EL PROCEDIMIENTO
Enfrentó el miércoles con la firme resolución de no mover ni un milímetro sus planes. Estaba claro que Erik no la iba a llamar. Consultó el móvil cincuenta, cien veces por hora, pero no daba señales de vida. Andaba desconcentrada e irritable y eso empezaba a pasarle factura en el trabajo.
Lo vio fugazmente en el pasillo de los quirófanos. Se veía agotado. Sus ojeras estaban grises y sus ojos carecían del brillo habitual. Todas las cirugías suspendidas la semana anterior por su ausencia estaban reprogramadas para aquellos días. No era su problema, se lo repitió mil veces, pero no podía evitar preocuparse por él.
Se obligó a ceñirse a su rutina y pese a que hacía semanas que no iba a coro, apareció por allí con el único propósito de llenar las horas muertas.
Lo primero que hizo al salir del ensayo fue sacar el móvil de su bolso.
No pudo evitarlo: revisó mensajes, WhatsApp y correo para ver si Erik se había puesto en contacto con ella. Nada. Al menos no había esperado patéticamente en su casa sin hacer nada, y fue capaz de mantener su rutina. Bien.
Se sentía irritable, desazonada. Le echó la culpa a la semana premenstrual, pero sabía que la razón principal era haber pasado de tener un montón de sexo diario a tener…, bueno, a no tener. En el pasado, había tenido periodos de meses enteros sin siquiera masturbarse y sin darle la menor importancia. Ahora tenía la sensación de que no podría sobrevivir mucho tiempo más sin sexo.
Jueves y volvía a tener guardia. Era el precio a pagar por haberse marchado seis días de congreso: tenía que devolver un par de favores y se acumulaban los días en el hospital. Al menos, se acababa su rotación de seis meses en consultas. Estaba deseando pasar a la UCI, aunque solo fuera por cambiar de aires.
El móvil empezó a sonar cuando se dirigía al despacho a adelantar trabajo pendiente. Miró al techo en busca de paciencia. No le había dado tiempo ni de llegar al pasillo.
—Necesito que me ayudes con un procedimiento en la UCI neonatal —dijo Viviana, su residente mayor, sin saludar y con el tono amargo de siempre.
—Voy para allá —respondió Inés, sin cuestionar ni por un momento a su residente mayor, pese a que ella no tenía ninguna atribución en Neonatos.
Qué brusca. Estaba segura de que los cambios de humor de Viviana obedecían al maltrato que sufría en casa, pero seguía sin aceptar la mano que le había tendido. Ni siquiera había llamado a Loreto, e Inés sentía que no podía hacer mucho más.
Mientras esperaban a que las enfermeras preparasen el material, compartieron un café rápido. Viviana le explicaba lo que tenían que hacer de un modo profesional y mecánico, pero Inés la miró de reojo; parecía haber perdido peso, y se la veía muy cansada. Las palabras brotaron de su boca antes de poner algún filtro a sus pensamientos.
—Vivi, ¿va todo bien?
Su «R» mayor la sorprendió regalándole una enorme sonrisa.
—Sí, sí. Todo va bien. Me queda junio en Cardio de adultos, y me marcho dos meses al Mont Sinaí de Nueva York. —Ahora estaba exultante, eufórica—. Me costó mucho organizar a los niños, la casa y convencer a mi marido, pero lo voy a hacer. ¡Lo voy a hacer!
Inés se echó a reír ante su entusiasmo, pero no pudo evitar preguntarse cuánta de aquella alegría provenía del hecho de que pasaría dos meses alejada de su agresor.
Una de las enfermeras las avisó de que todo estaba preparado, y ambas se levantaron. Inés retuvo a su residente de la mano, y se la apretó.
—La oferta de ayuda sigue en pie, ya sabes…
Viviana negó con determinación y volvió al tono cortante.
—No hace falta, Inés. Ahora, céntrate en lo que tenemos que hacer.
Cuando llegaron allí, había un número nutrido de residentes, adjuntos y enfermeras. Era un procedimiento excepcional, al fin y al cabo, no todos los días presenciabas cómo se rompe un corazón. Al menos literalmente: a través de un catéter, desgarrarían el tabique entre las aurículas para permitir una oxigenación mayor de la sangre. Parecía un milagro.
El recién nacido lo estaba pasando mal, y su corazón malformado necesitaba cirugía, pero podrían mejorar su situación antes de ir al quirófano…siempre que el procedimiento fuera posible.
Y ese día, Viviana no estaba muy inspirada.
Dirigió la aguja hacia donde debería estar la vena, e Inés sintió en su estómago cada uno de los pinchazos fallidos. El bebé estaba bien sedado y no se movió, pero ella apretó los dientes para no decir nada.
