Ya estamos en octubre. Parece mentira. El otoño avanza y, por las mañanas, cuando camino al tren a las 6:30 para ir al hospital, ya hace falta la cazadora y la bufanda. Y se agradece el calor en las manos del café que compro para llevar. Reconozco que el otoño me desdibuja un poco, incluso diría que me deprime. Pero este año… este año es diferente. Y es que Radiografía del deseo, mi primera criatura literaria, con la que me lancé a autopublicar en novela romántica, ya está disponible en una reedición de lujo con la editorial Planeta.
Etiqueta: Radiografía del deseo
Radiografía del deseo: promoción de otoño.
Amazon ha vuelto a escoger Radiografía del deseo, esta vez en su Promoción de otoño, para una oferta. Estará del 9 al 16 de noviembre a un precio estupendo: 1,29€ y 1,35$.
¿Qué os puedo decir que no os haya contado antes? ¡Oh, muchas cosas! Pero ya conocéis mi enconada tendencia al autospoiler, así que seré breve, y solo resaltaré unos pocos motivos.
El mundo de la medicina
«No permitas que tu corazón se transforme en piedra».
Esa es la frase con la que abre Radiografía del deseo, y el corazón de su portada, que identifica toda la serie En cuerpo y alma, habla a gritos de lo que nos vamos a encontrar. Erik, el protagonista masculino, es cardiocirujano en la Unidad del Corazón Infantil del Hospital San Lucas. Inés, la protagonista femenina, se está formando allí como residente de Cardiología Infantil. Sus maneras de ver la vida son muy diferentes, y esto se refleja en su manera de ver la medicina, pero dejaré que el Dr. Thoresen lo diga en este pequeño extracto:
«—Inés, no tienes ni idea de lo que significa ser cardiocirujano. Hay que tener madera para abrir en canal a un niño y sostener su corazón entre las manos, sabiendo que de lo que hagas depende su salud, su futuro, su vida…o, al menos, su calidad de vida. No tienes ni idea —repitió entre dientes. Comenzaba a sentirse de nuevo invadido por la ira y prefirió cortar la conversación—. Yo no me meto en cómo enfrentas tu trabajo. No te atrevas a juzgarme en el mio».
La tensión de las emergencias, la pérdida de un paciente por el que lo has dado todo, las rivalidades, la disparidad de opiniones, los errores humanos…los médicos son de carne y hueso, y eso es lo que Radiografía del deseo te ofrece: sumergirte de lleno en la vorágine de sus vidas.
La lucha contra la atracción y el deseo
¿Los opuestos se atraen? ¿Aunque los separen cinco mil kilómetros por su lugar de origen, crianza y educación? ¿Aunque sus temperamentos sean como el hielo y el fuego? Erik vive dedicado a su trabajo como cardiocirujano, Inés intenta equilibrar todas las facetas de su vida, la medicina es muy importante, pero no lo es todo. Erik no tiene tiempo, —ni tampoco está muy interesado—, para relaciones serias. Inés está segura de que encontrará al hombre adecuado para su proyecto de futuro. Erik es noruego, Inés es española. Los dos se encuentran en Chile y saben que no son lo que están buscando…¿qué crees que puede pasar?
Vienen más noticias
Y podría escribir miles de palabras, hacer spoilers de todo lo que pasa en el libro, de las peleas, de los besos, ¡el sexo!, las luchas internas que ambos sufren, de los conflictos por vivir en un país que no es el tuyo, lejos de tu familia…pero lo mejor es que conozcas la historia a través de sus personajes y los acompañes a lo largo de la serie. ¿Y qué mejor que con una promo estupenda?
Otra buena razón: por la promoción del Black Friday (del 20 al 26 de noviembre), el siguiente libro de la serie que es Diagnóstico del placer También estará de promoción. ¡Y el 28 tendréis el cuarto, a Corazón abierto, en vuestras manos! Es una buena oportunidad y estás a tres clics de conocer una historia de amor que se meterá bajo tu piel.
¿Quieres más? Aquí te dejo el booktrailer (no lo abras en el trabajo, ¡lo aviso!).
Aquí, una recopilación de las reseñas.
