Ya estamos en octubre. Parece mentira. El otoño avanza y, por las mañanas, cuando camino al tren a las 6:30 para ir al hospital, ya hace falta la cazadora y la bufanda. Y se agradece el calor en las manos del café que compro para llevar. Reconozco que el otoño me desdibuja un poco, incluso diría que me deprime. Pero este año… este año es diferente. Y es que Radiografía del deseo, mi primera criatura literaria, con la que me lancé a autopublicar en novela romántica, ya está disponible en una reedición de lujo con la editorial Planeta.
Etiqueta: novela erótica
Viajar es vivir es el primer capítulo de La mujer fetiche. Hay muchas maneras de conocer nuevos lugares, sensaciones y placeres, y Martín es el guía perfecto para llevarte de la mano en este periplo sensual. Espero que disfrutes con la continuación del camino de descubrimiento de Carolina, que esta vez nos llevará muy lejos, en lo metafórico y en lo literal. Te doy la bienvenida a esta historia de desnudos de cuerpo y de alma, en las que se exponen la piel, los anhelos y los errores.
Si no has leído El hombre fetichista, te recomiendo que leas primero cómo empezó todo.
Espero que lo disfrutéis tanto como lo he hecho yo al escribirlo.
Feliz viaje, feliz deseo, feliz placer…
Viajar es vivir
Carolina se estremeció de placer, sentada en la cómoda butaca de la sala de juntas. Ainara, la socia fundadora de la empresa que más admiraba su trabajo, con la que estaba forjando una férrea amistad, le había soplado que en aquella reunión anunciarían su contratación indefinida. Sonrió y le guiñó un ojo desde el otro lado de la mesa.
Había creído que tendría que defender su trabajo durante todo el año siguiente, y estaba a punto de formar parte de CreaTech.
Todos estaban allí. La directiva de la empresa y los socios mayoritarios, quince personas en total. Óscar presidia la cabecera francesa de la enorme mesa ovalada.
—Muy bien, un poco de orden —dijo tras unos minutos de conversaciones livianas que se entrelazaban—. Habéis pedido esta reunión para votar la incorporación de Carolina Bauer al equipo permanente de CreaTech.
—¡Se lo merece! —dijo Ainara con entusiasmo—. Gracias a ella, el proyecto de la viña ha sido un bombazo. ¡Y el del hotel!
No pudo evitar ruborizarse al escuchar a sus compañeros ensalzar sus aparentes virtudes, pero Óscar volvió a reclamar su atención. Cuando se hizo silencio de nuevo, se dirigió a ella con una mirada algo fría.
—Carolina, el procedimiento es sencillo. Todos los que estamos aquí tenemos derecho a voto, pero no todos los votos valen lo mismo. —Señaló a los compañeros que trabajaban con ella mano a mano—. La directiva de CreaTech nos da sus sensaciones en el trabajo con los candidatos y expone las razones por las que debería quedarse. Los socios… —Volvió los ojos a las cinco personas que se sentaban a su lado, dos hombres y dos mujeres a los que no veía casi nunca, y Ainara—, tenemos la última palabra, ya que somos los que arriesgamos el prestigio de la empresa y el capital. ¿Alguna pregunta?
Negó con la cabeza, algo extrañada de todo el protocolo y de la frialdad que mostraba Óscar al hablar.
—Perfecto. Votemos.
La sonrisa de Carolina se fue ensanchando a medida que se acumulaban los votos a favor. Cuando tocó el turno de los socios, cerraron filas en torno a la decisión de quererla en su equipo definitivo. Solo quedaba Óscar.
—Yo voto que no —dijo con firmeza.
La sonrisa de Carolina se rompió en su rostro.
Un silencio cortante se apoderó de la sala y Óscar se levantó de la silla para defender su postura.
—La empresa está en pleno proceso de expansión, es importante ajustar el presupuesto.
—No podemos permitirnos el lujo de perder a una persona con su formación y talento —comentó uno de los socios mientras pasaba las hojas del currículo de Carolina, que todos tenían delante sobre la mesa.
—Hay buenos diseñadores independientes trabajando para nosotros —Óscar cambió su estrategia al no poder rebatir aquel argumento de manera contundente.
—¡Pero ninguno pertenece a CreaTech! —dijo Ainara, interrumpiendo su disertación.
—Carolina cuenta con un contrato anual más que suculento. Veamos cómo van los números de la empresa pasado ese periodo y volveremos a someterlo a votación el año que viene. —Se apoyó en el respaldo de la butaca y lanzó una mirada circular con aquellos ojos celestes y fríos—. Mi voto cuenta doble, que para algo soy el jefe.
Un murmullo apagado se levantó entre todos los asistentes, que hablaban en parejas mientras Carolina, excluida, se sentía como un maldito insecto al que había que diseccionar. No podía decir nada. Ella no tenía voto y sabía perfectamente que tampoco tenía voz. No tenía por qué vender ahora sus capacidades, las había demostrado de sobra en aquellos mees que llevaba trabajando para CreaTech. Se cruzó de brazos y, con una sonrisa desafiante casi imperceptible, esperó el veredicto. Ainara se levantó también y enfrentó a Óscar frente a toda la mesa.
—Sí, tu voto vale doble porque eres el jefe. Pero es que nosotros somos cinco, y no te salen los cálculos: cinco le ganan a dos. Carolina… —Se volvió hacia a ella con una sonrisa reafirmadora—, bienvenida a CreaTech. Eres nuestra nueva Diseñadora Creativa.
Una salva de aplausos, silbidos y enhorabuenas llenaron la sala y desplazaron el silencio incómodo. Óscar permaneció en segundo plano con cara de póquer mientras Ainara tomaba las riendas de las felicitaciones con Carolina abrazada por los hombros. Seguía algo mustia por el hecho de que el jefe no la validase frente a los suyos, pero daba igual. Estaba dentro. Se cumplía el sueño que había perseguido desde que se licenció en la universidad.
—Venga, ¡a trabajar todos! —dijo Óscar con cierta irritación.
Carolina sabía que le tocaba acercarse a él y darle las gracias, pero se puso a sí misma como excusa el trabajo para no pararse a hablar con él. Abrazó a Ainara con fuerza, se despidió de todos, y volvió a su despacho a coger el abrigo y su bolso. Salió del edificio con una sensación de triunfo amargo.
Le apetecía el plan de ver por fin a Martín, aunque llevaba unos días con cierta sensación de malestar soterrado.
Se ciñó el abrigo en torno al cuello, hacía mucho frío. Caían las hojas de los árboles del Paseo del Prado a mayor velocidad de la que los jardineros del Ayuntamiento las recogían y Carolina arrastró los pies entre ellas con una sonrisa, evocando recuerdos de su infancia. Tenía muchos motivos para sonreír. La inauguración del Hotel Boutique había sido un enorme éxito, su contrato de un año cambiaba por uno indefinido y se sentía como pez en el agua en Madrid.
Se preguntó qué era lo que le faltaba.
Su relación con Martín parecía ir viento en popa: se veían uno de cada dos viernes, aquellos en los que su hija no estaba con él, y alguna vez también entre semana. Habían follado como locos desde aquel polvo desquiciado en los bajos de Argüelles y no podía estar más satisfecha en ese sentido. Pero algo faltaba. Y ni siquiera podía planteárselo a él, porque no sabría por dónde empezar.
—Vienes congelada —dijo Martín al posar los labios carnosos en su mejilla tras abrirle la puerta—. Ven aquí.
Se abrazaron con el hambre de no haberse tocado en dos semanas. El almuerzo vainilla compartido aquel miércoles no contaba, tan solo intercambiaron un beso rápido, después de comer igual de rápido, en un local de comida rápida, porque los dos tenían prisa y tenían que volver a trabajar. Ahora se besaron con pasión, con deleite, dejándose caer en los labios del otro.
—¿Todo bien en el trabajo? —preguntó Carolina una vez recuperado el aliento.
—Todo bien.
Martín no elaboró. Ella no siguió preguntando. La fragancia amaderada de un incienso se percibía en el aire y la distrajo de su ánimo melancólico. Las manos masculinas sobre sus hombros para ayudarla a despojarse del abrigo lo hicieron también. Estaban calientes y dejó caer el rostro sobre el dorso de una de ellas. Suspiró.
—¿Cansada?
—Es el otoño. Me apaga —confesó Carolina. Era cierto. El frío y el gris la deprimían, y aunque en Madrid no era tan duro como en Asturias, echaba de menos las montañas y el mar.
—Te daré un masaje, tienes la espalda agarrotada de lo tensa que estás. Vamos.
Se dejó llevar hasta la ya conocida habitación, hoy en penumbra. El aroma a sándalo era aún más fuerte allí y reparó en dos velas, chatas y gruesas, que humeaban con una delicada voluta blanca en sendos vasos de cristal. Una música oriental y desconocida sonaba de fondo.
—¿Qué suena? Es bonito. Exótico —dijo mientras Martín desabrochaba con calma los botones de su vestido negro. Su cuerpo comenzaba a construir la excitación con el conocido hormigueo que se iniciaba en sus pezones.
—Es una joya de la música árabe. Abdel Karim Ensemble.
Carolina se dio la vuelta, sorprendida por el cambio súbito en el acento. Las palabras generaron en ella ilusión de que las había pronunciado otra persona.
—¿Sabes hablar árabe?
—Viajo continuamente a Dubái y Emiratos por trabajo. Algo acabas aprendiendo. Pero basta ya de hablar.
El vestido cayó al suelo y Carolina lanzó un desafío a su mirada. Un bodi de encaje, repujado como la canción que sonaba por el equipo de alta fidelidad, envolvía su figura. Sin sujetador. Y sin bragas. Sonrió al ver que la carnada obraba su efecto. Martín se alejó unos pasos hacia atrás y escondió la sonrisa tras los dedos con la lascivia brillando en sus ojos. Ella llevó las manos hasta su cuello y alimentó la corriente de calor acariciándose los pechos, la cintura y terminando en el sexo cubierto de tela.
—¿Puedo quedármelo?
Martín deslizó los tirantes por los hombros y retiró la prenda con delicadeza, arrodillado frente a ella. Cuando descubrió su monte de Venus, depositó un beso húmedo sobre él, seguido de una pequeña succión. Carolina jadeó y se apoyó en sus hombros, anhelando que su boca se adentrara en el hueco entre sus piernas, pero él se incorporó.
—No me has contestado. Túmbate en la cama boca abajo.
Gateó sobre la cama y arqueó la espalda al volverse, separando las rodillas con descaro para exponer su sexo.
—Menos mal que nos vemos poco. Cada vez que estamos juntos, mis piezas de lencería disminuyen de manera preocupante. —Era cierto. Martín le había regalado varios conjuntos, pero también mostraba una fijación insistente en quedarse con sus bragas usadas, y Carolina volvía a casa empapada y sin ropa interior—. No me estoy quejando —se apresuró a añadir al notar su silencio tenso—, puedes quedártelo. Me lo he puesto para ti.
—Tiéndete en la cama, Carolina.
Obedeció, algo molesta al ver que él no se hacía cargo del tema que dejaba entre líneas. La tensión en el interior de su cuerpo se hacía insoportable, pero el tacto cálido de la tela sobre la que yacía la intrigó, y la acarició con los dedos. Era densa y tupida, lana de una suavidad que jamás había tocado, de un color rojizo que hablaba de especias y viajes lejanos. Su enojo volvió a disiparse al saber que Martín la llevaría muy lejos aquella noche.
No tardó en sentir sus manos sobre la espalda. Se había desnudado y estiró los dedos hacia el interior de sus muslos, pero él la apartó con gentileza.
—Quieta. Es mejor que estés en una postura neutral y relajada. —Se inclinó hasta placarla con el peso de su torso contra la cama y susurró junto a su oreja—. No me obligues a atarte.
Carolina jadeó. Empleó cada célula de su cuerpo y cada gota de su voluntad en cumplir la orden. El hecho de que fuese la fuerza de su voz la que la inmovilizaba, y no las cuerdas, elevó su excitación. Se estremeció sobre la cama, su respiración comenzaba a acelerarse ante el presagio de que el viaje sería sublime.
—No te asustes, sé que está caliente, pero no te quemarás.
No alcanzó a procesar las palabras cuando emitió un siseo de dolor. Martín había rociado su espalda con la cera derretida de la vela de sándalo, pero la sensación se diluyó en placer al mismo tiempo que el aceite se extendía por su piel. Las manos fuertes de Martín presionaron hacia arriba desde la cintura, volviendo a evocar dolor en los músculos agarrotados. Pero la piel estaba más sensible debido al calor y al efecto del aceite, y el placer se multiplicó, desplazando de nuevo la molestia. Jadeó cuando los pulgares se hundieron en su nuca y gimió de desilusión cuando las manos la abandonaron, pero Martín repitió el movimiento con precisión.
En oleadas, el dolor y el placer lamieron su espalda hasta hacerla entrar en trance. El aroma del incienso embotaba sus sentidos, solapándolos unos con otros en oscuras sinestesias. La música sensual contribuía a su estado de hipnosis. Su alerta se desperezó al notar que sus manos ascendían más allá de los hombros y recorrían sus brazos y antebrazos. Cuando llegó a las manos, el cuerpo caliente de Martín la cubrió casi por completo y volvió gemir cuando se apartó.
