Stygg baby!
Inés se acomodó con dificultad en la moderna cama articulada de la habitación de la Maternidad del San Lucas. Un sol tenue pero prometedor se filtraba entre las lamas metálicas de la persiana. Martina había nacido al filo de la primavera, como despedida del invierno, en una larga y algo dolorosa ceremonia.
Cerró los ojos y disfrutó de la sensación cálida del peso de su hija sobre el pecho. Era un bebé muy apacible.
—Es increíble. Creo que todavía no la he escuchado llorar —susurró Erik sin querer despertarla. Deslizó una caricia casi imperceptible sobre el rostro dormido de la recién nacida—. ¿Cuántas horas lleva ya durmiendo?
Alzó su mirada azul y sonrió con cierta sorpresa. Los dos se esperaban una noche llena de llantos e irritabilidad. En vez de eso, la habían observado dormir con aprensión y vigilando por si no respiraba.
—Si no despierta sola, habrá que ayudarla. Es muy pequeña para que pasen tantas horas entre toma y toma —respondió ella, un poco preocupada. Pero Martina dormía de manera tan tranquila que daba pena molestarla—. ¿Cuándo viene Magne?
Erik la besó en la frente y en los labios y echó un vistazo rápido al reloj.
—Deben estar a punto de llegar. Lo trae Loreto. Tus padres vendrán más tarde. —Sacó un momento el móvil personal y deslizó los mensajes con el ceño fruncido—. El avión de Maia y mamá llega a las cuatro. Iré a buscarlas con Magne.
—Se alegrarán mucho de verlo.
Un pequeño gemido interrumpió su conversación. Inés miró a su hija, que había abierto por fin sus extraños ojos plateados y parecía buscar algo; chupeteó un par de veces con una boquita de piñón que volvía a Erik loco de amor y se descubrió el pecho para amamantarla.
—Por fin te has despertado, min lille datter[1]. Déjame cogerla un poco, acaparadora —acusó con cariño a Inés, reacia a separarla de su piel—. Es preciosa. Tiene tus ojos.
—Pero se parece a ti. Tiene tu hoyuelo. Y tu pelo rubio —dijo ella con una sonrisa tierna al ver a su enorme vikingo con la niña en brazos. El cuerpecito frágil casi desaparecía entre las manos fuertes que la sostenían—. Aunque creo que ha heredado mi carácter.
Erik rio con un murmullo divertido y besó el pelo de Martina infinitas veces, hasta que la pequeña se agitó.
—Deja que le dé la toma. ¡Tiene que estar muerta de hambre! —reclamó Inés.
Erik la acomodó entre sus brazos mientras intentaba lidiar con ese dolor casi físico que sentía cuando se alejaba de las personas que amaba. Inés cerró los ojos unos segundos, aliviada de poder alimentar a su bebé y que sus pechos se vaciaran.
—Qué diferente está siendo todo esta vez —dijo tras unos minutos de observar a su hija mamar. Sin topetazos, ni gruñidos exigentes, ni enfados—. Me ha encantado probar la bañera. Pese a lo tecnológico de todo el mobiliario, ha sido un parto muy respetado. Y todo el personal de Obstetricia ha sido un amor.
—Eres la jefa, más les vale. Y está claro que no ha sido parir en mitad del bosque de Tromsø —gruñó Erik con la risa bailando en sus ojos—. Me alegra haberte acompañado todo el proceso. El anterior me lo perdí. ¡Qué manera de pasarlo mal! —dijo, soltando al fin la carcajada que pugnaba por escapar de sus labios desde hacía ya un rato. Martina soltó el pecho, pareció mirarlo unos segundos con reprobación y después continuó mamando. Erik utilizó un susurro para seguir—. Tengo un recuerdo maravilloso de los dos nacimientos, aunque tus gritos casi echan abajo el San Lucas.
Inés soltó una risita divertida. Había prescindido de la epidural y pudo aguantar con dignidad… salvo el expulsivo. Ahí había gritado como si la estuviesen desollando. Unos golpes tímidos interrumpieron su charla.