También tienes los primeros capítulos para ir abriendo el apetito: (os adelanto que el tercer capítulo, Míster Proteínas, es de mis favoritos no solo de Radiografía del deseo, sino de toda la serie.
Por si te animas, y para que los tengas a mano, te dejo aquí los enlaces de las tres novela publicadas.
En cuerpo y alma: Ficción erótica, Ficción médica y Romance.
Con cariño,
© Mimmi Kass.
En este post, quiero reunir las reseñas de mi novela erótica, Radiografía del deseo y aprovecho de agradecer a todas las lectoras que me han apoyado, han reído y llorado, y me han brindado una palabra de aliento todas las veces que he querido mandarlo todo a tomar fanta. Que las ha habido. Unas cuantas. Muchas. Repetidas.
La primera que vio la luz fue la de Vanessa Pazos, en Sexeducando. Fisioterapeuta, doctorada en educación sexual y sexóloga en ciernes.
Rebeka October, también escritora, y que mantiene activas varias páginas webs, hizo una preciosa reseña en Mi sangre derramada.
Yasnaia Altube tiene un completísimo blog de reseñas, muy enfocado en la narrativa romántica y erótica, y realiza un trabajo impecable en Con Aroma a libros. Fui su autora elegida en Romántica a tres bandas en el mes de julio.
Zoraida Granados Pazos hizo un extenso análisis desde su perspectiva de psicóloga y sexóloga de la novela, en Psicología ConPasión.
Noemí, Mysticnox en Twitter, también habló de Erik Thoresen como protagonista masculino, e hizo una reseña con la doble perspectiva, de enfermera y lectora, en Romanticamente.
En el blog Gocce de essenza, también recomiendan Radiografía del deseo.
Maite Mosconi, mi querida compañera de correcciones infernales y amiga hizo también una reseña como estreno de su blog.
Y también al blog Cruce de caminos, que dejó constancia del paso de Radiografía del deseo por el III Concurso Amazon para autores independientes.
A todas ellas, y a todas las personas que me leéis, gracias. Este camino no sería posible sin vosotros al otro lado del papel y la tinta. ¡Incluso cuando sea electrónica!
Ya no hay vuelta atrás…
Mil besos,
Mimmi Kass
Uno de los capítulos eliminados de Radiografía del deseo, que, en realidad, no aportaba nada a la trama, pero que a mí me sirvió para perfilar el personaje de Inés. Espero que lo disfrutéis.
LA PLAYA Y EL SEXO
El «núcleo duro». Ella y Nacha habían empezado el mismo año en la escuela de danza, hacía ya diez años, y desde entonces eran inseparables. Mónica llegaría un par de años después y Carola, pese a llevar con ellas tan solo dos cursos, se había integrado perfectamente en el grupo.
Cuando llegó a casa de Nacha, las risas y la música se escuchaban desde la puerta exterior. Llamó al timbre, pero no la oyeron. Tampoco las llamadas que hizo a sus móviles. Tocó el claxon con fuerza y por fin Mónica abrió la puerta riendo, con un Cosmopolitan en la mano.
—Toma, empieza a beber, que te llevamos mucha delantera.
Inés dejó escapar una sonrisa traviesa y apuró un trago del delicioso cóctel.
Dejaron la maleta abandonada a los pies de la escalera y salieron a la terraza junto a la piscina. Inés se descalzó, se quitó la pinza que sujetaba su moño y se estiró sacudiendo la melena, con una sensación de libertad que creía haber olvidado.
—¡Eso! ¡A soltarse las trenzas! —exclamó Nacha.
Intercambiaron besos y abrazos, e Inés se adueñó de una de las tumbonas. Carola le tendió un plato con palitos de zanahoria, apio y salsa rosa y se abalanzó sobre él. No comía nada desde su rápido almuerzo al medio día.
—¿Cuál es el plan? ¿Vamos a salir esta noche? —preguntó Carola. Las respuestas se amontonaron una sobre otra, pero destacó la de Inés.
—¡Ni loca! ¡Quiero dormir!
Se hizo silencio y sus amigas la contemplaron, asombradas. Nacha se levantó con gesto resuelto.