—Relájate, Carolina. Absorbe el placer. No tengas prisa. —Escuchó su voz grave muy lejos, mezclada con las notas sensuales del laúd árabe—. Queda mucho por viajar.
Asintió, y permaneció quieta mientas él se sentaba sobre sus muslos. Quiso sonreír, porque estaba desnudo, pero ahora el masaje incluía sus nalgas y Carolina reprimió un grito. Los pulgares se encontraban justo sobre su ano, sus palmas se abrían cubriendo la envergadura de su trasero, ascendían con una presión firme por su espalda y los brazos, para terminar entrelazando los dedos con los suyos en una caricia final. La abandonaba. Comenzaba de nuevo. Infatigable, amasaba su cuerpo y ella ya no era cuerpo, era arcilla. Solo interrumpía la cadencia de su ritual cuando la rociaba de nuevo con aceite caliente.
Con cada secuencia, sus pulgares se aventuraban un poco más en el interior de su ano. Y las manos, al ascender, apartaban sus glúteos abriendo los orificios más ocultos de su ser. Cuando la penetró, estaba preparada para recibirlo sin cuestionamientos. No utilizó embestidas. Onduló su cuerpo sobre ella con lentitud enloquecedora sin alejar demasiado la pelvis de su trasero, mientras su pene, enterrado hasta al fondo en ella, entraba y salía con el movimiento sutil añadiendo lava y fuego a su interior. El aliento exhalado sobre su cuello marcaba el gemido que Carolina emitía, y cuando la mordió con un gruñido al llegar al orgasmo, capituló. El único movimiento que percibió fueron las contracciones rítmicas de su sexo. Martín, derrumbado sobre ella, la envolvió con su cuerpo unos minutos, que le permitieron volver del Nirvana a la realidad en un tránsito suave.
—No… —murmuró cuando Martín abandonó su interior. Él emitió una risa suave al incorporarse y se deshizo del condón.
—Queda todavía la mitad de la sesión, ¿o quieres detenerla aquí?
Martín estudió el cuerpo lánguido de Carolina. Su piel marfil brillaba con reflejos dorados por el aceite y la luz de las velas, y apoyó la mano en una de sus caderas para ayudarla a girarse sobre la cama.
—Quiero tocarte —dijo ella, casi sin separar los labios.
—Aún queda mucho para eso. Esta es la mejor parte, Carolina. Eleva los brazos.
Frunció la boca en un mohín infantil de disgusto, pero obedeció. Martín sonrió ante el pequeño triunfo y cogió otra de las velas. Esta vez, dibujó con el chorro caliente una línea desde el encuentro de sus clavículas hasta su sexo. El gemido ahogado de Carolina disparó su excitación. Era difícil contenerse al ver cómo se retorcía sobre la cama, pero apeló de nuevo a su autocontrol. En una réplica perfecta del masaje sobre su espalda, comenzó a masajearla desde las caderas hasta justo debajo de sus pechos. Con los pulgares presionando el ombligo y las palmas abiertas sobre su bajo abdomen, sus manos abarcaron la cintura estrecha trazando la bisectriz de su cuerpo, sobre el resalte del arco de sus costillas, hasta llegar a las redondeces. Retiró las manos y comenzó de nuevo.
—Esta tortura debería estar prohibida —dijo Carolina con la voz ronca—. Me muero porque me toques las tetas o el coño y tú no haces más que evitarlos.
Martín alzó una de las comisuras de sus labios, pero no se dejó llevar. Sabía que lo estaba provocando. Buscaba precipitar los acontecimientos. Pero el ritual tenía sus pasos y él era un hombre metódico. Continuó el masaje que evitaba sus zonas más erógenas hasta que ella se perdió de nuevo en el placer y en el sopor.
Cabalgó sobre sus muslos y se sorprendió al ver que su erección pulsaba, despertando de su letargo. Con ella nunca se sentía hastiado, y el deseo lo espoleaba con una urgencia que hacía mucho tiempo que no lograba experimentar. Con delicadeza, apoyó los pulgares justo sobre su clítoris y ella pegó un respingo. Sus palmas cubrían ahora el inicio de sus muslos y ascendió. Esta vez no se detuvo y las palmas aplastaron sus pechos, deslizándose con suavidad por encima de los pezones. Ella gimió.
—Más, Martín. Por favor —rogó.
Repitió el movimiento. Una. Otra. Y otra vez. Carolina elevaba sus caderas cada vez que los pulgares presionaban las alas de su pubis y arqueaba la espalda para aumentar el contacto cuando las manos cubrían sus pechos. Estaba cada vez más cerca de un nuevo clímax. Martín estudió el núcleo violáceo, hinchado y vibrante, y sucumbió a la tentación. Fijó las caderas de Carolina con las manos contra la cama y posó sus labios en torno al clítoris. Y succionó. Los gritos de Carolina al dejarse caer fueron el mejor de los premios, pero esto solo había sido un pequeño adelanto. Una merecida improvisación. Juntó las plantas de sus pies sin detenerse, por una vez, en adorarlos, y abrió sus rodillas hasta trazar la figura de la diosa tumbada, Supta Baddha Konasana. Los pliegues de su sexo, empapados de su esencia y el aceite se abrieron y Martín gruñó.
—Fóllame, Martín —suplicaba Carolina, arqueando la espalda. Él, de nuevo, se contuvo ante la orden. Su polla vibraba ante la invitación de su interior, pero solo posó las manos, dibujando un rombo con los pulgares e índices, marcando el espacio de su rendición.
El masaje se circunscribió al sexo de Carolina, que ronroneaba como un gato mimoso. Las yemas de los dedos recorrían los labios mayores, los menores y el arco del hueso púbico en el exterior. Cuando introdujo los dedos y describió círculos lentos en la primera porción de su entrada, Carolina volvió a correrse y Martín ya no aguantó. Cubrió su miembro enrabietado con otro condón y se enterró en su coño, esta vez con fiereza, y ella se abrazó a su cuerpo con brazos y piernas con desesperación. El aceite y el sudor lubricaban sus roces violentos, las bocas batallaban con una marea de saliva, dientes y lenguas. Con sus cuerpos en un nudo ciego, no tardaron en volver a caer.
La música había cesado, las velas estaban apagadas, y la noche hacía horas que había caído sobre Madrid. Pero Carolina estaba en Arabia, o quizá en Persia, a miles de kilómetros y decenas de siglos de allí.
La mujer fetiche, portada y sinopsis. El viaje continúa.
Mimmi Kass©
En este post, quiero reunir las reseñas de mi novela erótica, Radiografía del deseo y aprovecho de agradecer a todas las lectoras que me han apoyado, han reído y llorado, y me han brindado una palabra de aliento todas las veces que he querido mandarlo todo a tomar fanta. Que las ha habido. Unas cuantas. Muchas. Repetidas.
La primera que vio la luz fue la de Vanessa Pazos, en Sexeducando. Fisioterapeuta, doctorada en educación sexual y sexóloga en ciernes.
Rebeka October, también escritora, y que mantiene activas varias páginas webs, hizo una preciosa reseña en Mi sangre derramada.
Yasnaia Altube tiene un completísimo blog de reseñas, muy enfocado en la narrativa romántica y erótica, y realiza un trabajo impecable en Con Aroma a libros. Fui su autora elegida en Romántica a tres bandas en el mes de julio.
Zoraida Granados Pazos hizo un extenso análisis desde su perspectiva de psicóloga y sexóloga de la novela, en Psicología ConPasión.
Noemí, Mysticnox en Twitter, también habló de Erik Thoresen como protagonista masculino, e hizo una reseña con la doble perspectiva, de enfermera y lectora, en Romanticamente.
En el blog Gocce de essenza, también recomiendan Radiografía del deseo.
Maite Mosconi, mi querida compañera de correcciones infernales y amiga hizo también una reseña como estreno de su blog.
Y también al blog Cruce de caminos, que dejó constancia del paso de Radiografía del deseo por el III Concurso Amazon para autores independientes.
A todas ellas, y a todas las personas que me leéis, gracias. Este camino no sería posible sin vosotros al otro lado del papel y la tinta. ¡Incluso cuando sea electrónica!
Ya no hay vuelta atrás…
Mil besos,
Mimmi Kass
Capítulo 1
Siento las cenizas y el humo arder en mi garganta. Puedo oler el miedo de los hombres que corren junto a mí. El incendio nos rodea ya por dos flancos, cuando las luces de emergencia del camión aparecen entre la humareda como una tabla de salvación. ¿Cómo vamos a salir de este infierno?
—El camino forestal es inviable —comenta un compañero, boqueando tras la carrera. Señala la estrecha franja de tierra sobre la que se cierne un túnel ardiente—. Si no nos damos prisa, el fuego llegará hasta el camión. Miguel, tú conoces la zona, ¿por dónde podemos tirar?
Las caras de los hombres se vuelven hacia mí, esperanzadas. No sé qué decirles. No creo que haya ninguna solución a este callejón sin salida. Mi única idea es una maldita locura. Busco frenéticamente una respuesta, ahogado por la ansiedad, mientras mis compañeros esperan, impacientes, chorreando sudor negro y asustados.
Muy asustados.
Vamos a morir.
—¡No!
Miguel se despertó con el sonido de su propia voz, empapado en sudor, y respirando entre jadeos. Se incorporó sobre su cama aún desorientado y tardó unos segundos en volver a la realidad. Ya debería estar acostumbrado. De nuevo, las pesadillas se cebaban en él.
Hacía un calor de mil demonios. Ourense en verano se transformaba en un maldito horno. Eran solo las seis y media de la mañana, y se tendió de nuevo sobre las almohadas. Una luz tenue entraba por las ventanas abiertas de par en par, y una brisa movía perezosamente los visillos, pero no alcanzaba a refrescar.
Intentó volver a dormir, aquel día libraba y necesitaba descansar. Desde que empezó la temporada de incendios, no pegaba ojo. Como cada maldito año. Cada año desde aquel infierno.
Los minutos pasaban. Miguel miraba sin ver una pequeña grieta en el techo. Le hubiera venido bien tener a su lado a una mujer. Su pene latió ante el pensamiento de un cuerpo femenino. Cualquiera. Dibujó en sus fantasías la curva de una cadera llena, unos pechos generosos, unos labios entreabiertos. Funcionó. Llevó una mano hasta la incipiente erección y la rodeó, desganado. Hacía un calor de mil demonios, pero sabía que era la única manera de volver a conciliar el sueño. Cerró los dedos con fuerza en torno a su pene y movió la muñeca. Lento, al principio. Poco a poco, a medida que la excitación crecía, fue aumentando la velocidad del movimiento. Las imágenes inconexas en su mente cuajaron en la silueta de la última mujer con la que había estado. Una punzada de culpabilidad empañó por un segundo el ritual, pero se diluyó con rapidez entre respiraciones entrecortadas. Ni siquiera le había pedido el número de teléfono. ¿Para qué? No pensaba llamarla. Su corazón latía fuerte y constante. Los músculos, en tensión. Con el pulgar, rodeaba el glande para añadir un punto extra de placer. Con el puño, batía con furia su sexo. No duró mucho. Con un gruñido, llegó al orgasmo y se corrió en su mano. Era la mejor manera de evitar un desastre.
No se molestó en levantarse. Se limpió con la sábana y se tendió, desnudo, sobre la cama. Un sopor agradable invadió su cuerpo. El sudor se enfriaba sobre su piel con una bienvenida sensación de frescor, y por fin pudo quedarse dormido.
El timbre insistente del móvil lo despertó más allá de la una de la tarde.
—Miguel, coño. ¿Estabas durmiendo?
La voz acusadora de su jefe lo trajo de vuelta a la realidad. Si lo llamaba en su día libre, era porque necesitaban refuerzos, y se despejó de golpe.
—¿Qué pasa, Paco?
—Necesito que te acerques hasta Verín. Hay un fuego que empieza a descontrolarse, y quiero que tú y Juan nos ayudéis.
—¿En el pueblo?
—No, es en el monte. Nos vemos en el parque del polígono en una hora.
Miguel ya se había levantado de la cama cuando contestó.
—Ahí estaré.
La densa humareda impedía la visibilidad más allá de unos pocos metros. Una ambulancia medicalizada del 061 avanzó con prudencia por la carretera secundaria hasta que la luz azul de la baliza de un coche de la Guardia Civil les indicó que iban en la dirección correcta.
El conductor bajó el cristal cuando el agente, que cubría su rostro con una camiseta blanca de algodón, se acercó hasta ellos y retiró de su boca la improvisada mascarilla.
—La otra unidad acaba de pasar. Será mejor que os deis prisa, ahí delante hay un puto infierno —gruñó—. Tened cuidado y, si las llamas han llegado a la carretera, dad la vuelta.
