bien?

—Solo quería saber cómo estabas. Me dijeron que ya habías salido del hospital. —Me alarga una bolsa de papel y yo la miro con curiosidad—. Son galletas. Las he hecho yo. Creo que te gustarán.

Saco una galleta de jengibre, como las de Navidad, con pasas y arándanos. Le doy un mordisco a una y me lleno de migas. Joder, qué torpe soy. Me sacudo la camiseta y sonrío como un tonto.

—Gracias. Están buenísima. ¿Tú quieres una?

Me dice que sí y compartimos las galletas en silencio. Yo mastico sin hacerle ni caso a las malditas galletas. No puedo apartar los ojos de los pezones que se marcan bajo la lana del jersey. Joder. Son enormes. Un hambre que no tiene nada que ver con lo que estoy comiendo hace que me revuelva incómodo sobre la cama. Si no tengo cuidado, se me va a notar que tengo una erección. Le ofrezco más galletas. Mejor no hablar.

—No, no. Gracias —se apresura decirme Klara. Sonríe apurada y cruza los brazos en un gesto que delata frío. Sus mejillas blancas tienen un círculo rojo brillante que también corona la punta de su nariz—. Las he traído para ti. ¡Espero que te mejores! Te dejo descansar.

—¡Espera, no te vayas! —reacciono por fin. Me levanto de la cama, pero tengo que darle la espalda. Con la excusa de cerrar la ventana, me alejo de ella y hago un esfuerzo por controlarme. Que ganas de agarrar esos rizos en un puño y besarla. Esos pantalones le quedan de escándalo—. Gracias a ti por la visita y las galletas. Iba a bajar a desayunar al Riso, ¿quieres acompañarme?

¡Bien! La sonrisa cambia de tímida a entusiasmada en un instante. Era la segunda vez que me dice que sí a una invitación informal.

—Dame un par de minutos y me cambio en seguida —digo mientras la acompaño hasta la puerta de mi cuarto. Necesito una ducha con urgencia—. Espérame en la cocina, no tardaré.

Vuelo. Ni siquiera espero a que el agua se ponga caliente. Me visto a toda prisa y bajo en tromba a las escaleras. Me detengo a tiempo tras la puerta para escuchar el interrogatorio al que mis padres someten a la pobre Klara. Ahora toca la consabida pregunta sobre cómo le va en el colegio. Jana y Magnus la contemplan embobados, como si fuera un ángel.

—Vamos, dejadla en paz —la rescato mientras se pongo la cazadora—. Klara, ¿nos vamos?

—¿Por qué no desayunáis aquí? Hace muy mal día —ofrece mi madre con toda la inocencia del mundo. Se nota que se muere de curiosidad y quiere retenernos en casa.

—Buen intento, mamá. Nos vamos al Riso.

—¿Vienes para comer? —alcanza a preguntar antes de que nos fuguemos por la puerta principal hacia la calle.

—¡No lo sé! Si no vengo, avisaré.

Caminamos sobre la nieve crujiente de la acera. Un coche pasa junto a nosotros despacio,  la máquina quitanieves aún no ha limpiado las calles. Tromso está precioso vestido de blanco, pero hace un frío horroroso y cobijo a Klara bajo mi brazo. Ella mira hacia arriba y sonríe. Pasa la mano por mi cintura y vamos así, abrazados, todo el rato.

—Qué suerte tienes. Mis padres si no llego a comer, me matan —dice ella con envidia—. Te dejan mucha libertad. ¿Un piercing? ¡Ja! Me echarían de casa.

—Tengo menos de la que quisiera. Pero mi cuerpo es mío, ¿no? Puedo hacer con él lo que me dé la gana —digo con cierto orgullo. Al menos en ese sentido, sí que puedo decidir. Aunque a mi madre no le haga demasiada gracia—. Algún día te enseñaré mis tatuajes. Eso sí que te va a gustar.

Klara me mira con admiración. Creo que he distinguido el chispazo de algo, quizá sea deseo, en sus ojos. Somos de la misma clase, pero no me he fijado en ella hasta este año, no sé muy bien por qué. Quizá porque es del grupo de las empollonas intocables. Y yo, del de los expulsados ya más de una vez.

—¿Tatuajes? Guau —baja la voz, como si alguien pudiera enterarse de que estaba haciendo algo prohibido—. Yo ni siquiera puedo ponerme una minifalda sin que mi madre me censure—. «Klara, ¿dónde vas así vestida? ¡Hazme el favor de ponerte algo decente!» —escenifica con voz de falsete. Los dos nos echamos a reír a carcajadas y yo me atrevo a darle un beso en el pelo. Ella no se aparta, ¡de hecho, sonríe! Bien. Vamos bien.