—¡De eso nada! Vamos a arreglarnos ahora mismo. Inés, estás insoportable, ¿se puede saber qué te pasa?
Ella hizo un gesto obsceno con la mano que y las hizo reír a carcajadas.
Finalmente subieron a la habitación de Nacha a arreglarse. Entre maquillaje, secadores de pelo, preguntas sobre el aspecto, y algunos préstamos de zapatos o de complementos, Inés se desahogó con sus compañeras sobre las últimas semanas. El apellido Thoresen se repitió varias veces.
—¿Es el vikingo mijito rico? —inquirió Nacha con malicia. Ante las demandas del resto, que no sabía nada, hizo un rápido resumen de la situación.
—Sí, es el. Pero repito, es un cabrón. Un cabrón maleducado, mandón y abusador.
—Te gusta.
—Que no.
—¡Te gusta mucho! —dijo Nacha, riendo a carcajadas, coreada por las otras dos mientras Inés emitía exclamaciones de protesta.
—¡Que no! —dijo enfadada—, además, después de lo que pasó, no me hace ni caso. Ni me mira. Lo único que hace es mangonearme. No quiero saber nada de ese cabrón.
Una hora después, salían en dirección a La Canasta, el pub restaurante de moda en Papudo. Pidieron un surtido de empanaditas de camarón con queso y una ronda de pisco sour. La noche era cálida y tenían que alzar la voz para hacerse entender sobre la música y el volumen de las otras conversaciones. Mónica, que siempre estudiaba la oferta masculina del local, hizo un gesto señalando detrás de ella con expresión cómplice.
—¿Veis esa mesa de ahí? Nos están mirando.
Todas se interrumpieron para echar un vistazo. Tres hombres las observaban con sonrisas interesadas. Ellas juntaron las cabezas para conspirar un plan de ataque y se repartieron los ejemplares entre carcajadas. No fue necesario implementarlo. Poco después los chicos se acercaban a su rincón, pidiendo sentarse con ellas.
Nacha llevó la voz cantante. Dos de ellos eran de Viña del Mar y venían a pasar el fin de semana a la casa del tercero, que gestionaba una escuela de surf. Y ese tercero era bastante atractivo. Moreno, de ojos oscuros, muy bronceado y con una sonrisa de dientes relucientes, con ese aspecto cuidadosamente casual de los surfistas.
Se llamaba Andrés y se las ingenió para acaparar a Inés en una conversación un poco más íntima, pero ella leyó en Carola todas las señales. El chico le gustaba. Lo escuchaba con atención aunque sus palabras no fueran dirigidas a ella, reía sus bromas, se llevaba las manos al pelo y a los labios…
Inés no quería líos. Se excusó para ir al baño, pero en lugar de eso, cruzó la calle y se acercó al mar. Se sentó en el pequeño muro de cemento que separaba la acera de la playa y observó a la gente en sus idas y venidas: adolescentes arreglados que iban a la discoteca, parejas que paseaban enamoradas, alguna familia que salía de una sobremesa tardía. Se sentía letárgica. Agotada.
—Oye, ¿por qué te has ido? ¿Estás bien? —La voz preocupada de Nacha la sacó de su ensimismamiento. Llevaba fuera más tiempo del que había creído, comprobó al echarle un vistazo a su reloj.
—Quería darle cancha a Carola —explicó, encogiéndose de hombros.
—Pues parece que resultó, porque nos invitaron a tomar un trago a la escuela de surf. ¿Vamos?
Inés sonrió. No les iba a aguar la fiesta a sus amigas, aunque lo que quería en realidad era meterse en la cama y dormir hasta el día siguiente.
La escuela de surf era en realidad el bajo de una casa de playa, donde el garaje hacía las veces de aula, tienda y taller de reparaciones. En una de las esquinas, Andrés había acondicionado una pequeña barra de bar. El chico vivía allí todo el año. Le iba bien, no podía quejarse. En realidad era ingeniero, pero su vida era el surf.
Las preguntas que Carola hacía eran interesantes. Nacha y Mónica conversaban también con los otros dos chicos, Inés ni se acordaba de los nombres. Intentó poner atención a lo que hablaban, pero pronto empezó a reprimir los bostezos. Andrés interrumpió su conversación con Carola y se acercó a ella.