Irene y el conductor de la ambulancia asintieron, la cosa no estaba para bromas. El guardia civil calculaba que les quedaban unos cuatro kilómetros para llegar al lugar del siniestro: una pareja de turistas, en un coche familiar, se había despeñado monte abajo desde la carretera cuando huían al ser sorprendidos por el incendio. No sabían nada más, los bomberos trabajaban para sacar a los pasajeros y se necesitaban dos ambulancias. Ellos eran los segundos en llegar.
Las llamas estaban muy cerca. Miguel podía escuchar el rugido ensordecedor que hacía vibrar la tierra bajo sus pies. El jefe de su unidad se hacía oír a gritos por encima del estruendo. El calor era insoportable y la visibilidad nula, pero había que sacar a los del coche, que yacía atravesado en la carretera hecho un amasijo de hierros.
—¡Vamos, Miguel! —le arengó Juan, su compañero, que ya se había puesto el equipo de seguridad.
Terminó de colocarse la mascarilla, ignorando los cincuenta kilos de peso del material, y prestó atención a las órdenes de Paco, jefe de la brigada.
—No hagáis ninguna gilipollez. Sacad a la pareja, rápido, y traedla hasta la zona segura. Si escucháis la sirena, volved sin mirar atrás.
Ambos bomberos asintieron: tenían experiencia y sabían a lo que se enfrentaban.
Bajaron por la carretera sintiendo cómo el calor ardiente los envolvía como si hubieran abierto las puertas del mismísimo infierno. El asfalto empezaba a licuarse, con el fuego rozando ya la cuneta, e ignoraron la sensación de que las suelas de las botas se derretían bajo sus pies. Rodearon el vehículo con cuidado e intercambiaron una mirada. No había nada que hacer por el hombre. Su cabeza había estallado contra la luna delantera y el techo aplastado le había roto el cuello en un ángulo antinatural.
—El conductor está muerto —anunció Miguel por la radio.
—Vamos con una camilla —respondió, lacónico, su jefe.
Con sangre fría, dejaron el cuerpo a un lado de la carretera. Necesitaban sacarlo para poder acceder hasta la mujer. El lado derecho del coche estaba hundido en la tierra como si le hubieran cavado una tumba a medida. Miguel se arrastró con dificultad por el suelo, maldiciendo el peso del equipo, y cortó el cinturón de seguridad. La mujer todavía respiraba, aunque tenía el rostro lleno de sangre. Le puso el collarín. Ni pensar en colocarle la tabla espinal, era imposible. La agarró por el hombro e intentó arrastrarla fuera. Ella emitió un gemido débil de dolor.
—¡Vamos, Miguel, hostia! —se impacientó Juan—. ¡Esto se está poniendo feo!
Tiró de nuevo de la mujer, que se desplomó hacia él. Mejor. Si estaba inconsciente, sería mucho más fácil movilizarla. «Vamos. Un poco más». Las piernas estaban atrapadas, e intentó echar el asiento hacia atrás manipulando la palanca con dificultad. Se movió un par de centímetros. Lo justo para liberarlas un poco.
Dejó escapar un gruñido primario con el esfuerzo y atravesó por fin el cuerpo de la mujer sobre el asiento del piloto. Como si fuera una muñeca de trapo, la sacó al exterior. Entonces lo vio. La mujer llevaba un chupete colgando de un prendedor y una pequeña cadenita de plástico. El humo era negro y mil virutas ardientes empezaban a volar hasta ellos, conformando un paisaje irreal.
Ya habían retirado el primer cadáver y la ambulancia del 061 esperaba a la mujer con el motor en marcha. Rápidamente se hicieron cargo, y Miguel comenzó a desabrocharse el arnés que llevaba el equipo de recirculación de aire.
—Miguel, ¿qué carallo haces? —preguntó Juan, consternado.
—Hay un niño. En el asiento de atrás hay un niño.
La voz de su jefe por la radio los llamaba de vuelta al camión. Tenían que marcharse de inmediato, y Juan miró a su compañero con aprensión.
—Miguel, tenemos que irnos. Ya.
El bombero se había despojado de todo el equipamiento y sostenía la mascarilla sobre su rostro, enfrentando a su mejor amigo.
—Vete si quieres, Juan. Yo voy a sacar al niño.
—¿Qué hostias pasa? —se escuchó por la radio la voz exasperada de Paco. Juan asintió en dirección a su compañero.
—Paco, hay un niño en el asiento de atrás. Miguel va a intentar sacarlo.
El bombero no se quedó a escuchar la diatriba airada de su jefe, tildándolos de irresponsables y llamándolos de vuelta al camión. El aire sin la máscara era irrespirable y cerró los ojos, que lagrimeaban sin control por efecto del humo ardiente. Volvió a arrastrarse entre los hierros, alargó un brazo por el estrecho hueco que quedaba entre los asientos y alcanzó la piernecita inerte de un niño. Un bebé, más bien. A ciegas, tanteó con la mano y abrió el cinturón de cinco puntos de la silla de seguridad. El niño no se movió. Volvió a tirar. Sentía el calor despellejar su espalda y el rugido de las llamas muy cerca, pero apretó los dientes y, con un último esfuerzo, tuvo entre sus manos el cuerpo de una niñita de unos dos años. No se preocupó de si respiraba o no. Se la pasó a los brazos extendidos de Juan y se apoyó en su hombro, tosiendo compulsivamente y con los ojos enrojecidos, lagrimeando sin control.
—¡Vámonos!
Miguel trastabilló, preso de la tos que se había apoderado en espasmos de su tórax, como si el diablo que habitaba en ese infierno reclamara que le devolviera a sus víctimas.
Miró aliviado la silueta roja y brillante del camión entre la humareda y las luces de emergencia de varios vehículos. Manolo, el compañero de su jefe, le echó un cubo de agua sobre la cabeza, y Miguel lanzó al universo una plegaria de agradecimiento. Pero, de pronto, esa abrazadera que asfixiaba su pecho se ensañó con su garganta y se cerró, quitándole el soplo de aire que aún lo mantenía con vida. Abrió los ojos ciegos en una mueca de pánico visceral y sintió que el suelo se abría bajo sus pies mientras luchaba en vano por respirar. El diablo del fuego por fin lo había devorado.
Una mujer manipulaba el respirador de transporte colocado en el techo de la ambulancia, intentando mantener el equilibrio en el estrecho espacio entre la camilla y el asiento. A su lado, un enfermero preparaba medicación en una mascarilla. Ambos parecían preocupados y Miguel se preguntó cómo de grave estaba en realidad. Intentó reacomodarse bajo las cinchas que lo sujetaban, impidiéndole incorporarse.
La sirena ululaba ensordecedora y escuchó a la que supuso era la médico del 061 soltar un juramento. ¿Quién iba a escucharlos en aquel lugar? Inhaló con cuidado, limitado por el dolor. Al menos el aire se había aclarado un poco y ya no sentía que respiraba carbón.
— … agua.
Su voz sonó débil y agarrotada, desgarradora como el graznido de un cuervo, y la mujer pareció volver a la realidad al ver que había despertado. A Miguel no se le escapó el suspiro de alivio que soltó ni la mirada asustada de sus ojos verdes.
—¡Agua! —repitió impaciente. Sentía arder en su garganta todos los incendios que había apagado desde que era bombero. En ese momento, se dio cuenta de que su jefe lo acompañaba también.
—Nada de agua —respondió secamente la chica—. Y estate callado, que tienes toda la garganta en carne viva.
—Casi te mueres, cabrón. ¡Menudo susto nos has dado! —dijo Paco, agarrando con fuerza la mano que portaba la vía venosa por la que entraba el suero a chorro—. ¿Por qué nunca haces lo que se te dice, Miguel?
—Necesito agua, por favor. Me estoy abrasando —murmuró de nuevo, en un ruego ronco. Ella negó con la cabeza, pero deslizó por los labios agrietados y secos un algodón empapado en el preciadísimo líquido.
—Más —demandó Miguel.
La chica no le hizo ningún caso. En vez de eso, le puso en la cara una mascarilla que soltaba una desagradable nube de vapor frío que lo hizo toser con intensidad. Miguel soltó un jadeo de dolor inesperado. Mil brasas parecían atacar sus pulmones como si hubieran prendido en combustión espontánea. Le echó una mirada, evaluando a la médico. Era muy jovencita.
—¿Seguro… que sabes… lo que haces? —preguntó entre toses, sin esconder la duda en el tono de su voz. Ella se echó a reír con cierto deje amargo.
—Pues más te vale, porque tenemos más de una hora de camino hasta la UCI de Ourense.
—Joder —gruñó Miguel. Más valía tenerla de aliada y no de enemiga—. Esto duele. ¡Duele, joder! —apretó los dientes, intentando aspirar el líquido nebulizado que intuía que le vendría bien, pero que le estaba sentando fatal.
La mujer intercambió unas palabras con el enfermero; poco después, un alivio lento y un letargo empezaron a invadir su cuerpo, haciéndole sentir que perdía el control de los músculos. Asustado por el efecto del sedante, comenzó a hiperventilar.
—Respira lento. Tranquilo. ¡Tranquilo! —exclamó ella, consternada ante la respiración acelerada y la expresión de pánico del bombero.
Lo último que vio antes de volver a perder la consciencia fueron unos ojos verdes y preocupados.
Mimmi Kass
Si aún has leído el prólogo, que presenta también a un protagonista muy importante, lo tienes en este enlace.
Ardiendo ya está en preventa en todas las plataformas digitales de Harper Collins Ibérica, y en Amazon a tan solo 2,84€.
La mezcla perfecta entre erotismo y suspense, la vida de héroes anónimos hecha novela, ambientada en el peligroso y fascinante mundo del fuego. Tienes la sinopsis en este enlace.
También puedes sumergirte en una lectura erótica muy diferente: las novelas de la serie En cuerpo y alma. Más de cinco mil lectores han disfrutado ya de Radiografía del deseo y Diagnóstico del placer.
Te invito a leer las críticas de Radiografía del deseo, el extracto disponible en Amazon, y algunos capítulos en este blog. ¡La tenéis en promoción a solo 0.99€!
Diagnóstico del placer, la segunda entrega, ha superado las expectativas de los lectores. La erótica se profundiza, las emociones y los sentimientos de los protagonistas se complican. ¿Te atreves a experimentar fuera de tu zona de confort? Tienes aquí las críticas, y todo el contenido sobre la novela del blog.
PRÓLOGO
El aire caliente parecía vibrar como la imagen de un espejismo por encima de la hierba agostada. Solo el sonido de unas pisadas rítmicas y el canto de las chicharras rompían el silencio sepulcral del monte. Miró hacia el sol con resignación y quedó cegado durante unos segundos. No importaba. Era su aliado. El parte meteorológico anunciaba cuarenta grados en Orense y en aquella zona la temperatura se elevaría aún más. Perfecto.
Estudió el terreno haciendo caso omiso del sudor chorreando por sus sienes y el sabor pastoso de la tierra seca en su boca. No era muy inteligente y lo sabía, pero tenía determinación. Y para lo que tenía que hacer, le bastaba.
Descendió en un trote cochinero por un desnivel abrupto que encerraba una hondonada. El lecho de un antiguo torrente. Soltó una risita siniestra al llegar al fondo. Ovillos de hierba seca, restos de ramas y de árboles arrastrados por el agua en invierno habían quedado atrapados entre las piedras y arderían como un polvorín.
Buscó una piedra plana y se sentó con dificultad. Su sebosa barriga no le impedía tener una buena resistencia. Estaba acostumbrado a patear monte desde niño. Sacó la cajetilla de tabaco y encendió un cigarro. Resoplando, con el pitillo colgado del labio inferior que le provocaba un sonido sibilante en su respiración, extrajo de la mochila el resto de materiales. Sonrió de nuevo al ver la caja de preservativos empezada. Las tías del pueblo podían no hacerle caso, pero ahora empezaba a tener dinero y las putas tienen que comerse lo que les pongan.
El tubo de ensayo no había sido difícil de conseguir, aunque el veterinario lo mirase con cara rara. Los sobres de azúcar los había robado del bar. El ácido sulfúrico y el clorato de potasio… eso fue más complicado, pero había valido la pena. Funcionaría. El ensayo en la finca de su abuela había salido perfecto.
Metió dentro de un condón el tubito de cristal lleno de ácido sulfúrico, bien sellado, y lo dejó encima del paño de cocina que pulcramente había estirado en el suelo. Luego desenrolló un segundo condón y lo llenó a la mitad con clorato potásico. Intentó abrir el diminuto sobre de azúcar con los dedos gordos y torpes, y el blanco contenido se desparramó sobre su abdomen colgante.
—¡Hostia! —murmuró entre dientes, sacudiéndose la camiseta. Abriría otro sobre, pero no podía cometer errores ahora.
Cuando terminó de llenar la otra mitad del preservativo con el azúcar, metió el segundo dentro del primero y los anudó. Luego alcanzó la cajetilla, sacó el último cigarro y se lo metió en el bolsillo para fumárselo más tarde.