—Mierda… —musitó, al ver la sangre roja pulsando en la jeringa. Había pinchado arteria. Lo intentó repetidas veces, con irritación manifiesta, pero la arteria parecía cruzarse con la aguja en cada intento.
Viviana se estaba ensañando. Ya llevaban más de una hora de procedimiento. Casi todos los espectadores se habían marchado, unos por tener trabajo que hacer, otros por puro aburrimiento. Alguien se había llevado el ecógrafo para valorar otro paciente.
Inés se debatía entre ofrecerle ayuda o no. Viviana, sudorosa y con el ceño fruncido, se afanaba en meter la guía por la que iría el catéter, pero al ver la piel lacerada y sangrante del niño, no pudo aguantar más.
—¿Quieres que lo intente yo? —ofreció. La mirada envenenada de su residente mayor la pilló por sorpresa
—¿Crees que lo vas a hacer mejor?
—Claro que no —respondió Inés con precaución—, pero llevas una hora con el procedimiento, estás cansada y, a veces, es simplemente cuestión de suerte.
Pero ella no dio su brazo a torcer. Cambiaron de lado y lo intentó en la femoral izquierda.
Una hora después, se daba por vencida, lanzando improperios enojada. Inés volvió a ofrecerse y se ganó un bufido. Ya todos se habían marchado.
—Voy a llamar al cirujano de guardia, necesitamos ese catéter central.
Erik tanteó con la mano sobre la cama, buscando el móvil que sonaba. Ya era bien entrada la tarde, se había tumbado con la idea de reposar un rato tras una buena sesión de gimnasio y se había quedado dormido. Llevaba una semana de locos: no sabía ni qué día era.
Saludó a Viviana, al otro lado del teléfono, con la sensación de despertar de un coma profundo.
—Hola, Erik, tenemos un bebecito con una transposición de grandes vasos. —Se le quitó la modorra de golpe, y se sentó en la cama, frotándose la cara abotagada. Una cirugía muy, muy compleja. Calculó unas cuatro horas en el quirófano, quizá cinco—. Necesita un acceso quirúrgico para introducir el catéter, no hemos sido capaces de canalizar la vena femoral.
—Voy para allá.
Cortó la llamada y, sin pensar, se metió en la ducha de agua fría reprimiendo un siseo. Era la única manera de despejarse. Estaba agotado, tenía mucho sueño atrasado, y su cuerpo no se acostumbraba al cambio de marchas que significaba no poder tocar a Inés. Llevaba cuatro días sin sexo. Le parecía una eternidad.
Su pene se desperezó con el recuerdo, tenía su aroma femenino tatuado en la piel. Cerró los ojos con fuerza, intentando desviar la atención hacia lo que tenía que hacer, pero el recuerdo de su sonrisa, de la manera que tenía de moverse, de sus comentarios agudos y directos, y de la calidez de su abrazo lo perseguían desde la noche del domingo. Ojalá fuera solo el sexo. No podía quitársela de la cabeza.
Rodeó su erección incipiente con la mano y comenzó un vaivén mecánico mientras el agua fría le caía en chorros agudos sobre la espalda. ¿Y sus intentos de ponerlo celoso con Marcos? Soltó una risotada al tiempo que se abandonaba a la sensación placentera que lo acercaba a la liberación. Era una niña, pero ¡qué mujer era! Por mucho que intentase racionalizar que era mejor mantenerla al margen, ella se encargaba de situarse en el centro de sus pensamientos. Tenía que aceptarlo: le gustaba estar con ella.
Aumentó el ritmo de la mano. Añadió el tacto del pulgar sobre su glande para añadir mayor placer y apretó su erección con rabia.
—Svarte helvete… —murmuró, apoyando el antebrazo sobre los azulejos helados, mientras eyaculaba con fuerza al llegar al orgasmo.
Con la mente más clara, y el cuerpo mucho más relajado, condujo su moto hasta el hospital.
—Hola, ¿me has llamado? —preguntó Inés al verlo llegar a la Unidad.
Erik la estudió, también estaba cansada. Su piel no mostraba la luminosidad habitual, tenía el rostro demacrado y el pelo desordenado en un moño maltrecho. Estaba preciosa.
—¿Qué ha pasado con el catéter del paciente? —preguntó, sin rodeos.
Intentó que sus pensamientos no se traslucieran en el tono de voz. Al margen de cómo acabaran ellos, había algo que no podía cambiar: en el hospital tenían que mantener las distancias. Era fundamental. Pero no tuvo de qué preocuparse, Inés se cruzó de brazos y adoptó un tono formal.