—Oye, ¿quieres tenderte en la hamaca?, tienes pinta de cansada. Está aquí mismo —le ofreció con una sonrisa.
Inés sonrió a su vez, culpable.
—La verdad es que estoy muerta. He tenido una semana dura, ¿en serio no te importa?
Él la condujo hasta el exterior. Anclada a la fachada y a un árbol frutal, había una preciosa hamaca mexicana.
—Sube —indicó él.
Inés se encaramó obediente, tras quitarse las sandalias, y se acomodó en la tela emitiendo un suspiro de satisfacción.
—Es genial, ¿verdad? —preguntó el, balanceándola suavemente. Ella asintió con una sonrisa. Era muy atractivo. Quizá…
—¡Ah, están aquí! —exclamó Carola, acercándose. Vaya. Andrés le lanzó una mirada divertida y luego sonrió a la recién llegada.
—Sí, le estaba mostrando a Inés la hamaca. Para que descanse un rato.
—Ah. ¿Volvemos dentro? —ofreció Carola con una sonrisa forzada, con pinta de ultimátum. Inés no tenía ningún interés en participar en aquel triángulo de tiras y aflojas.
—Sí, sí. Volved. Yo me quedo aquí descansando.
Finalmente, Andrés se acercó a su amiga y se dirigieron al interior. Inés dejó escapar una sonrisa al ver que él agarraba a Carola de la cintura. Después se quedó dormida. Y sola.
Despertó muerta de frio cuando Nacha la sacudió para avisarle que volvían a casa. Eran las cuatro de la mañana.
Ya en la gran cama matrimonial que compartirían, Nacha le pegó un codazo, sorprendida con las reacciones de Inés.
—¡Qué onda con Andrés!, ¿No te diste cuenta de que te estaba tirando los tejos?
—Sí, claro que me di cuenta —reconoció ella—, pero a Carola le gustaba más… Nacha, estoy como apática. No sé lo que me pasa, pero no quiero nada con ningún hombre.
—¿No decías que andabas necesitada de un buen polvo?
Ambas rieron en voz baja.
—Ese es el problema, encontrar a alguien que te folle bien.
—¿Y el vikingo?
Inés suspiró resignada, apartando el recuerdo del polvazo con Erik.
—Más me vale mantenerme lejos, además, sé que no le intereso.
—Inés, nunca has tenido problemas para tener al hombre que quieras.
—Eso es muy relativo. De todas maneras, creo que me voy a comprar un vibrador o algo. ¡Menos complicaciones!
Volvieron a reír, esta vez a carcajadas. Las otras chicas las mandaron callar a través del tabique.
—¿No tienes ninguno? ¿En serio? —le preguntó Nacha, incrédula. Inés negó con la cabeza—. Pues eso habrá que arreglarlo.
Inés le tiró una almohada para hacerla callar, y tras ser increpadas por Mónica de nuevo, se acomodaron para dormir unas horas.
Pasaron un fin de semana delicioso. Por la mañana, tras un buen desayuno se fueron a la playa. Almorzaron en un chiringuito unas machas a la parmesana para seguir después disfrutando al sol. Cuando se levantó el viento, se refugiaron en la piscina, refrescándose con unos margaritas que Inés y Mónica prepararon, y unos nachos con guacamole. Por la noche, encargaron unas pizzas.
Después volvieron a quedar con Andrés y sus amigos, pero cuando les ofreció ir de nuevo a su casa, sólo Carola lo acompañó. Ellas volvieron relativamente temprano y pusieron una película en la TV, “Sex and the city”. Rieron comparando su versión criolla de fin de semana con la historia de las protagonistas.
El domingo, Inés se levantó a mediodía extrañamente despejada, pese a no haber dormido más de cinco horas. Puso la cafetera y comenzó a preparar el desayuno cuando Nacha apareció agarrándose la cabeza con las dos manos. Ella se echó a reír, compasiva.
—¿Resaca?
Su amiga asintió, sirviéndose un vaso de agua para tomarse los dos comprimidos que traía en la mano.