Introdujo el peligroso saquito en ella y miró a su alrededor. Tenía que dejarla oculta en un buen sitio, pero también tenía que asegurarse una huida rápida y limpia. Caminó por la torrentera reuniendo un poco de hojarasca y unas ramas, y aplastó entre los dedos la cajetilla. El ácido sulfúrico tardaría una media hora en perforar el látex y entrar en contacto con los otros ingredientes, y entonces…
Enseñó los dientes en una mueca maligna. Se iba a levantar una buena pasta por el trabajo. Quizá podría dejar una señal, algo que quedase para la posteridad. Apiló unas piedras, cambiando una aquí y otra allá hasta conseguir el efecto deseado. Con un poco de imaginación, se podía ver un muñeco Michelín. El Michelín, así lo llamaban a él. El gordo del pueblo. El tonto del pueblo. Sonrió. Mejor que siguieran pensando eso.
—¡Hostia! —volvió a exclamar. Ya habían pasado diez minutos. Mejor ir tirando, no fuera a ser que el invento funcionara más rápido de lo previsto.
Se puso la mochila a la espalda y echó a andar de regreso a la carretera sin mirar atrás. No necesitaba comprobar lo que había hecho para saber que iba a funcionar.
No era muy inteligente, pero tenía determinación.
ARDIENDO. Fecha de publicación: 2 de marzo, en todas las plataformas digitales, bajo el sello HQÑ de Harper Collins Ibérica.
Mimmi Kasss. Todos los derechos reservados.
Si todavía no conoces la historia de Inés y Erik, Radiografía del deseo es la primera novela de la serie En cuerpo y alma. Top 2 en Ficción erótica de Amazon, sigue después de seis meses, entre los títulos mejor valorados y más vendidos.
El primer capítulo está disponible en este enlace: El retorno.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: Residentes.
Diagnóstico del placer ya está disponible en Amazon. Durante la primera semana en venta, alcanzó el top #1 de ventas en ficción erótica tanto en Amazon España como en Amazon.com latinoamérica y ya ha conquistado a miles de lectores.
Si disfrutaste con la primera entrega, te emocionarás con la continuación. Te invito a experimentar una lectura muy distinta, ¿te atreves a salir fuera de tu zona de confort?
El primer capítulo está disponible para su lectura en este enlace: La cruda realidad.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: El procedimiento.
Un asfixiante verano azota la provincia de Orense. Los incendios arrasan los bosques y Miguel, un arrojado bombero, sospecha que puede haber una mano negra detrás. Pero hablar de fuegos provocados no es bienvenido en algunas esferas y, obstinado, inicia una peligrosa investigación por su cuenta.
En su periplo se cruza con Irene, una atractiva y temperamental doctora que lo cautiva desde el primer momento. Inmersa en una crisis vocacional, no tiene ganas de dejarse arrastrar por una relación que no parece llevar a ninguna parte.
Entre ellos es más que fuego lo que arde, y ambos enfrentarán el dilema de ir un paso más allá. Juntos se consumirán en pura pasión, a la vez que se verán cara a cara con las llamas.
La mezcla perfecta entre erotismo y suspense, la vida de héroes anónimos hecha novela, ambientada en el peligroso y fascinante mundo del fuego.
¡Y ya tenemos fecha! La novela saldrá publicada en todas las plataformas de lectura digital de Harper Collins Ibérica el dos de marzo. Estoy deseando que descubráis la historia de Irene y Miguel. No puedo decir mucho más, pero en la página de Facebook de la editorial tendréis, dentro de muy poco, más información sobre la novela, los personajes y lo que me motivó a escribirla.
Aprovecho de agradecer desde aquí a todo el cuerpo de bomberos, en especial, a los de Ourense, que contestaron con paciencia, amabilidad y muchísimo buen humor a mi sinfín de preguntas y me dejaron ver de cerca un poco de su mundo. Una labor de documentación muy, muy difícil y a la vez maravillosa, que espero de una imagen realista más allá de del romance y el erotismo de la historia. Gracias.
Ardiendo de impaciencia…
Mimmi Kass.
Si te ha gustado la sinopsis de Ardiendo, seguro que te gustarán mis novelas de la serie En cuerpo y Alma.
Si todavía no conoces la historia de Inés y Erik, Radiografía del deseo es la primera novela de la serie En cuerpo y alma. Top 2 en Ficción erótica de Amazon, sigue después de seis meses, entre los títulos mejor valorados y más vendidos.
El primer capítulo está disponible en este enlace: El retorno.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: Residentes.
Diagnóstico del placer ya está disponible en Amazon. Durante la primera semana en venta, alcanzó el top #1 de ventas en ficción erótica tanto en Amazon España como en Amazon.com latinoamérica y ya ha conquistado a miles de lectores.
Si disfrutaste con la primera entrega, te emocionarás con la continuación. Te invito a experimentar una lectura muy distinta, ¿te atreves a salir fuera de tu zona de confort?
El primer capítulo está disponible para su lectura en este enlace: La cruda realidad.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: El procedimiento.
MAIA
Antes de marcharse a casa después de la guardia, pasó por la UCI neonatal para interesarse por la pequeña de la malformación cardiaca. Sonrió al ver su oxigenación aceptable y sus constantes vitales normales.
—Buenos días, ¿va ir a quirófano ahora? —preguntó a la enfermera que revisaba las múltiples bombas de medicación. Ninguno de los cirujanos estaba allí. Eso era raro.
—No, irá a última hora. El Dr. Thoresen tiene el día libre.
—¡Gracias! Que tengas buen turno.
¿Erik tenía el día libre? Eso sí que era una novedad. Inés se preguntó qué tendría que hacer.
Al llegar a casa, cambió la ropa formal que traía del hospital por otra más de su estilo. Sus vaqueros grises favoritos, botas planas de piel de oveja, un jersey grueso de cuello alzado de color negro y su cazadora negra. Todo muy cómodo y muy negro. Negro, negro y más negro.
Se envolvió el cuello con una bufanda gris de cuadros, se caló una gorra de fieltro y lana, y se puso los guantes. Desde luego, no iba a pasar frío. Acababa de empezar junio y el tiempo era totalmente invernal.
Cogió el metro de vuelta para ir al Costanera Center; le daba la sensación de que nunca salía de las cuatro calles de alrededor del hospital, pero tenía varias cosas que comprar y poco tiempo, y el centro comercial era el lugar perfecto. Se arrebujó en el asiento del vagón, casi vacío. Se sentía débil, agotada, y suspiró por un café y algo dulce. Antes de meterse en el monstruoso edificio, pasaría por el Starbucks.
Caminaba a buen paso por El Bosque Norte, escuchando a Snow Patrol por los auriculares, cuando le pareció que la llamaban. Se volvió, sin saber de dónde venía la voz, e iba a comenzar a andar de nuevo cuando un «¡INÉS!» con voz estentórea la detuvo en seco. Era Erik. No sabía de qué se extrañaba, estos eran sus barrios. Su piso quedaba tan solo a un par de manzanas de allí.
Se acercó, examinando desde lejos la escena, intrigada. Estaba sentado en la terraza del Dunkin´ Donuts, recostado sobre una silla metálica, y a su lado, una mujer joven de aspecto escandinavo tan parecida a él, que tenía que ser su hermana. Recordó de inmediato una foto en casa de Erik, y sonrió. Era su hermana. Y era muy guapa. «Y muy alta», pensó cuando ambos se pusieron de pie. Le llegaba a Erik a la nariz y a ella le sacaba una cabeza.
—¡Hola! —saludó, enrollando los auriculares y guardándoselos en un bolsillo. Erik la sorprendió hablando en inglés.
—Hola, Inés. Esta es mi hermana, Maia. Maia, esta es Inés, eh… uhm… una de mis residentes —presentó, con incomodidad evidente.
Ella no se inmutó y, sonriendo, extendió su mano enguantada para estrechar la que ella le tendía con una expresión amistosa en la cara.
—¡Encantada de conocerte! —exclamó, mientras intentaba desoxidar su inglés—, pero no soy una de sus residentes. Soy pediatra, residente de Cardiología Infantil.
Maia sonrió como si el error fuese lo más normal del mundo y le pidió que se sentara a tomar un café con ellos. Inés le echó un vistazo rápido a su reloj, tenía idea de ir al Starbucks, pero hacía tiempo que no se comía un buen donuts. Asintió y se disculpó para hacer su pedido dentro. Le daba igual desayunar allí o en cualquier otro sitio, y tenía que reconocer que estaba muy intrigada con Maia, pese a la incomodidad que suponía estar de nuevo cerca de Erik.
En cuanto se cerró la puerta de la pastelería, Maia se volvió hacia su hermano con una sonrisa divertida.
—Es más pequeñita de lo que suelen gustarte —valoró, con expresión traviesa.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Erik, con cara de pocos amigos. Esperaba que Maia se comportase y no lo pusiera en un aprieto. Su hermana le dedicó una mirada sarcástica, pero no añadió nada más. Inés se unía a ellos poco después con un café y un rollo de canela.
—¿Rollo de canela? —preguntó él, mostrando un súbito interés en ella. Inés se echó a reír y le tendió el plato.
—Toma, anda.
Se comió la mitad de un solo mordisco. Al saborear la masa esponjosa, dulce y especiada, cerró los ojos. Un intenso sentimiento de nostalgia por Noruega invadió sus pensamientos.
Llevaba un año y medio sin volver a casa.
Maia era tan locuaz y extrovertida como contenido y reservado era su hermano. En un rato de conversación, Inés sabía más de la familia y la historia de Erik de lo que él le había contado en meses.
Le explicó que estaba en Chile para explorar el mercado de maderas nativas y sacar ideas para incluir en su estudio de diseño de interiores. Se encontraba visitando a sus proveedores de Brasil cuando decidió hacerle una visita a Erik, e investigando un poco, le había llamado la atención la cantidad de maderas exóticas que ofrecía el país. Se quedaría en Santiago todo el fin de semana para pasar unos días con él y luego pondría rumbo al sur a visitar unos contactos.
Su marido, Corbyn, era su socio. Un inglés desencantado con la arquitectura tradicional y con una creatividad fuera de serie. Tenían tres hijos, unos mellizos de cinco años y una pequeña de dos.
Inés la escuchaba fascinada, feliz por añadir un trocito más en el mapa de su vikingo, que por cierto, se mostraba bastante frío. En ese momento, hablaba por el móvil paseando arriba y abajo por el tramo de acera frente a la terraza de la cafetería.
Ambas siguieron entretenidas con su charla. Ahora era el turno de Inés, que le contó sobre sus sobrinos, de edades similares a sus hijos, de su experiencia en Estados Unidos y de su trabajo en el hospital. Cuando Maia quiso saber si estaba soltera, respondió afirmativamente con una sonrisa. Cuando preguntó, con toda naturalidad, si estaba involucrada con su hermano, sonrió de nuevo, pero respondió con una evasiva.
—Mejor pregúntale a Erik.
Con lo reservado que era, no iba a facilitar ninguna información que él no quisiera desvelar. Tan reservado que ni siquiera le había contado que venía su hermana. Estaba claro que ella no era depositaria de ninguna confidencia sobre su vida cotidiana. Solo sexo y lo que ella le sonsacaba. Eso la deprimió un poco, pero se sacudió el sentimiento de inmediato. Se había acabado. No tenía por qué compartir con ella absolutamente nada.
Inés apuró el café, que con tanta charla se enfriaba, cuando Erik se acercó a la mesa y se sentó con expresión resignada.
—Tengo que irme al hospital. La paciente que te comenté anoche está programada para cirugía esta tarde, lo siento —informó a su hermana con expresión contrita—. ¿Recuerdas el código para entrar en casa?
Maia asintió con expresión despreocupada.
—No te preocupes, iré a dar una vuelta por la ciudad.
Erik parecía reacio a irse. Inés supuso que no querría dejar sola a su hermana, pero no podía librarse de ir al hospital. Los miró a ambos y se le ocurrió una idea.
—Yo voy ahora a uno de los mejores centros comerciales de Santiago, ¿te apetece venir conmigo? Está aquí al lado —ofreció, insegura. Quizá se estaba tomando demasiadas confianzas. Pero ella reaccionó con entusiasmo.
—¡Claro que sí! Hace mil años que no voy de compras tranquila y me vendrán bien algunas cosas —respondió Maia con una enorme sonrisa.
—Gracias, Inés —dijo Erik, con alivio evidente.
—No lo hago por ti, lo hago por Maia —replicó ella, algo cortante. No era cierto.
—¿Nos vemos esta tarde en casa de Álex para la reunión? —preguntó Erik, frunciendo el ceño. Seguro que se preguntaba por qué estaba tan borde con él.
—¿Vas a dejar sola a tu hermana también por la tarde?
—Me avisó el lunes que venía, no me dio mucho margen para reorganizar las cosas —dijo Erik, molesto. Ella negó de manera imperceptible con la cabeza y no respondió, realmente no era asunto suyo.
Maia los contemplaba con curiosidad. Inés se dio cuenta de repente de que habían cambiado sin darse cuenta al español y que hablaban muy cerca el uno del otro, casi tocándose. Era inevitable dejar traslucir la intimidad que había existido entre ellos, por mucho esfuerzo que pusieran en esconderla.