—¿Mamá?
Una vocecita seria e infantil se coló por la puerta entreabierta. Loreto la empujó y entró con Magnus de la mano, intentando no hacer demasiado ruido.
—¡Hola a los dos! —Inés dejó a la recién nacida a su lado y se acomodó para hacer sitio a los dos hombres de su vida en la cama.
Erik alzó a su hijo y lo sentó con cuidado junto al paquetito rojo y arrugado. Besó a su hijo y lo abrazó con fuerza. Los dos se inclinaron hacia Martina y sonrió al ver la curiosidad que la nueva integrante de la familia le generaba.
—Mira. Es tu hermana pequeña. Lillesøsteren din.
Magnus le dio un beso algo baboso y la observó con ojo crítico. Sus ojos azules, iguales a los de su padre, la contemplaban con una mezcla de fascinación y rechazo.
—Stygg baby —murmuró muy serio. Apretó su naricilla con los dedos regordetes—. ¡Es muy fea, mamá!
La pequeñaja protestó con un gritito agudo de indignación y Erik lo sentó en su regazo entre risas para apartarlo. Su enfado no duró mucho. Enseguida volvió a cerrar sus ojos y siguió durmiendo sin prestarles atención.
—No es muy bonita, es cierto —dijo Erik con una expresión de adoración en su rostro. Se inclinó sobre su hija y posó los labios en la frente suave y cálida. Inspiró el olor a bollo de leche caliente y su corazón se derritió en su pecho—. Pero es la niña más preciosa del mundo.
—Magne, ¡cuidado con tu hermana! —dijo Inés con suavidad para distraerlo cuando ya alargaba de nuevo las manos hacia ella—. Ven aquí. ¿Has visto que es rubia, como tú y como papá? Y es grandota, como cuando tú naciste.
—¿Yo era feo? —preguntó con su lengua de trapo, que mezclaba noruego y español.
—No, Magne. Eras el bebé más bonito del mundo. ¿Sabes que naciste debajo de un árbol enorme? En Tromsø, donde viven la mormor[2] Jana y la tante[3] Maia.
—Quiero la nieve. Snø? ¿Mañana? —dijo, cambiando de tema. Bajó de un salto y apartó la persiana para asomarse por la ventana. Desde el San Lucas se veía la cordillera cargada de nieve pese a que ya era 20 de septiembre.
Inés y Erik intercambiaron una mirada. Hacía semanas que no subían a Farellones, y Magnus echaba de menos la nieve. En la casa, llegaba algún retazo de las tormentas de las montañas, pero era raro que cuajase demasiado tiempo. A veces daba miedo la precisión con la que su hijo manifestaba sus deseos. Hablaba poco, pero comunicaba sus exigencias a la perfección. Inés reprimió una sonrisa. ¡A quién habría salido!
—Primero hay que esperar a que mamá descanse un poco en el hospital. Después nos iremos a casa, ¿de acuerdo? —dijo Erik. Magnus alzó las cejas en el gesto Thoresen más universal y compuso un puchero que mezclaba incredulidad y frustración—. Y otro día iremos a la nieve.
Pareció conformarse con la aclaración y volvió a contemplar con curiosidad a su hermana. Se revolvió el bolsillo del pantalón con dificultad.
—¿Qué pasa, Magnus?
No contestó. Forcejeó durante un segundo con la mano y sacó un cochecito de color rojo. Su preferido. Lo puso con cuidado sobre el pecho de Martina y sonrió.
—Para ti —dijo con solemnidad.
—Oh, Magnus. ¡Mi niño! —dijo Inés sin poder reprimir la emoción por su gesto—. Martina tiene mucha suerte de tener un hermano como tú.
—¡Abrazo familiar! —dijo Erik, embargado por la misma sensación de nadar en el caldero del arcoíris de las primeras semanas en Noruega tras el nacimiento de su hijo. Los cuatro se fundieron en un contacto apretado y cálido, que incluía a la recién llegada, hasta que Magnus emitió un gruñido impaciente y se zafó para bajarse de la cama y jugar con sus otros juguetes en el suelo.