—¿No te informó Viviana? Lo intentó en repetidas ocasiones con ambas venas, pero el procedimiento no fue posible. Ante la necesidad de conseguir aumentar la oxigenación del bebé, decidió llamarte para un abordaje quirúrgico.
—¿Tú no lo has intentado?
—Fue decisión de mi residente mayor que no siguiéramos manipulando la zona —dijo ella con voz neutra.
¿Estaba interpretando aquella frialdad pasmosa o era verdadera? Desechó esa línea de pensamiento. Tenían que trabajar.
—Ya veo. —La contempló unos segundos, estaba por ofrecerle otra vez un millón de coronas, pero se dirigió hacia la cuna térmica del paciente—. Ven, vamos a ver si podemos hacer algo.
Erik pidió el ecógrafo y le indicó a Inés que volviera a vestirse estéril. Él se lavó las manos y los antebrazos, y se vistió también. La enfermera amarró las mascarillas de ambos.
Soltó una palabrota al ver el estado de la piel de las ingles del paciente. Viviana había hecho una escabechina y eso aumentó su irritación. Inés se situó al otro lado de la cuna, visiblemente nerviosa.
—No, no —repuso él—, ponte aquí, delante de mí.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella. Erik la miró, cabreado.
—¿Pero qué coño os enseñan a los residentes en cardio? ¡Lo vas a hacer tú, con ayuda del ecógrafo! ¡Esto ya tenía que estar hecho! —¿Cómo no se iba a enfadar? Lo hacían perder el tiempo continuamente.
Agradeció que Inés mantuviese la boca cerrada, no tenía el ánimo para enfrentarse ahora a su boquita respondona. Se situó donde él le señalaba: demasiado cerca. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para concentrarse en lo que tenía que hacer.
A medida que la guiaba en el procedimiento, se olvidó de su malestar. Era una buena alumna. Tenía unas manos delicadas y sensibles, y aprendía con rapidez. Cuando el catéter llegó al interior del corazón, Inés se volvió con una sonrisa de triunfo y no pudo evitar corresponder.
—Ahora un solo movimiento de muñeca, corto y seco, y rompe el tabique. —Era el momento más crítico, si fallaba ahora, solo quedaba la cirugía urgente—. Vamos, Inés.
La observó ensayar el movimiento en el aire, y sin previo aviso, dio un fuerte tirón. Ambos comprobaron en la imagen del ecógrafo que ahora ya casi no había tabique y que la sangre pasaba de la aurícula izquierda a la aurícula derecha sin restricciones, Inés soltó de golpe el aire que retenía en un claro gesto de alivio. Ya estaba hecho. Al cabo de unos minutos, el color y la saturación del paciente mejoró de manera ostensible y Erik resopló, agotado.
—Bien.
Su sonrisa femenina, teñida de afecto, lo hizo fruncir el ceño. Tenían que hablar cuanto antes, pero no en el hospital. La incomodidad lo hizo alejarse de ella.
Se alejó de la cuna sudando profusamente, la temperatura del calefactor, a treinta y seis grados, más la bata estéril sobre la casaca era demasiado. Inés estaba concentrada en fijar el catéter y él salió de la UCI sin decir nada. Necesitaba pensar. Necesitaba dormir.
Necesitaba a Inés.
Inés buscó a Erik mientras se deshacía de la bata, los guantes y la mascarilla, pero las enfermeras le dijeron que ya se había marchado. No se había despedido. Ni siquiera había tenido oportunidad de darle las gracias, había aprendido mucho aquella tarde. La sensación eufórica por haber hecho algo nuevo, y haberlo hecho bien, desapareció en un segundo. Se encogió de hombros, resignada. Se pasaba todo el día en el hospital, era lógico que quisiera marcharse en cuanto le fuera posible. Aun así, se quedó con mal sabor de boca.
Se olisqueó a sí misma, agarrando la camisa del uniforme por el cuello, y puso mala cara. Había pasado casi tres horas bajo la cuna térmica y olía a tigre, necesitaba una ducha y un pijama limpio. Tenía uno en su bolsa de guardia, que aún estaba en el despacho. No había tenido tiempo para ir a buscarla, ni de sentarse un minuto, ni de ingerir algo, ni de ir al baño.
Cuando empujó la puerta de cristal, ya en la Unidad, se extrañó al ver luces encendidas. Entonces cayó en la cuenta: Erik estaba allí. La puerta de su despacho estaba entreabierta.
Se acercó sin hacer ruido.