Finalmente, los hermanos se despidieron con un abrazo rápido y un beso en la mejilla. Inés se mantuvo en un segundo plano. Erik la miró de reojo por encima del hombro de Maia, con extrañeza, e Inés esbozó una sonrisa forzada y se alejó unos pasos. Era imposible mantener las distancias. Todo su cuerpo clamaba por él.
—Adiós, Erik —se despidió, con un gesto seco. Tomó buena nota de su expresión dolida.
«Sí, Dr. Thoresen, yo también puedo ser fría».
Agarró a Maia del brazo y se acercaron al semáforo. Poco después se marchaban en taxi.
Disfrutó de lo lindo su día de compras. Cuando Maia le pidió ayuda para elegir algo para Erik, se lanzó a su tienda favorita de ropa masculina. Se decidió por una camisa de corte deportivo, de un celeste intenso, y su amiga sonrió con aprobación. Inés ignoró, con una punzada de irritación, la ilusión que le generó saber que Erik llevaría puesto algo escogido por ella. Nunca le había hecho un regalo. Se sentía como si hubiera tenido la oportunidad de disfrutar de un enorme banquete y solo hubiese probado unos pocos bocados.
Después del afán consumista, se dirigieron al Appleby’s a comer. Una ensalada y unas fajitas de pollo para compartir. Inés reía ante la hiperactividad verbal de Maia, que comenzó a bombardearla con preguntas sobre Erik, algunas muy personales. Las esquivó como pudo. Cuando intentó sonsacarle por segunda vez si ella y su hermano salían juntos, se echó a reír a carcajadas, pero sin soltar prenda.
—¡Pregúntale a él! —repitió, sin dar su brazo a torcer. Ella correspondió con un mohín enojado, pero al darse cuenta de que no conseguiría nada, cambió de tema.
Salieron del centro comercial más allá de las cinco de la tarde, en dirección a una de las zonas de tiendas bohemias que seguro a Maia le encantarían.
Así fue. Inés disfrutaba viendo a su nueva amiga acariciar los cueros y los telares, apreciar las tallas de madera y los pequeños muebles artesanales. La llevó a un local de creaciones que mezclaban plata y crines de caballo teñidas de alegres colores y trenzadas en las formas más diversas, desde cuerdas sencillas hasta elaboradas flores y mariposas.
Casi pudo ver el signo de dólar en los ojos de Maia, que adoptó una pose profesional.
Inés tradujo la negociación y, tras quince minutos de caos, Maia se llevaba el contacto del fabricante directo y, a cambio, gastó una ridícula cantidad de dinero en muestras para llevar: broches, colgantes, pantallas de lamparita, esterillas… la vendedora mostraba una sonrisa de oreja a oreja.
Inés curioseaba unos telares cuando su iPhone sonó en el fondo de su bolso. Estaba anocheciendo y se acercaba la hora de ir a la reunión, seguro que Erik se preguntaba dónde estaban. Sonó una segunda vez antes de localizarlo y cuando leyó el remitente, le tendió el teléfono a Maia. Prefería no contestar ella la llamada. Cada segundo que hablaban, hacía más y más difícil apartarlo de sus pensamientos. Era incapaz de erradicarlo de allí.
Atendió con curiosidad mientras ella hablaba con su hermano en un idioma gutural y lento. Nunca había escuchado a Erik hablar noruego fluido, tan solo lo que suponía que eran palabrotas y algunas frases susurradas durante el sexo, cuando estaba fuera de control.
«Liten jente».
Recordó con claridad su voz grave susurrándole al oído, las manos fuertes recorriendo su piel, el peso de su cuerpo agotado sobre ella después de alcanzar el orgasmo.
De pronto, sintió unas absurdas ganas de llorar.
El nudo de su estómago volvió a apretarse con fuerza. Tenía que reconocerlo: lo echaba de menos. A él.
Notó cómo se sonrojaba y apartó su mirada de Maia. Habían pasado muchos días y por mucho que tratara de engañarse con que solo echaba de menos el sexo, extrañaba su sonrisa, sus comentarios agudos y sarcásticos, el calor de su abrazo en la cama… y por supuesto, el sexo. Suspiró y movió los hombros en un intento de relajarse.
Maia le tendió el teléfono al cabo de unos minutos.
—¡Vamos! Erik nos espera. Dice que me acompañes a casa y que vais juntos a algo de una reunión. —Se detuvo, con semblante preocupado, al ver la expresión tensa de Inés y ella se insultó por ser tan transparente. No tenía ninguna gana de ir a su casa, necesitaba marcar las distancias para normalizar lo antes posible. Si continuaba pasando tiempo con él, no haría más que empeorar la situación. No. No subiría.
Maia la miró, interrogante, e Inés la agarró del brazo para evitar las preguntas que pendían de sus labios. Se acercó a la calle y elevó una mano para llamar un taxi.
Mientras se dirigían a su destino, Inés estaba retraída y casi no habló, mientras Maia absorbía los detalles del paisaje urbano por la ventanilla con la expresión fascinada de quien disfruta con lugares nuevos.
Llegaron a Isidora Goyenechea cerca de las siete. Ayudó a Maia a cargar sus muchos paquetes en el ascensor y, cuando acabaron, apoyó la mano en la puerta de acero para que no se cerrara y la miró con expresión culpable.
—Yo mejor me voy —dijo, inclinándose hacia ella para darle un beso de despedida. Maia se alejó hacia atrás y la agarró de los hombros con gesto sorprendido.
—¿Tú no vienes?, pero ¿por qué? ¡Erik te está esperando! —preguntó con gesto herido. Inés negó lentamente con la cabeza, entristecida—. ¿Qué te pasa con Erik, Inés? —dijo, con cara de saber que algo malo pasaba. El tono no admitía evasivas y cruzó los brazos, expectante. Por un momento, se pareció tanto al Erik demandante y autoritario que tan bien conocía, que Inés se echó a reír. Suspiró, sin saber que decirle.
—Tu hermano… tu hermano es un hombre muy difícil, Maia —contestó por fin con voz cansada. La expresión ofendida volvió a los ojos azules rasgados.
—Mi hermano es un buen hombre —afirmó con decisión.
Inés le ofreció un gesto de aquiescencia con las manos abiertas.
—No lo dudo, pero es muy difícil.
Podía decirle que la hacía sentirse insegura, que a veces le daba miedo, que su frialdad la desconcertaba y que nunca le habían hecho el amor como él se lo hacía, pero no añadió nada más. Solo forzó una sonrisa tensa y le dedicó un gesto de despedida con la mano antes de marcharse.
Si todavía no conoces la historia de Inés y Erik, Radiografía del deseo es la primera novela de la serie En cuerpo y alma. Top 2 en Ficción erótica de Amazon, sigue después de seis meses, entre los títulos mejor valorados y más vendidos.
El primer capítulo está disponible en este enlace: El retorno.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: Residentes.
Diagnóstico del placer ya está disponible en Amazon. Durante la primera semana en venta, alcanzó el top #1 de ventas en ficción erótica tanto en Amazon España como en Amazon.com latinoamérica y ya ha conquistado a miles de lectores.
Si disfrutaste con la primera entrega, te emocionarás con la continuación. Te invito a experimentar una lectura muy distinta, ¿te atreves a salir fuera de tu zona de confort?
El primer capítulo está disponible para su lectura en este enlace: La cruda realidad.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: El procedimiento.
Se cumplen seis meses del inicio de la historia de Inés y Erik con Radiografía del deseo. Miles de lectores han disfrutado, han reído, han llorado, se han enfadado… y se han identificado con muchos de los conflictos que ellos viven.
¿Quieres saber cómo continúa la historia? Aquí tienes la sinopsis de Diagnóstico del placer.
"Solo porque alguien no te ame como tu quieres, no significa que no te ama con todo su ser". Gabriel García Márquez.
Tras todo lo ocurrido entre ellos, las dudas atormentan a Erik y a Inés.
Caer en una relación sin futuro podría destrozarlos a ambos, pero sus límites comienzan a difuminarse, y todo aquello en lo que creen, lo que sienten y anhelan, se derrumba y se rompe en mil pedazos.
Santiago de Chile muestra su doble faz, desde el lujo más obsceno hasta la pobreza más amarga.
Erik ya no sabe cuál es su hogar, y su vocación se tambalea.
Inés experimenta el placer más sublime y el dolor más absoluto.
El erotismo se profundiza y adquiere dimensiones nunca antes exploradas.
Cuando la persona que camina a tu lado sacude todos tus cimientos, solo cabe una pregunta.
¿Se atreverán a explorar fuera de su zona de confort?
Si todavía no conoces la historia de Inés y Erik, Radiografía del deseo es la primera novela de la serie En cuerpo y alma. Top 2 en Ficción erótica de Amazon, sigue después de seis meses, entre los títulos mejor valorados y más vendidos.
El primer capítulo está disponible en este enlace: El retorno.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: Residentes.
Diagnóstico del placer ya está disponible en Amazon. Durante la primera semana en venta, alcanzó el top #1 de ventas en ficción erótica tanto en Amazon España como en Amazon.com latinoamérica y ya ha conquistado a miles de lectores.
Si disfrutaste con la primera entrega, te emocionarás con la continuación. Te invito a experimentar una lectura muy distinta, ¿te atreves a salir fuera de tu zona de confort?
El primer capítulo está disponible para su lectura en este enlace: La cruda realidad.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: El procedimiento.
EL PROCEDIMIENTO
Enfrentó el miércoles con la firme resolución de no mover ni un milímetro sus planes. Estaba claro que Erik no la iba a llamar. Consultó el móvil cincuenta, cien veces por hora, pero no daba señales de vida. Andaba desconcentrada e irritable y eso empezaba a pasarle factura en el trabajo.
Lo vio fugazmente en el pasillo de los quirófanos. Se veía agotado. Sus ojeras estaban grises y sus ojos carecían del brillo habitual. Todas las cirugías suspendidas la semana anterior por su ausencia estaban reprogramadas para aquellos días. No era su problema, se lo repitió mil veces, pero no podía evitar preocuparse por él.
Se obligó a ceñirse a su rutina y pese a que hacía semanas que no iba a coro, apareció por allí con el único propósito de llenar las horas muertas.
Lo primero que hizo al salir del ensayo fue sacar el móvil de su bolso.
No pudo evitarlo: revisó mensajes, WhatsApp y correo para ver si Erik se había puesto en contacto con ella. Nada. Al menos no había esperado patéticamente en su casa sin hacer nada, y fue capaz de mantener su rutina. Bien.
Se sentía irritable, desazonada. Le echó la culpa a la semana premenstrual, pero sabía que la razón principal era haber pasado de tener un montón de sexo diario a tener…, bueno, a no tener. En el pasado, había tenido periodos de meses enteros sin siquiera masturbarse y sin darle la menor importancia. Ahora tenía la sensación de que no podría sobrevivir mucho tiempo más sin sexo.
Jueves y volvía a tener guardia. Era el precio a pagar por haberse marchado seis días de congreso: tenía que devolver un par de favores y se acumulaban los días en el hospital. Al menos, se acababa su rotación de seis meses en consultas. Estaba deseando pasar a la UCI, aunque solo fuera por cambiar de aires.
El móvil empezó a sonar cuando se dirigía al despacho a adelantar trabajo pendiente. Miró al techo en busca de paciencia. No le había dado tiempo ni de llegar al pasillo.
—Necesito que me ayudes con un procedimiento en la UCI neonatal —dijo Viviana, su residente mayor, sin saludar y con el tono amargo de siempre.
—Voy para allá —respondió Inés, sin cuestionar ni por un momento a su residente mayor, pese a que ella no tenía ninguna atribución en Neonatos.
Qué brusca. Estaba segura de que los cambios de humor de Viviana obedecían al maltrato que sufría en casa, pero seguía sin aceptar la mano que le había tendido. Ni siquiera había llamado a Loreto, e Inés sentía que no podía hacer mucho más.
Mientras esperaban a que las enfermeras preparasen el material, compartieron un café rápido. Viviana le explicaba lo que tenían que hacer de un modo profesional y mecánico, pero Inés la miró de reojo; parecía haber perdido peso, y se la veía muy cansada. Las palabras brotaron de su boca antes de poner algún filtro a sus pensamientos.
—Vivi, ¿va todo bien?
Su «R» mayor la sorprendió regalándole una enorme sonrisa.
—Sí, sí. Todo va bien. Me queda junio en Cardio de adultos, y me marcho dos meses al Mont Sinaí de Nueva York. —Ahora estaba exultante, eufórica—. Me costó mucho organizar a los niños, la casa y convencer a mi marido, pero lo voy a hacer. ¡Lo voy a hacer!
Inés se echó a reír ante su entusiasmo, pero no pudo evitar preguntarse cuánta de aquella alegría provenía del hecho de que pasaría dos meses alejada de su agresor.
Una de las enfermeras las avisó de que todo estaba preparado, y ambas se levantaron. Inés retuvo a su residente de la mano, y se la apretó.
—La oferta de ayuda sigue en pie, ya sabes…
Viviana negó con determinación y volvió al tono cortante.