Es fácil hablar con ella. Tenemos más cosas en común de lo que en un principio había pensado. Le encantan las excursiones por la montaña y esquiar si hace buen tiempo. Quiere ser profesora y se gana algo de dinero extra ayudando en una guardería como auxiliar en verano. Hasta ha hecho un cursillo para atender mejor a los bebés.

—¿Tú qué quieres hacer cuando salgas del colegio? ¡Yo no veo la hora de marcharme a la universidad? —me cuenta entusiasmada. Bebe a sorbos un zumo de arándanos y le da mordiscos de cuando en cuando a un gofre con chocolate. Yo bebo de mi vaso y la miro de soslayo.

—No lo tengo claro —digo sin ser capaz de esquivar la pregunta.

—¿Qué dices? ¿No quieres ir a la universidad? Pensaba que querías marcharte de Tromso. —Klara está desconcertada y me mira con expresión interrogante. Se aparta los rizos del pelo y espera mi contestación—. Te he oído muchas veces. Odias la ciudad y en cuanto puedas, te marcharás. Supuse que querrías ir a otra universidad.

Me quedo en silencio. De nuevo me encuentro con que no tengo ningún plan de futuro. Klara tiene razón: marcharme de Tromso no será tan fácil. Si hago el módulo de carpintería, tendré que aplicar para prácticas en un taller local. Joder, ¡si hasta me ha parecido buena idea trabajar en el de mi padre, que está a quince kilómetros de casa! Suelto un gruñido.

—Hay otras maneras además de la universidad. A lo mejor me tomo un año sabático y me dedico a viajar —digo por decir algo. Es otro de mis sueños. Me animo un poco, eso no estaría mal—. En moto. Cruzar toda Europa y coger un barco hasta América. Y recorrerla de norte a sur por la Panamericana.

—Guau… —suelta ella con reverencia—. Qué envidia. Me encantaría hacer un viaje así. Yo estoy ahorrando para ir a Londres al acabar el curso. Trabajo por las tardes en la biblioteca. Si me ajusto lo suficiente y mis padres me ayudan, quizá pueda visitar Paris y Berlín —dice con ojos soñadores, apasionada con la mera idea.

La contemplo, pensativo. Hasta ella, que parece una niña, tiene dinero ahorrado y un plan de acción. Y está haciendo cosas concretas para conseguirlo. Yo, ¿qué tengo? Una cuenta bancaria que se engrosa sin ningún esfuerzo gracias a las acciones del astillero de mi abuela y el dinero que me van regalando mis viejos o que logro ahorrar tras un trabajillo puntual. Joder, a mí me lo dan todo hecho.

—Ya conozco Inglaterra, Francia y Alemania. En realidad, conozco casi toda Europa —digo sin ánimo de chulearme, solo por mantener la conversación, pero cambiar un tema que se me hace cada vez más incómodo—. Si vas a Londres, no puedes perderte el museo de ciencias naturales. Es una pasada. Y si tienes la oportunidad, visita el palacio de Buckingham por dentro. Vas a alucinar.

Las horas pasan sin darme cuenta. Hablamos de viajes, de sueños, de planes y deseos. Cuando miramos la hora, Klara da un respingo y se pone el abrigo a toda prisa, muy preocupada.

—¡Tengo que irme, Erik! ¡Voy a llegar tarde a comer!

—No te preocupes. Yo me encargo de la cuenta —digo con tristeza. Me quedaría charlando diez horas más—. ¿Quedamos algún día entre semana?

Klara niega con la cabeza, pero me regala una enorme sonrisa.

—Entre semana no, que tengo un horario muy apretado entre trabajo y estudio. Pero ¿qué te parece el fin de semana? —Se inclina sobre mí y con un atrevimiento que no me espero para nada, me da un beso rápido y nervioso que me deja quemando los labios y una sonrisa idiota—. ¡Nos vemos en el instituto!

Me doy la vuelta en la silla para ver cómo corre calle arriba sin que se me borre la cara de tonto durante un buen rato. Contesto al aire en un susurro cargado de entusiasmo.

—Me parece genial.

*****

Espero que hayas disfrutado de esta parte de la historia. El capítulo cinco, Pillada in fraganti, estará disponible en el blog también.

Os espero en Instagram para comentarlo: https://www.instagram.com/mimmikass/

Con cariño,

Mimmi Kass.

Javiera Hurtado Escrito por:

Cazadora de sensaciones. Médico y escritora. Viajera infatigable. Romántica y erótica. Ganadora del XII Premio Terciopelo de Novela.

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