Loreto ocupó su lugar junto a Inés sobre la cama. Martina abrió los ojos de nuevo al notar su rostro muy cerca.
—Es igual a Erik, pero tiene tus ojos. ¿Te encuentras bien? Yo estaba hecha polvo después de las cesáreas.
Inés sonrió y se estiró sobre los almohadones. Hizo un repaso rápido de su estado antes de contestar.
—Estoy perfecta. Un poco de dolor por los entuertos, pero no ha habido desgarro y no he necesitado epidural. —Se masajeó los pechos, notaba la subida de la leche, pero ninguna otra molestia—. Andrea me dará el alta pronto, espero que mañana.
—Me alegro. Así estaréis todos más tranquilos. Erik —añadió mientras sacaba de su bolso una carpeta—, necesito que revises esto. Es urgente.
Inés soltó un gemido de desesperación. Se acabó la nube rosa. Erik miró al techo unos segundos y apretó los labios en una línea fina, pero acabó por extender la mano para coger los documentos. Loreto en su más pura esencia.
—Es la última vez que reviso algo hasta que acabe mi permiso de paternidad —dijo con una advertencia más que clara en su tono de voz—. Voy a encerrarme en casa con mi familia y no pienso atender a nada que lleve en su contenido «San» y «Lucas».
Loreto iba a replicar algo, pero se quedó con la palabra en la boca al escuchar unos golpes en la puerta.
—¿Se puede? Soy Bettina —Erik sujetó a su hijo de los tirantes de su peto vaquero para que no se escapara cuando se abrió la puerta—. Solo paso a saludaros un momento.
Se inclinó para darle un beso a Magnus e intercambió con Inés una sonrisa maternal al ver a la recién nacida dormida a su lado.
—Gracias por venir. ¿Todo bien? —preguntó Erik, casi de manera involuntaria—. Confío en ti para que la Unidad no se vaya al cuerno en mi ausencia.
La enfermera se echó a reír y puso en sus manos una bolsa de color amarillo pastel.
—Es una mantita de algodón, os vendrá bien para el verano. Te he enviado al mail los asuntos que no pueden esperar. Guarida se encarga de todo, pero ya sabes cómo es —dijo con cara de circunstancias y sin pinta de querer profundizar demasiado—. Si hay algo que se salga de madre, os lo haré saber.
No les dio tiempo a darle las gracias. Unos golpecitos tenues esperaron a tener permiso y la puerta se abrió de nuevo. Marita Mardel, acompañada de Felipe, que pasaría de cubrir la media jornada de Inés a un contrato de dedicación completa durante su baja maternal, entraron en la habitación.
—¡Hola, Inés! Erik —saludó Marita—. Enhorabuena por esa niñita preciosa.
Dejó otra caja de bombones sobre la mesa mientras Felipe sonreía sin acercarse mucho a ellos. Debía de ser por la cara de Erik de no gustarle nada la cantidad de personas que empezaba a congregarse allí dentro. Menos mal que la habitación de la zona privada era amplia.
Inés no pudo evitar preguntar con cierta aprensión.
—¿Qué tal todo en la consulta? Felipe, ¿alguna duda con mis pacientes?
El cardiólogo hizo el amago de contestar, pero Marita lo contuvo agarrándolo del brazo.
—Está todo bajo control, Inés. Descansa. Disfruta de tu familia. En seis meses nos vemos —dijo con un dedo índice admonitorio señalándola—. No te preocupes por nada.
Inés se lo agradeció con una sonrisa, porque no le dio tiempo para más: la puerta volvió a abrirse. Hacía tan solo veinte minutos que se había iniciado el horario de las visitas.