—No hace falta, Inés. Ahora, céntrate en lo que tenemos que hacer.
Cuando llegaron allí, había un número nutrido de residentes, adjuntos y enfermeras. Era un procedimiento excepcional, al fin y al cabo, no todos los días presenciabas cómo se rompe un corazón. Al menos literalmente: a través de un catéter, desgarrarían el tabique entre las aurículas para permitir una oxigenación mayor de la sangre. Parecía un milagro.
El recién nacido lo estaba pasando mal, y su corazón malformado necesitaba cirugía, pero podrían mejorar su situación antes de ir al quirófano…siempre que el procedimiento fuera posible.
Y ese día, Viviana no estaba muy inspirada.
Dirigió la aguja hacia donde debería estar la vena, e Inés sintió en su estómago cada uno de los pinchazos fallidos. El bebé estaba bien sedado y no se movió, pero ella apretó los dientes para no decir nada.
—Mierda… —musitó, al ver la sangre roja pulsando en la jeringa. Había pinchado arteria. Lo intentó repetidas veces, con irritación manifiesta, pero la arteria parecía cruzarse con la aguja en cada intento.
Viviana se estaba ensañando. Ya llevaban más de una hora de procedimiento. Casi todos los espectadores se habían marchado, unos por tener trabajo que hacer, otros por puro aburrimiento. Alguien se había llevado el ecógrafo para valorar otro paciente.
Inés se debatía entre ofrecerle ayuda o no. Viviana, sudorosa y con el ceño fruncido, se afanaba en meter la guía por la que iría el catéter, pero al ver la piel lacerada y sangrante del niño, no pudo aguantar más.
—¿Quieres que lo intente yo? —ofreció. La mirada envenenada de su residente mayor la pilló por sorpresa
—¿Crees que lo vas a hacer mejor?
—Claro que no —respondió Inés con precaución—, pero llevas una hora con el procedimiento, estás cansada y, a veces, es simplemente cuestión de suerte.
Pero ella no dio su brazo a torcer. Cambiaron de lado y lo intentó en la femoral izquierda.
Una hora después, se daba por vencida, lanzando improperios enojada. Inés volvió a ofrecerse y se ganó un bufido. Ya todos se habían marchado.
—Voy a llamar al cirujano de guardia, necesitamos ese catéter central.
Erik tanteó con la mano sobre la cama, buscando el móvil que sonaba. Ya era bien entrada la tarde, se había tumbado con la idea de reposar un rato tras una buena sesión de gimnasio y se había quedado dormido. Llevaba una semana de locos: no sabía ni qué día era.
Saludó a Viviana, al otro lado del teléfono, con la sensación de despertar de un coma profundo.
—Hola, Erik, tenemos un bebecito con una transposición de grandes vasos. —Se le quitó la modorra de golpe, y se sentó en la cama, frotándose la cara abotagada. Una cirugía muy, muy compleja. Calculó unas cuatro horas en el quirófano, quizá cinco—. Necesita un acceso quirúrgico para introducir el catéter, no hemos sido capaces de canalizar la vena femoral.
—Voy para allá.
Cortó la llamada y, sin pensar, se metió en la ducha de agua fría reprimiendo un siseo. Era la única manera de despejarse. Estaba agotado, tenía mucho sueño atrasado, y su cuerpo no se acostumbraba al cambio de marchas que significaba no poder tocar a Inés. Llevaba cuatro días sin sexo. Le parecía una eternidad.
Su pene se desperezó con el recuerdo, tenía su aroma femenino tatuado en la piel. Cerró los ojos con fuerza, intentando desviar la atención hacia lo que tenía que hacer, pero el recuerdo de su sonrisa, de la manera que tenía de moverse, de sus comentarios agudos y directos, y de la calidez de su abrazo lo perseguían desde la noche del domingo. Ojalá fuera solo el sexo. No podía quitársela de la cabeza.
Rodeó su erección incipiente con la mano y comenzó un vaivén mecánico mientras el agua fría le caía en chorros agudos sobre la espalda. ¿Y sus intentos de ponerlo celoso con Marcos? Soltó una risotada al tiempo que se abandonaba a la sensación placentera que lo acercaba a la liberación. Era una niña, pero ¡qué mujer era! Por mucho que intentase racionalizar que era mejor mantenerla al margen, ella se encargaba de situarse en el centro de sus pensamientos. Tenía que aceptarlo: le gustaba estar con ella.
Aumentó el ritmo de la mano. Añadió el tacto del pulgar sobre su glande para añadir mayor placer y apretó su erección con rabia.
—Svarte helvete… —murmuró, apoyando el antebrazo sobre los azulejos helados, mientras eyaculaba con fuerza al llegar al orgasmo.
Con la mente más clara, y el cuerpo mucho más relajado, condujo su moto hasta el hospital.
—Hola, ¿me has llamado? —preguntó Inés al verlo llegar a la Unidad.
Erik la estudió, también estaba cansada. Su piel no mostraba la luminosidad habitual, tenía el rostro demacrado y el pelo desordenado en un moño maltrecho. Estaba preciosa.
—¿Qué ha pasado con el catéter del paciente? —preguntó, sin rodeos.
Intentó que sus pensamientos no se traslucieran en el tono de voz. Al margen de cómo acabaran ellos, había algo que no podía cambiar: en el hospital tenían que mantener las distancias. Era fundamental. Pero no tuvo de qué preocuparse, Inés se cruzó de brazos y adoptó un tono formal.
—¿No te informó Viviana? Lo intentó en repetidas ocasiones con ambas venas, pero el procedimiento no fue posible. Ante la necesidad de conseguir aumentar la oxigenación del bebé, decidió llamarte para un abordaje quirúrgico.
—¿Tú no lo has intentado?
—Fue decisión de mi residente mayor que no siguiéramos manipulando la zona —dijo ella con voz neutra.
¿Estaba interpretando aquella frialdad pasmosa o era verdadera? Desechó esa línea de pensamiento. Tenían que trabajar.
—Ya veo. —La contempló unos segundos, estaba por ofrecerle otra vez un millón de coronas, pero se dirigió hacia la cuna térmica del paciente—. Ven, vamos a ver si podemos hacer algo.
Erik pidió el ecógrafo y le indicó a Inés que volviera a vestirse estéril. Él se lavó las manos y los antebrazos, y se vistió también. La enfermera amarró las mascarillas de ambos.
Soltó una palabrota al ver el estado de la piel de las ingles del paciente. Viviana había hecho una escabechina y eso aumentó su irritación. Inés se situó al otro lado de la cuna, visiblemente nerviosa.
—No, no —repuso él—, ponte aquí, delante de mí.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella. Erik la miró, cabreado.
—¿Pero qué coño os enseñan a los residentes en cardio? ¡Lo vas a hacer tú, con ayuda del ecógrafo! ¡Esto ya tenía que estar hecho! —¿Cómo no se iba a enfadar? Lo hacían perder el tiempo continuamente.
Agradeció que Inés mantuviese la boca cerrada, no tenía el ánimo para enfrentarse ahora a su boquita respondona. Se situó donde él le señalaba: demasiado cerca. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para concentrarse en lo que tenía que hacer.
A medida que la guiaba en el procedimiento, se olvidó de su malestar. Era una buena alumna. Tenía unas manos delicadas y sensibles, y aprendía con rapidez. Cuando el catéter llegó al interior del corazón, Inés se volvió con una sonrisa de triunfo y no pudo evitar corresponder.
—Ahora un solo movimiento de muñeca, corto y seco, y rompe el tabique. —Era el momento más crítico, si fallaba ahora, solo quedaba la cirugía urgente—. Vamos, Inés.
La observó ensayar el movimiento en el aire, y sin previo aviso, dio un fuerte tirón. Ambos comprobaron en la imagen del ecógrafo que ahora ya casi no había tabique y que la sangre pasaba de la aurícula izquierda a la aurícula derecha sin restricciones, Inés soltó de golpe el aire que retenía en un claro gesto de alivio. Ya estaba hecho. Al cabo de unos minutos, el color y la saturación del paciente mejoró de manera ostensible y Erik resopló, agotado.
—Bien.
Su sonrisa femenina, teñida de afecto, lo hizo fruncir el ceño. Tenían que hablar cuanto antes, pero no en el hospital. La incomodidad lo hizo alejarse de ella.
Se alejó de la cuna sudando profusamente, la temperatura del calefactor, a treinta y seis grados, más la bata estéril sobre la casaca era demasiado. Inés estaba concentrada en fijar el catéter y él salió de la UCI sin decir nada. Necesitaba pensar. Necesitaba dormir.
Necesitaba a Inés.
Inés buscó a Erik mientras se deshacía de la bata, los guantes y la mascarilla, pero las enfermeras le dijeron que ya se había marchado. No se había despedido. Ni siquiera había tenido oportunidad de darle las gracias, había aprendido mucho aquella tarde. La sensación eufórica por haber hecho algo nuevo, y haberlo hecho bien, desapareció en un segundo. Se encogió de hombros, resignada. Se pasaba todo el día en el hospital, era lógico que quisiera marcharse en cuanto le fuera posible. Aun así, se quedó con mal sabor de boca.
Se olisqueó a sí misma, agarrando la camisa del uniforme por el cuello, y puso mala cara. Había pasado casi tres horas bajo la cuna térmica y olía a tigre, necesitaba una ducha y un pijama limpio. Tenía uno en su bolsa de guardia, que aún estaba en el despacho. No había tenido tiempo para ir a buscarla, ni de sentarse un minuto, ni de ingerir algo, ni de ir al baño.
Cuando empujó la puerta de cristal, ya en la Unidad, se extrañó al ver luces encendidas. Entonces cayó en la cuenta: Erik estaba allí. La puerta de su despacho estaba entreabierta.
Se acercó sin hacer ruido.
Erik estaba de espaldas a ella, con el torso desnudo y una camisa entre las manos, desabrochando los botones para ponérsela. Era un placer contemplarlo. Los músculos ondulaban bajo la piel tatuada, el pelo rubio acariciaba su nuca, e Inés sintió ese ardor en la yema de los dedos que la impulsaba a tocarlo, a acariciarlo, a complacerlo. Se comió con los ojos su cintura estrecha, la curva firme de su trasero bajo los vaqueros y las piernas largas y torneadas. El deseo latía en su sexo, y se apoyó en el marco de la puerta para disfrutar unos segundos más de la vista antes de emitir un discreto carraspeo y revelar su presencia.
Erik se dio la vuelta con un movimiento brusco y le dedicó su mirada más sarcástica, mezclada con algo de sorpresa. Inés no la rehuyó. Esbozó una sonrisa sensual y deslizó los ojos grises por los pectorales marcados, su abdomen firme y la línea de vello que nacía en el ombligo y desaparecía tras el cinturón. Reprimió las ganas de relamerse.
—¿Qué quieres, Inés? —preguntó, condescendiente.
El tono arrogante de su voz echó por tierra la tensión del momento. Le sentó como un jarro de agua fría. Se echó a reír, y se reía sobre todo de sí misma.
—Nada, Erik. He venido por mi bolsa de guardia, necesito darme una ducha y cambiarme. —Para apoyar su afirmación, fue hasta el despacho de residentes y cogió sus cosas. Con el bolso en el hombro, se dirigió a la puerta de salida. Con una sonrisa irónica, negó con la cabeza maravillada por su arrogancia. Con el tirador en la mano, se detuvo. Ganó su buena educación.
—Hasta mañana, Erik. Gracias por la docencia de esta tarde —dijo, alzando la voz.
Él salió al quicio de su puerta, con una sonrisa indescifrable en la cara. Inés esperó unos segundos. Como no dijo nada, cantó un alegre «Bye!» y se marchó sin mirar atrás.
Otra vez estaba enfadada, ¿de verdad creía que lo había seguido hasta allí? ¿Y con qué fin, según él? ¿Ofrecérsele encima de la mesa de su despacho? Estaba agradecida por cómo le había enseñado a canalizar bajo eco, pero él daba por sentado que podía tenerla siempre que quisiera, sin condiciones. Y eso no iba a ocurrir.
Se dirigió a buen paso hacia las habitaciones. Subir andando los cuatro pisos de escaleras la ayudó a serenarse. Tenía que intentar poner distancia con él en el hospital, pero le resultaba difícil tratarlo con frialdad, no era propio de ella. Ella era amable y cariñosa con todos, salvo contadísimas excepciones, o cuando estaba enfadada, cosa que nunca duraba mucho tiempo. Iba en contra de su naturaleza.
Con él tendría que hacer una excepción.
©Mimmi Kass
Si no has leído el primer capítulo, lo tienes aquí: La cruda realidad.
Si todavía no conoces la historia de Inés y Erik, Radiografía del deseo es la primera novela de la serie En cuerpo y alma. Top 2 en Ficción erótica de Amazon, sigue después de seis meses, entre los títulos mejor valorados y más vendidos.
El primer capítulo está disponible en este enlace: El retorno.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: Residentes.
Diagnóstico del placer ya está disponible en Amazon. Durante la primera semana en venta, alcanzó el top #1 de ventas en ficción erótica tanto en Amazon España como en Amazon.com latinoamérica y ya ha conquistado a miles de lectores.