Erik estaba de espaldas a ella, con el torso desnudo y una camisa entre las manos, desabrochando los botones para ponérsela. Era un placer contemplarlo. Los músculos ondulaban bajo la piel tatuada, el pelo rubio acariciaba su nuca, e Inés sintió ese ardor en la yema de los dedos que la impulsaba a tocarlo, a acariciarlo, a complacerlo. Se comió con los ojos su cintura estrecha, la curva firme de su trasero bajo los vaqueros y las piernas largas y torneadas. El deseo latía en su sexo, y se apoyó en el marco de la puerta para disfrutar unos segundos más de la vista antes de emitir un discreto carraspeo y revelar su presencia.
Erik se dio la vuelta con un movimiento brusco y le dedicó su mirada más sarcástica, mezclada con algo de sorpresa. Inés no la rehuyó. Esbozó una sonrisa sensual y deslizó los ojos grises por los pectorales marcados, su abdomen firme y la línea de vello que nacía en el ombligo y desaparecía tras el cinturón. Reprimió las ganas de relamerse.
—¿Qué quieres, Inés? —preguntó, condescendiente.
El tono arrogante de su voz echó por tierra la tensión del momento. Le sentó como un jarro de agua fría. Se echó a reír, y se reía sobre todo de sí misma.
—Nada, Erik. He venido por mi bolsa de guardia, necesito darme una ducha y cambiarme. —Para apoyar su afirmación, fue hasta el despacho de residentes y cogió sus cosas. Con el bolso en el hombro, se dirigió a la puerta de salida. Con una sonrisa irónica, negó con la cabeza maravillada por su arrogancia. Con el tirador en la mano, se detuvo. Ganó su buena educación.
—Hasta mañana, Erik. Gracias por la docencia de esta tarde —dijo, alzando la voz.
Él salió al quicio de su puerta, con una sonrisa indescifrable en la cara. Inés esperó unos segundos. Como no dijo nada, cantó un alegre «Bye!» y se marchó sin mirar atrás.
Otra vez estaba enfadada, ¿de verdad creía que lo había seguido hasta allí? ¿Y con qué fin, según él? ¿Ofrecérsele encima de la mesa de su despacho? Estaba agradecida por cómo le había enseñado a canalizar bajo eco, pero él daba por sentado que podía tenerla siempre que quisiera, sin condiciones. Y eso no iba a ocurrir.
Se dirigió a buen paso hacia las habitaciones. Subir andando los cuatro pisos de escaleras la ayudó a serenarse. Tenía que intentar poner distancia con él en el hospital, pero le resultaba difícil tratarlo con frialdad, no era propio de ella. Ella era amable y cariñosa con todos, salvo contadísimas excepciones, o cuando estaba enfadada, cosa que nunca duraba mucho tiempo. Iba en contra de su naturaleza.
Con él tendría que hacer una excepción.
©Mimmi Kass
Si no has leído el primer capítulo, lo tienes aquí: La cruda realidad.
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El primer capítulo está disponible para su lectura en este enlace: La cruda realidad.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: El procedimiento.
Oh Dios, Mimmi! Me encanta! Cada vez tengo más ganas de tenerlo en mis manos <3 Ojalá no esperes a soltarlo hasta el 31 de diciembre porque si no me voy a quedar sin uñas y eso que no me las muerdo jeje
Tengo muchas ganas de seguir conociendo a este Erik totalmente descolocado con sus sentimientos y ver qué tal lo lleva Inés! 🙂
¡Hola, Macarena! Bienvenida a mi rincón, y gracias por comentar. Ay, Erik…¡cómo le cuesta gestionar sus sentimientos y emociones! Te prometo que en el próximo libro, vamos a ver mucho más de él. Mil besos, linda,
Hola yo acabo de terminar el diagnóstico del placer y me quede super picada quiero saber cuál es la continuación o si ya salió o cuando sale
Hola me decís de donde lo leíste por favor????
Hola, Claudia!
Latidos de lujuria saldrá antes de que termine este año, seguramente en el verano español. Mil besos! :*
Hola Mimmi!!
Aquí tienes una fan reciente, quedé enganchada con tu novela, para cuando sale latidos de lujuria, estoy super picada…Me encantó leer una novela tan acertada en terminos médicos, soy med student, y a veces no se creen los disparates que lees.
Un abrazo,
Irlanda
Hola, linda! Me encanta que te haya enganchado. La historia de Inés y Erik es muy especial. Yo también soy médico, y siempre soy fiel a lo que ocurre dentro del hospital, tanto las partes brillantes como las miserias que envuelven nuestro trabajo. ¡Me alegra mucho que te haya encantado!
Latidos de lujuria sale en noviembre, y espero que te guste todavía más. ¡Mil gracias por tus palabras! Un beso enorme,
Mimmi.