—¿Tu no? —preguntó extrañada.
—No. Pero sólo porque no me atiborré con margaritas —respondió riendo—, sois una panda de borrachas irresponsables. ¡Hey! —exclamó al recibir en la cara un paño de cocina.
Nacha se sentó junto a ella con la taza de café en la mano y aceptó una tostada.
—¿Te gustaría pasar el día vuelta y vuelta, en la playa?
—Me parece genial —respondió Inés.
Acabaron el desayuno y con las bolsas de la playa colgando del hombro, se asomaron a la habitación donde Mónica y Carola dormían para avisar que se marchaban. Sólo emitieron un par de gruñidos.
Inés llevaba su bikini brasileño. La parte de arriba sin tirantes, y la parte de abajo, obscenamente pequeña sin llegar a ser un tanga. Odiaba las marcas blancas, si hubiera podido, habría tomado el sol desnuda. Se tendió boca abajo y se desabrochó el sujetador. Nacha extendió crema sobre su espalda.
Inés disfrutaba del tacto de las manos sobre sus hombros.
—Inés… Ayer me dejaste preocupada. ¿Qué es eso de que estás en una etapa asexual?
Ambas rieron.
—Te lo digo en serio. No quiero saber nada de hombres. Estoy anestesiada, chata, abúlica perdida. Después de Jaime, tuve unos meses bastante alocados, y en Rochester…bueno, allí estuve saliendo con un chico maravilloso, pero ambos sabíamos que era algo temporal. Y después de la metida de pata con Erik… ¡No sé! Necesito un descanso.
—¡El parásito! ¡Ese es el problema! Te chupó toda la energía, por eso estás así. ¿Has sabido algo de él? —dijo Nacha, exultante.
Inés le dedicó un pensamiento a su última relación estable. Estar con Jaime fue cómodo, conveniente. El sexo, agradable. Pero su carácter complaciente le jugó una mala pasada y empezó a renunciar a su propia vida para acompañarlo y desarrollar las facetas de él; el peso de cuidar la relación recaía exclusivamente en ella. No se le cayó la venda hasta después de un año, pese a las advertencias de Nacha, de Dan, de Loreto… Agotada, dejó de hacer esfuerzos para que todo fuera bien, y todo se vino abajo. Recordó con una risita la sensación de libertad.
—No se nada de él, creo que está trabajando en una clínica privada.
—Mejor. Igual estás enferma —insistió Nacha. Ella emitió una risita.
—Estoy sana como una manzana, en serio. Simplemente… no me apetece.
—Está bien, princesa, todas pasamos por etapas. Pero hazme saber si te pasa algo, okay?
Inés prometió que la mantendría informada.
Pasaron todo el día en la playa, compartiendo agua fría y confidencias en topless. Cuando Carola y Mónica se acercaron a despedirse, charlaron juntas durante un rato hasta que se fueron y, después, ellas siguieron disfrutando de la tarde. No volvieron a la casa hasta que empezaron a frotarse los brazos, ya vestidas, y tenían la piel de gallina.
Llegaron a Santiago más allá de las diez de la noche. Inés se despidió de Nacha con un abrazo apretado.
—Gracias por este fin de semana. Lo necesitaba. ¡Y por fin tengo un moreno decente! —exclamó riendo.
—Estás preciosa, princesa. ¡Y hay que repetir! —respondió su amiga, colocándole el pelo tras la oreja en un gesto cariñoso—. ¿Quizá para tu cumpleaños? ¡Falta poco!
Era cierto, ya pensarían en algo bueno.
Cuando llegó a casa, se metió en la cama con una punzada de desazón. ¿Por qué estaba así? ¿Había hecho bien en dejar Estados Unidos? ¿Se le había pasado la ilusión de empezar la subespecialización tan solo en tres semanas?
©MimmiKass
Si te ha gustado este capítulo, seguro que te encantará la novela.
Si todavía no conoces la historia de Inés y Erik, Radiografía del deseo es la primera novela de la serie En cuerpo y alma. Top 2 en Ficción erótica de Amazon, sigue después de seis meses, entre los títulos mejor valorados y más vendidos.