Jana y Maia, tras un encuentro breve en el hospital, prefirieron esperarlos en casa y disfrutar en familia, en vistas de la procesión de amigos y colegas que desfiló por el San Lucas durante su ingreso para darles la enhorabuena. Y, de paso, trasmitirle a Erik alguna petición de su servicio. O hacerle saber algún problema. O entregarle algún documento pendiente. No olvidaban a Inés y a la recién nacida y la habitación se llenó de flores, plantitas, bombones y regalos, pero, desde luego, no dejaban de aprovechar la oportunidad.
—En estos momentos odio ser el director del hospital —dijo Erik entre dientes al ver cómo el trabajo se acumulaba en tan solo dos días de ausencia. Acomodó a Martina en la sillita del coche y la sujetó del asa—. Me alegro de tener la baja paternal y desaparecer unos días.
Inés se echó a reír mientras recogía sus últimos efectos personales. Andrea, al ver el desfile de personal por la habitación y que las dos se encontraban bien, había optado por darle el alta un poco antes de las cuarenta y ocho horas. Tanto Erik como ella habían respirado aliviados. Estaba claro que en casa podrían descansar mucho más y estarían más tranquilos.
El coche tenía el mismo efecto adormecedor sobre Martina que sobre Magnus; los niños cerraron los ojos después de un par de semáforos y ellos disfrutaron de un poco de paz en el trayecto hacia Lo Barnechea. Inés echó un vistazo a sus dos pequeños en el asiento de atrás y sonrió al verlos dormidos. Posó su mano sobre la de Erik, que descansaba sobre la palanca de cambios, y acarició las venas prominentes.
—Por fin podemos irnos a casa. ¿Jana y Maia están cómodas? Me gustaría pasar por el súper antes —dijo Inés, ya pensando en menús para aquellos días y las instrucciones que tenía que darle a Berta—. Y tenemos que volver al ático, hemos dejado un montón de cosas de Magnus allí.
—No te preocupes, está todo bajo control. Berta hizo la lista y encargué la compra por internet. Y he pasado por el ático a recoger todo —aseguró Erik con una sonrisa de suficiencia—. Me he acordado incluso de Caballito Bebé.
Inés se echó a reír ante el tono grandilocuente que empleó para nombrar al peluche preferido de su hijo.
—Por la cuenta que nos trae. Ya sabes que no puede vivir sin él.
Erik secundó sus risas. El Yellow de Coldplay sonaba por los altavoces del coche. El tráfico suave de la mañana los deslizaba hacia las afueras de Santiago sin prisas y sin estrés. La casa de Lo Barnechea, que habían bautizado con el nombre de Oslo en una placa de cerámica blanca con letras azules sobre el muro de ladrillo pintado de color crema, los recibió con sus arbolitos, aún pequeños, en los que empezaban a despuntar los brotes de primavera. Loki les dio la bienvenida con ladridos alegres y entusiastas cuando se abrió el portón automático.
—Por fin estamos en casa los cuatro. Parecía que este momento no iba a llegar nunca —murmuró Erik. El coche recorrió los pocos cientos de metros que separaban la entrada de la construcción principal—. Bienvenidas, chicas.
Inés se bajó y alzó el rostro hacia el cielo azul y límpido. El aire olía a la nieve de las montañas, a la hierba bajo sus pies, a las flores de los parterres que rodeaban la casa. Magnus corrió hasta ella y metió su pequeña manita en la concavidad de su palma. Erik se acercó con Martina en brazos y echaron a andar hacia la puerta principal.
Adoraba aquella casa. Habían pensado cada rincón, cada habitación, cada detalle. Así como la de Farellones era moderna y funcional, habían escogido para esta un estilo tradicional, de dos plantas, con una claraboya que coronaba una habitación habilitada ahora como despacho. El resto de dependencias se repartía en un plano en forma de cuadrado en torno a un patio central. Aún colgaban algunas bombillas sin lámpara, y quedaban restos de material de obra porque la piscina seguía en construcción, pero era su hogar. Más que cualquiera de las casas que los habían acogido.
Se abría ante ellos una nueva etapa. Y estaba ansiosa y feliz por empezar.
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[1] Mi pequeña hija (noruego bokmål).
[2] Abuelita
[3] Tía
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