Si disfrutaste con la primera entrega, te emocionarás con la continuación. Te invito a experimentar una lectura muy distinta, ¿te atreves a salir fuera de tu zona de confort?
El primer capítulo está disponible para su lectura en este enlace: La cruda realidad.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: El procedimiento.
LA CRUDA REALIDAD
¿Por qué la ropa interior traía tantas malditas etiquetas? Inés tironeó de las lenguas blancas y ásperas con irritación. Había más tela en ellas que en la prenda. El buen humor que pretendía invocar con el estreno de un nuevo conjunto se evaporó al comprobar que, al arrancarlas, había hecho un bonito agujero al encaje de sus bragas. No tenía tiempo de cambiárselas. Se había dejado el móvil en el coche y, solo por inercia, su despertador interno la salvó de tener que dar unas cuantas explicaciones en el trabajo.
Sacudió la cabeza intentando deshacerse del mal genio que la embargaba desde que se levantó de un salto al comprobar que eran casi las ocho de la mañana. «Semanita premenstrual» recordó, preguntándose el porqué de su enfurruñamiento, mientras terminaba de vestirse a toda prisa. Y el agotamiento por las mil vueltas que había dado en la cama antes de quedarse dormida tampoco ayudaba. No podía quitarse a Erik de la cabeza.
Respiró hondo y se ordenó a sí misma poner buena cara al tiempo que entraba en la sala de juntas. Todos estaban allí: adjuntos, residentes, cardiólogos y cardiocirujanos. ¿Qué se había perdido? Varias conversaciones en voz baja se desarrollaban a la vez y, a la cabecera de la mesa, Guarida y Erik discutían frente a la pantalla de un ordenador. ¿Dónde estaba su tutor?
Miró de reojo hacia el vikingo y la invadió una extraña sensación de pérdida. Las manos fuertes y nervudas se aferraban al borde de la mesa, y no pudo evitar el recuerdo de cómo se sentían sobre su piel. Con un esfuerzo de voluntad, rechazó las imágenes y se sentó junto a Daniel.
—¿A qué viene el concilio? —preguntó en un susurro.
—Hoyos está hospitalizado en la UCI —informó su amigo en voz baja—. Lo ingresaron anoche, aún no saben qué le pasa. Guarida intenta reorganizar la actividad de la Unidad.
Inés inspiró de golpe. Mil preguntas se agolparon en su mente de inmediato: ¿qué le habría pasado? ¿Sería una recaída del cáncer? Y se sintió incómoda al descubrir que también estaba preocupada por su propia suerte. ¿Quién sería su tutor ahora? Erik y Guarida seguían en su tira y afloja, y prestó atención al jefe, que había elevado la voz.
—Erik, ¡necesito que me cubras mañana en el quirófano! Tengo que asumir la jefatura y arreglar todo… esto —dijo Guarida, señalando el calendario de planificación en la pantalla.
—Mañana estoy saliente de guardia. No puedo asumir el quirófano sin haber pegado ojo. —Inés notaba los esfuerzos de Erik por no contestar de mala manera—. Ya sabes cómo es la UCI cardiaca.
Guarida chasqueó la lengua.
—Es cierto, se me olvidó tu guardia. Intentaré arreglarlo, pero no puedo suspender más cirugías —informó, señalando el ordenador con un bolígrafo—. La semana pasada anulamos varios quirófanos mientras estabas en el congreso.
—O la guardia o el quirófano de mañana. Suspende uno de los dos. Me voy. —Daniel se puso de pie de inmediato para seguir a su tutor—. Avísame lo que decidas, pero antes de las cinco de la tarde. No pienso pasar un minuto más de lo necesario en este puto hospital.
El portazo dio pie a que todos se movieran, presurosos, a sus puestos de trabajo. Guarida se sentó de nuevo, con aspecto de estar agotado.
—Marita, necesito que te ocupes de los pacientes de Hoyos. —Inés reprimió un gemido; eso quería decir que quien se ocuparía de todo sería ella—. Hoy no da tiempo a anular las citas, que Inés te ayude.
Asintió para demostrarles que estaba disponible para lo que fuera, pero Marita parecía disgustada.
—Tienes que solucionar esto cuanto antes, Hernán. ¿Cómo puede ser que falte un cardiocirujano durante una semana y se venga abajo toda la planificación? —Inés reprimió un gesto de conformidad, ¡tenía toda la razón!—. ¡La Unidad necesita otro cardiocirujano!
Guarida la miró, ofendido. Inés sabía que la cardióloga tocaba una fibra sensible con ese tema.
—Si el gerente del hospital decide que dos cardiocirujanos son suficientes para los pacientes pediátricos, yo no puedo hacer nada —respondió con amargura—. Si te parece que tú puedes hacerlo mejor, ¿por qué rechazaste la jefatura cuando Abel te la ofreció?
—¿Cómo puedes decirme eso? —contestó la cardióloga, airada.
Ambos se enzarzaron en una acalorada discusión e Inés y Viviana se miraron, incómodas. Quizá deberían haber salido también, y dejar que los adjuntos arreglaran sus diferencias en privado, pero ambos parecían haberse olvidado de que ellas estaban allí.
Viviana optó por retirarse discretamente, e Inés esperó con paciencia a que alguien le indicara lo que tenía que hacer
—Mucho me temo que vas a trabajar sola, niña —dijo la cardióloga por fin.
Inés apretó los dientes sabiendo que, nada más empezar la semana, el trabajo volvería a acumularse sobre su mesa.
Erik salió del despacho de su jefe intentando encajar la sensación de derrota. Llevaba toda la mañana metido en el quirófano, y le esperaba toda la tarde igual. No era más que un peón. Mano de obra, y a juzgar por la cantidad de horas que pasaba en el hospital, barata.
Daba igual la excelencia académica, los premios obtenidos o el prestigio recién adquirido en el congreso. Lo único que importaba era cubrir horas, y el hecho de que hacía el trabajo de tres cirujanos: Guarida acababa de informarle que tendría que hacer la guardia y, además, quedarse a las cirugías del día siguiente.
Según su jefe, tal y como su contrato estipulaba, «Excepcionalmente y por necesidades del servicio, la jornada laboral se extenderá según el acuerdo de ambas partes». Salvo que en este caso, el «ambas partes» lo había excluido a él.
Casi chocó con Inés, que salía de la consulta como una exhalación con una larga ristra de imágenes de una de sus ecografías, y con cara de estar bastante agobiada. Toda la Unidad estaba patas arriba con la falta del Dr. Hoyos.
Inés.
No pudo evitar una punzada de deseo envuelta en irritación. No había respondido a sus llamadas, ni tampoco al mensaje. Necesitaba resolver el malestar que se había apoderado de él desde que se despidieron la noche anterior, pero ella no parecía muy interesada en averiguar lo que pasaba.
—¿Al final se ha arreglado lo de tu guardia? —preguntó ella, sonriendo con simpatía.
—No, no se ha arreglado —respondió él secamente. La miró a los ojos, intentando descifrar qué era lo que pensaba. Su orgullo herido relampagueó con fuerza con la luz de aquella sonrisa. Ella lo observó unos segundos, interrogante, pero no dijo nada. Sabía que Inés se escudaba en su alegría al igual que él lo hacía en su hosquedad y mal humor. Reprimió las ganas de ofrecerle un millón de coronas por saber lo que sentía.
—Lo siento, vaya manera de empezar la semana —dijo al fin. Siempre amable, siempre cariñosa. La irritación creció junto con la sospecha de que no tenía ni idea de que él la había contactado—. ¿Te apetece comer algo? Yo voy a la cafetería —ofreció Inés, casual. Él la miró con expresión irónica.
—No, Inés. Sabes que no —contestó, tras una pausa significativa que decía más que la rotundidad de su negativa. No quería que los vieran juntos en el hospital.
—Muy bien, pues buena guardia —dijo ella, con una sonrisa radiante, y abandonando a paso rápido la unidad.
Erik la miró alejarse, la melena ondeando al ritmo de su paso rápido y nervioso, las caderas apenas insinuadas en la bata blanca. Recordó un asunto que tenía pendiente con ella y sonrió.
Había un modo de averiguar si sabía o no de sus llamadas.
«Menudo gilipollas», pensó Inés enfadada. Se lo había preguntado como lo habría hecho con Dan o con cualquier amigo, ¿creería que lo estaba persiguiendo? Podía creer lo que quisiera, pero le estaba bien empleado por pensar en siquiera tener una amistad con él. Se había acabado, más claro no lo podía haber dejado. ¿Cuándo iba a aprender?
Antes de marcharse a comer algo, fue a la UCI para visitar a Hoyos. Tenía poco tiempo, pero una preocupación latente la perseguía desde primera hora de la mañana. Apartó a Erik del centro de sus pensamientos y entró en la imponente sala de la UCI de adultos; su tutor estaba tendido en la cama articulada, solo. Inés sabía que el régimen de visitas era muy restrictivo, pero era desolador ver que nadie lo acompañaba La frialdad del amplio espacio en tonos blancos y azules la hizo estremecerse, no tenía nada que ver con el ambiente colorido y alegre que intentaban imprimirle en Pediatría. Se frotó los brazos, la temperatura era gélida, era más parecido a estar en un laboratorio que en una sala de hospitalización, las luces blancas e intensas hacían daño a la vista.
Se acercó a los pies de la cama, cogió la hoja de tratamientos del cajetín, y le echó un vistazo rápido a las múltiples medicaciones que sostenían las funciones de su corazón, sus pulmones y sus riñones. Estaba sedado por completo y conectado a un respirador. No pintaba nada bien, y se volvió hacia el médico tratante, que se acercó hasta ella con expresión preocupada.
—Aguanta, pero está muy débil —murmuró a su lado el ucista—. Anoche pensábamos que no saldría adelante.
—¿Se sabe algo más? —Inés aferró la mano de su tutor. Estaba tibia, pero inmóvil, y su piel se teñía de una palidez espectral. Unos dedos helados envolvieron su corazón.
—No. No hemos podido bajarlo al TAC. Hasta esta mañana no logramos estabilizarlo. —La alarma del monitor de otro paciente interrumpió sus explicaciones, y el médico se alejó, despidiéndose con un gesto, para ver qué ocurría.
Inés salió de la UCI con una sensación de irrealidad. Quisiera haberle contado lo bien que había ido todo en el congreso. Que estuviera orgulloso de ella, que viera que sí se involucraba, que sí podía hacer un trabajo duro, que la medicina era importante para ella. Se preguntó si tendría la oportunidad de hacerlo alguna vez.
Erik sonrió cuando la enfermera extrajo la aguja de su antebrazo y puso un apósito sobre la pequeña herida de la punción.
—Tiene que apretar, para que no le salga hematoma —dijo la chica. Era muy jovencita y estaba roja como un tomate. Ensanchó la sonrisa y ella lo miró con toda la pinta de querer esconderse debajo de la mesa.
—Gracias, lo haré.
Primer paso, listo. El resultado de las analíticas estaría en unos días, pero tenía las que se había hecho tres meses atrás. En la Unidad reinaba el silencio, y por la puerta entreabierta vio que Inés seguía trabajando en el despacho de residentes. Bien. Entró al suyo y abrió su historia clínica en el ordenador.
Mientras se imprimían las hojas, tras pensarlo un segundo, tecleó en la búsqueda de pacientes: María Inés Morán Vivanco.
Se desplegó la historia clínica, casi vacía. Un chequeo ginecológico un par de años antes, con todo en regla, el relato de la apendicitis, y unas analíticas. No lo había dudado ni por un segundo, pero era bueno comprobar que estaba sana. Una cosa menos de la que preocuparse.
Cogió las hojas impresas y las metió en un sobre. Ahora se verían las caras.
Hasta que Erik no encendió la luz, no se percató de que ya casi había anochecido y que se inclinaba hacia la pantalla con los ojos entrecerrados para poder ver mejor.
—Te vas a quedar ciega —la amonestó.
Inés se frotó los párpados, obteniendo una agradable sensación de descanso al apartarlos del ordenador.
—No me había dado cuenta de que era tan tarde —musitó, con la voz ronca. Tenía la garganta seca, no había bebido nada desde el almuerzo y sentía que la lengua se le pegaba al paladar—. ¿Qué necesitas?
—Te llamé para recordártelo, pero no contestabas —dijo, blandiendo un sobre. Inés lo miró con curiosidad.
—¡Oh! Lo siento, me olvidé el móvil en el coche y esta mañana me levanté tardísimo. No me dio tiempo de ir a buscarlo.
—Te dejaste el móvil en el coche… ¿Te dejaste el móvil en el coche? —interrumpió Erik, endureciendo el tono—. No sé de qué me sorprendo. En fin, esto es para ti.
Inés recibió en sus manos el sobre y le dio las gracias, sacando las hojas. Vaya. Contenían el resultado de unas analíticas con hemograma, bioquímica, coagulación y serologías, incluido el VIH. Todo en regla. Miró a Erik, murmurando un agradecimiento, confundida.