El primer capítulo está disponible en este enlace: El retorno.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: Residentes.
Diagnóstico del placer ya está disponible en Amazon. Durante la primera semana en venta, alcanzó el top #1 de ventas en ficción erótica tanto en Amazon España como en Amazon.com latinoamérica y ya ha conquistado a miles de lectores.
Si disfrutaste con la primera entrega, te emocionarás con la continuación. Te invito a experimentar una lectura muy distinta, ¿te atreves a salir fuera de tu zona de confort?
El primer capítulo está disponible para su lectura en este enlace: La cruda realidad.
El segundo capítulo también, en este otro enlace: El procedimiento.
Como sabéis, que ya me he encargado yo de daros la lata anunciándolo a bombo y platillo, el mes pasado por fin salió a la venta Radiografía del deseo, mi novela erótica autopublicada. Aprovecho de dar las gracias a todos aquellos que me acompañáis en este camino, que os dais el tiempo, no solo de comprar y leer la novela, si no de comentar, compartir y comunicaros conmigo para darme vuestras impresiones. ¡GRACIAS!
Algo que se ha repetido, sobre todo en mensajes privados, es que me preguntáis sobre el vibrador que Inés, la protagonista femenina, utiliza para masturbarse en la novela. Así que, en retribución a vuestra sanísima curiosidad, y todavía con la resaca del Día Internacional del Orgasmo Femenino, os presento al «Battery Operated Boyfriend» de Inés: el Iris de LELO®
ENTRANDO EN MATERIA
El Iris es un vibrador de tipo fálico, o penetrativo. Es decir, su forma alargada busca ser similar a la del pene. Todos sabemos que no hay nada que iguale su magnificencia, pero su diseño es tan, tan bonito, que casi nos hace olvidarlo. Además, tiene un tamaño…grandecito.
El anillo plateado separa dos partes, una de plástico duro de PVC que aloja el botón de control y el conector para cargarlo, y la que entra en contacto con la piel. Ya os he hablado, en el post del ratoncito, del tacto satinado, suave y delicado de la silicona médica que utiliza LELO® en todos sus juguetes. Es inmejorable, pero es que en este caso se suman unos relieves en forma de pétalos, tanto en la mitad del vibrador como hacia la punta, que aumentan la fricción y hacen que la experiencia sea aún más sublime.
CALENTANDO MOTORES
En plural. Porque otra característica especial de este amigo es que consta de dos motores, que generan la vibración justo en la zonas de mayor relieve de los pétalos, ¡estos suecos no dejan nada al azar! Para probar los distintos tipos, el botón de control tiene dos flechas con las que se eligen los modos: vibración continua de la punta, vibración continua del motor situado a la mitad, vibración intermitente de ambos motores a la vez, vibración alternada y, la más deliciosa, vibración continua de ambos motores a la vez. La señal “+” enciende el vibrador y aumenta la potencia, y el “—“ la va disminuyendo hasta apagarlo. Muy fácil e intuitivo, ¡no tiene pérdida!
LAS MANOS EN LA MASA
Siempre es mejor ir de menos a más, por ejemplo, una vibración continua de baja intensidad, solo de la punta. También recomiendo no tirarse directamente al dulce, ¿cuál es la prisa? Mucho mejor recrearse en el placer de deslizar el vibrador por otras zonas erógenas menos evidentes, como el cuello, la línea de los hombros, el abdomen, el interior de los muslos, por supuesto sobre los pechos y los pezones… soy muy fan de ir construyendo cierta expectación antes de viajar al centro
de la tierra del cuerpo. Además, un recorrido más sinuoso hasta la meta conseguirá que estés, casi con toda seguridad, lo suficientemente endulzada como para no necesitar ningún tipo de lubricante más allá del natural. Si lo necesitas, o lo prefieres, hay que recordar que los juguetes deben ser utilizados con lubricantes con base acuosa para no dañarlos. Si vas a usarlo con un lubricante de base siliconada, es mejor que lo recubras con un preservativo.