—No entiendo, Erik. Esto no tiene mucho sentido, ¿no?
—Lo prometido es deuda —dijo él con una sonrisa torcida y sin dar mayores explicaciones—, los resultados son de hace tres meses. En cuanto tenga los últimos, te los paso.
Fue entonces cuando reparó en el pequeño apósito sobre el hueco del codo.
—Yo aún no los he impreso. Si esperas un momento, te los doy —comentó Inés, sorprendida por su celeridad en entregarle lo pactado. Aunque en realidad, aquel protocolo era inútil ahora que todo había acabado.
—No es necesario —aseguró él, interrumpiendo sus cavilaciones.
—Me halaga tu confianza —dijo Inés, sin saber muy bien qué decir.
—No, no me hace falta porque ya los conozco. Me he metido en tu historial y ya he visto…
—¿Que has hecho QUÉ? ¡Erik!
Inés estaba horrorizada. No tenía nada que esconder, pero suponía tal invasión de su privacidad que se quedó en blanco. Él tuvo la decencia de parecer al menos un poco culpable.
—Que sepas que después de esto, me siento con total derecho de revisar TU historial cuando me dé la gana —espetó, indignada hasta el punto de farfullar más que hablar. Erik se puso súbitamente serio.
—No lo hagas —dijo con tono de advertencia.
Inés soltó una risita incrédula. Estaba empezando a enfadarse de verdad, ¿qué mierda se creía?
—Inés, preferiría que no lo hicieras. Por favor —insistió, algo más conciliador ante su mirada acusadora—, ahí está el curso clínico de mi psicóloga y no me gustaría que leyeses esa información —concluyó, incómodo. Ella volvió a reír.
—Muy interesante —rebatió con sarcasmo—. ¡Un aliciente más para hacerlo! Pero tranquilo, grandullón, no tengo ningún interés en desvelar tus secretos —se apiadó, al ver el semblante angustiado de Erik—. Eso sí, ¡no vuelvas a entrar en mi historia! Eso es un delito —le advirtió, señalándole con un dedo acusador.
—Lo siento —murmuró él, antes de desaparecer por la puerta.
Inés chasqueó la lengua, fastidiada. ¡No le tenía ningún respeto!, ¿por qué tenía la impresión de que podía avasallarla a su antojo?, ¿porque habían follado? Sentía que la cabeza le iba a estallar de la rabia.
Tras una noche dura, en que estuvieron a punto de perder a un pequeño con una sepsis, por fin pudo ir a dormir un par de horas. Inquieta, miraba el busca cada poco rato por si acaso se le había pasado una llamada inexistente. Finalmente, incapaz de quedarse en la cama, recuperó la mitad de su humanidad con una ducha reparadora y fue en busca de lo que le devolvería la mitad que le faltaba: un café bien cargado.
Se apoyó en la barra, ignorando el bullicio y la actividad reinante de la pequeña cafetería, y lo sintió antes de verlo. El instinto la hizo mirar en la dirección correcta. Los ojos azules de Erik la observaban desde la mesa de la esquina donde lo había visto en alguna otra ocasión. Su expresión era enigmática, contenida.
Correspondió con una sonrisa algo forzada. Tenía demasiado reciente el enfado del día anterior y estaba demasiado cansada para lidiar con él. Aun así, tuvo que frenar el impulso de dirigirse hacia su mesa. No quería tomar iniciativas que le ganaran más negativas por su parte: si quería algo de ella, que se lo dijera de frente.
Esperaba con impaciencia a que le sirvieran su pedido cuando Marcos se apoyó en la barra junto a ella.
—Hola. Menuda nochecita, ¿eh?
—Menuda noche de mierda, quieres decir —corrigió Inés. Ambos asintieron, resignados—. El peque está bien, he pasado por la UCI antes de venir.
Inés iba a comentar algo más, pero Marcos la interrumpió poniendo una mano sobre su brazo.
—Inés, escucha. Sé lo que me dijiste en su día, pero han pasado un par de meses de aquello y… ¿no te gustaría salir conmigo alguna vez? —Mierda. Ahí estaba la mirada de cachorrito desvalido. Marcos compuso un mohín de pena y no le quedó otra que echarse a reír—. ¿Una cenita de nada?
—No lo sé, Marcos —murmuró Inés. Erik estaba demasiado presente en sus pensamientos y en su piel. Y no había olvidado su salida de tono, aunque ahora le parecía más bien algo cómico.
—No hay prisa, piénsalo —dijo él, encogiéndose de hombros. Inés asintió de manera imperceptible y él le lanzó una mirada esperanzada—. Me conformo con eso.
Se marchó antes de que Inés se arrepintiera de ese sencillo gesto con la cabeza. No debería haberle dado alas, pero en realidad, no tenía ningún motivo para negarse.
Gracias a Dios, en ese momento, la camarera dejaba su café, su zumo y sus tostadas en la barra. Necesitaba desayunar e irse a casa. Sentía que si se echaba en el suelo, se quedaría dormida en el acto. Asió la bandeja y se sentó en una mesa al lado de la ventana, mirando de soslayo cómo Erik se marchaba de la cafetería sin siquiera hacer un gesto para despedirse.
Antes de irse a casa, pasó por la UCI con la esperanza de ver a su tutor despierto, pero seguía conectado al respirador. No había cambios, aunque al menos tenían un diagnóstico; las imágenes del TAC craneal en el ordenador mostraban la inconfundible silueta de un tumor: una recaída del cáncer pulmonar con una metástasis cerebral.
Una plegaria espontánea dirigida al universo brotó de los labios de Inés.
Frente a la puerta del ascensor de su piso, dudó entre recuperar su móvil del coche o pasar de todo e irse directamente a descansar. Soltó una maldición mirando al techo y bajó hasta la plaza de garaje. Seguro que su madre y Loreto ya estaban frenéticas, sin saber nada de ella durante más de veinticuatro horas, pero cuando tuvo el aparato entre las manos y revisó las llamadas perdidas, un solo nombre la dejó clavada en el sitio.
Erik.
Erik la había llamado.
Dos veces, justo después de haber llegado a casa.
Tuvo ganas de darle unas patadas a las ruedas del vehículo. ¡Qué mala suerte, haberse olvidado el móvil! Revisó con ansiedad WhatsApps y email por si había intentado comunicarse por otro medio con ella. Un SMS escueto, de tono casi clínico, hizo que el corazón le diera un vuelco.
«No me gustó cómo nos despedimos anoche. Tenemos que hablar».
¿Quizá por eso se mostraba tan frío con ella? ¿Porque no había contestado? Un nudo de inevitable esperanza se le instaló en el estómago. La había llamado. ¿Por qué? ¿Qué querría?
Se debatió entre las ganas de devolverle la llamada o contestar su mensaje y el pánico a estrellarse contra un muro de piedra. Se lo había dejado bien claro: se había acabado. Sacudió la cabeza para alejar el insistente pensamiento con que la traicionaba su subconsciente. «Te echa de menos». No. No podía ser eso. Lo más probable era que se le hubiese olvidado algo en su coche, o tal vez tenía algo suyo o, ¡peor aún!, necesitaba darle algún recado importante del hospital. Para ella, volvía a ser el Dr. Thoresen, cardiocirujano y nada más, pero no pudo evitar pasar todo el día pegada al móvil por si Erik la llamaba.
Al caer la noche, comprobó que no había hecho absolutamente nada. Había deambulado por su apartamento como alma en pena, limpiando y ordenando un poco tras casi una semana de estar fuera en el congreso, pero sus salientes de guardia solían ser mucho más productivos. Además, no había ido a danza.
Sonó su móvil y contestó desganada al comprobar que era Nacha.
—¡Hola! ¿Te pasó algo? ¿Por qué no has venido a clase? —preguntó, preocupada.
—Nacha, soy una tonta, una imbécil y no tengo remedio —dijo, fastidiada. Su amiga se reía al otro lado del teléfono—. Llevo todo el día esperando a que Erik me llame, ¿se puede ser más patética?
Inés estaba furiosa consigo misma por haber pospuesto todo lo que tenía pendiente «por si acaso» él la llamaba. No era patético, era tragicómico. Pero Nacha no la llamaba por eso.
—Inés, en realidad te llamo para avisarte. Cecilia te ha puesto verde, ha dicho que te manda de una patada en el culo al nivel básico, y que si vuelves a faltar, te va a echar directamente —dijo, preocupada.
—Mierda… encima el jueves tengo guardia —lamentó aún más el haber faltado sin motivo. «Asúmelo Inés. Erik no te va a llamar», pensó con amargura—. ¡Mierda!
—El viernes ven a recuperar, eso te hará ganar puntos. Vas a tener que aguantarla —aconsejó Nacha, solidaria.
—Tengo la reunión de cardio, tampoco voy a poder ir. ¡Joder! —Con lo mucho que le había costado alcanzar el nivel superior, ahora tendría que empezar de cero.
—Inés, no dejes que ese huevón te sorba el coco —la apremió su amiga, antes de colgar—. Tú vales mucho más que unos polvos, por muy buenos que sean.
Inés se quedó con un regusto amargo con la conversación, Ignacia tenía la cualidad de incidir siempre en sus puntos débiles y no lo encajaba nada bien, pero como muchas otras veces, tenía razón. No podía permitir que Erik la afectara de ese modo. Para empezar, tenía que moverse del sofá.
Como había dormido una siesta de tres horas y llevaba todo el día vagueando, no le apetecía meterse en la cama. Decidió ir a correr, olvidar por un momento al vikingo y salir del estado de ameba.
Media hora más tarde, corría a buen ritmo por el paseo de Américo Vespucio, bajo la luz de los potentes focos. Hacía mucho frío, y eso había espantado a mucha gente, pero tampoco estaba desierto. Lo prefería así. Aunque le gustaba correr sola, Santiago seguía siendo, en muchos aspectos, una ciudad peligrosa.
Estaba llena de energía, así que cuando llegó a sus kilómetros objetivo, en vez de aminorar, dio la vuelta al mismo ritmo. Empezaba a recuperar la forma.
Las endorfinas hacían su trabajo al inundar su cuerpo, borrando el malestar y la pereza acumulada de la tarde. Se sentía eufórica; esa era la razón por la que la gente se enganchaba a correr.
Al llegar al cruce para volver a su calle, una silueta familiar llamó su atención. «No me lo puedo creer», exclamó mentalmente, al tiempo que miraba al cielo en busca de paciencia. Erik hizo un gesto de saludo e Inés aminoró el paso, lanzando una mirada anhelante en dirección a su apartamento.
—Hola, Erik, me pillas de vuelta —aclaró antes de que él hablara, para asegurarse una vía de escape. Él parecía incómodo.
—Inés, escucha… —Se detuvo sin saber muy bien qué decir, y ella recordó las llamadas.
—¿Te olvidaste algo en mi coche?
—¿Eh? ¿Qué? —respondió él, con extrañeza. Inés lo miró divertida.
—Vi tus llamadas y tu mensaje esta mañana, al volver de la guardia —dijo Inés. Tragó saliva antes de proseguir, esperaba que no se notara demasiado la flagrante mentira que le iba a soltar—, pero he estado demasiado liada para llamarte, lo siento.
Erik soltó en una risotada.
—No, no me he dejado nada en tu coche. No es por eso, ya hablaremos. Estás muerta de frío y yo necesito una buena carrera —añadió, al ver como Inés se frotaba los brazos y daba saltitos frente a él.
—Pero ¿de qué quieres hablar? —No. No podía hacerle eso. ¿La iba a dejar con la intriga? ¡Cabrón!
—Te llamaré, vamos a cenar y hablamos —esquivó Erik, sin darle una respuesta. Inés fingió pensárselo, ella también podía hacerse la difícil.
—De acuerdo, pero el jueves tengo guardia y estoy pendiente de una salida a cenar con Marcos… —No podía creerlo. Estaba utilizando a Marcos, al que no tenía ninguna intención de acercarse, para hacerse la interesante. Patético. Encima Erik se echó a reír, sin darle ninguna importancia a su comentario
—Pues revisa tu apretada agenda y avísame cuando puedas hacerme un hueco.
¡Mierda! Su estúpido plan se había vuelto en su contra. Ahora era ella quien tenía que dar el paso. Inés forzó una sonrisa reservada, musitó una despedida, y volvió a la carrera aprovechando que el semáforo se puso en verde.
¿Argucias femeninas con Erik? Y una mierda.
©Mimmi Kass
Te invito a continuar con la historia. Tienes el segundo capítulo aquí: El procedimiento.
¿Qué os ha parecido? ¡Espero vuestro comentarios! Os pido que compartáis, quizá alguien más quiera conocer la historia de Inés y Erik.
Si te ha gustado este capítulo, y no conoces aún Radiografía del deseo, puedes adquirirla en Amazon, aquí en España, y aquí si estás fuera.
La historia de Inés y Erik ha cautivado a miles de lectores en España y Latinoamérica, llegando a ser Top 2 en ventas de Erótica, y manteniéndose dentro del Top 50 después de cinco meses de su publicación. Te invito a probar una erótica distinta.