A estas alturas ya empieza a apetecer la penetración, pero ¡aún no! ¡Recréate! Disfruta de tu cuerpo. Dibuja los labios de tu sexo con la punta, acaricia el arco del pubis, donde se asientan las alas del clítoris, y deja el botoncito mágico para el final, que ya se encargará él de que veas los pertinentes fuegos artificiales.
Volviendo al tema. Lubricante. Hay muchos tipos, pero yo hoy os voy a recomendar el de la marca erótica Shunga. El lubricante Toko tiene una textura que no es pegajosa (para mi vikingo esto es fundamental), huele genial y no necesitas mucha cantidad. ¿He dicho ya que huelen genial? Y no solo eso, su sabor es también una delicia, y tiene la ventaja frente a otras marcas que no deja ese regusto a plástico de otros lubricantes. No se me ocurre mejor topping que ponerle al dulce.
A CUATRO MANOS…
Imaginad que el recorrido sobre tu cuerpo no lo haces tú, si no que le pasas el testigo a tu pareja. Ya sabéis que soy partidaria de que estos juguetes se disfruten tanto a solas como en compañía. Con tu pareja al mando, que te acaricie y que comience la penetración, profundizando muy suavemente, a una cadencia lenta. Que te haga enloquecer. Que te haga pedir más…y que no te lo dé. Y si a este juego además le añades unas cintas de raso que inmovilicen tus muñecas al cabecero de la cama…imaginad. Fantasead. Habladlo, si os apetece, si os da morbo, si os da miedo, si hay reparos. Habladlo largo y tendido antes de llevarlo a la práctica, y después… bueno, eso queda entre tu pareja y tú. Y el Iris, claro.
Como ya hice en este post, siempre intento que mi vikingo me dé su punto de vista. Siguiendo la premisa de que lo bueno, si breve, dos veces bueno, os dejo su aportación, como siempre, sin modificar.
«Este cacharro tiene el tamaño perfecto para una doble penetración. Y lo que más me gusta es ver lo mucho que le gusta a ella».
Como veis, perversamente imaginativo, crudo, y a la vez generoso.
Ya no os entretengo más. Solo recordaros que mi novela, Radiografía del deseo, está participando en el Concurso Indie 2016 de Amazon. ¡Te invito a que me apoyes en esta aventura!
Si te ha gustado el post, los comentarios son más que bienvenidos. ¡Y comparte! Quizá a alguien más le guste conocer al B.O.B de Inés.
Mil besos,
©Mimmi Kass.
Radiografía del deseo ya está disponible en Amazon y participa en el Concurso Indie 2016.
Te invito a apoyarme en esta aventura, ¡demostremos que el género erótico también tiene su sitio entre los lectores!
RESIDENTES
Martes. Inició su protocolo mañanero con Elton John como acompañante. Música, siempre música. Y baile. Gracias al ballet se mantenía en forma, pero le vendría bien volver a correr con regularidad. Dentro de nada cumplía veintiocho y los años no perdonaban. Se acercaba peligrosamente a los treinta.
Comenzó a vestirse, y sonrió al ver su reflejo en el espejo. La lencería bonita era una de sus debilidades y había comprado ese conjunto de manera expresa para que le diera suerte. La necesitaba. Volver al hospital no había sido lo que esperaba y seguía presa de sensaciones encontradas. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Miró de reojo el reloj y se tendió de nuevo en la cama. Si estaba nerviosa, sabía qué hacer para remediarlo.
Deslizó sus dedos bajo las bragas de encaje de color rosado y buscó su sexo. Con la otra mano, desplazó las copas del sujetador y expuso sus pezones. Cerró los ojos, abandonándose a la sensación de acariciarse mientras recurría a su imaginario erótico habitual, pero un rostro nuevo se atravesó en sus pensamientos. Erik Thoresen. Por un momento, el recuerdo de los ojos azules, los brazos torneados y la boca sensual la desconcertaron, pero ¿por qué no? Recorrió su entrada con firmeza e insistió en las alas de su clítoris, evitando por el momento el núcleo enardecido, mientras fantaseaba sobre cómo sería si él la tocase. Comenzó a respirar de manera entrecortada. Su corazón latía con fuerza al tiempo que sus dedos aumentaban el ritmo, tanto al frotar su clítoris como pellizcando sus pezones.
—Oh, perfecto… —murmuró al percibir las contracciones rítmicas de su interior y la sensación de bienestar que la inundó al llegar al orgasmo. Ya no estaba nerviosa. Se dio un par de minutos para recuperar el aliento y volvió a mirar el reloj.
—Mierda.
Era un poco tarde, así que se vistió a toda prisa y apuró el café, de pie en la cocina. Se dio un toque de maquillaje frente al espejo de la entrada para intentar camuflar la palidez que se había traído del invierno nuclear de Minessota. Tenía que tomar un poco de sol, con urgencia. Le echó un último vistazo al reloj y se puso en marcha. No podía llegar tarde otra vez.
—Vamos. Es la hora.
Erik echó a andar, sabiendo que, si no se movía, Guarida seguiría enterrado en papeleos pendientes. Estaba roto por la guardia de mierda del día anterior, pero antes de irse a casa, quería saber qué pasaba con el paciente con fiebre de la UCI Pediátrica. Prefería que no lo llamaran después por cualquier complicación. Un niño con una comunicación interauricular que no había dado problemas en la cirugía.
¿Dónde estaría Daniel? No lo había visto preparando el instrumental ni en los despachos. Si llegaba tarde otra vez, no lo dejaría entrar a quirófano. Estaba harto de la irresponsabilidad de los residentes.
El equipo de pediatras ya rodeaba la primera cama de la UCI. Ahí estaba la morenita. Inés. «No. Dra. Morán», se corrigió. Creyó advertir una sonrisa fugaz en sus ojos grises, pero no correspondió. Más le valía mantenerse alejado o Guarida acabaría por perder la paciencia con él.
Su pupilo entró a toda prisa y se unió al grupo, pero Erik señaló el enorme reloj de la pared de la UCI para hacerle saber que había llegado tarde. Otra vez. No eran los cinco minutos, que no tenían ninguna importancia, era el hecho de no cumplir con un deber sencillo. Si no era capaz de ser puntual, ¿cómo iba a enfrentar como primer cirujano una operación a corazón abierto? Vio a Daniel palidecer bajo su tono bronceado. Sabía perfectamente que había metido la pata y que habría consecuencias. Bien. Así no lo repetiría.
Prestó atención al residente, que comenzaba el relato del paciente que le interesaba. Después podría irse a casa. No. Mejor al gimnasio, necesitaba moverse. Disipar energía.
—Jorge, cuatro años, sexto día tras cirugía de comunicación interauricular. Inició fiebre en las horas siguientes a la intervención… analíticas compatibles con proceso infeccioso, indicándose antibiótico. Persistencia de la fiebre… por lo que se repiten analíticas que no muestran mejoría. —El chico se detenía de vez en cuando a revisar sus notas. ¿No había tenido tiempo para revisar los pacientes antes de la visita? Su malestar aumentó. ¿Qué les pasaba a los becados? ¡Tenían que reaccionar! Estaban en una UCI de alta complejidad, no en una cafetería—. Se cambian antibióticos a… Imipenem, con cese de la fiebre. Pendiente de resultado de cultivos. Hoy probable alta a planta.
—¿Y la valoración cardiológica? Este paciente necesita una ecografía. —Su voz tronó en el silencio de la UCI. No era lo que pretendía, pero no era capaz de disimular su enfado. ¿Cómo no iba a ser importante esa información?
El residente lo miró, nervioso, negando con la cabeza y el cirujano apretó los labios en una línea fina de desaprobación.
—¿No ha venido ningún cardiólogo en todo el fin de semana?
El pobre residente balbuceaba, intentando defenderse.
—Aparte de la fiebre, no hubo ninguna complicación, mejoró rápidamente con el cambio de antibiótico y… —El chico buscó con mirada de auxilio a los adjuntos mientras intentaba encontrar alguna excusa. Erik hizo un gesto airado con la mano y el residente cerró la boca de inmediato.
—Si hay fiebre, hay que descartar endocarditis. ¿Nadie llamó a los cardiólogos?
En la UCI se instaló un silencio sepulcral. Esto sí que era intolerable. Sintió la ira ascender por su garganta y tensó los brazos a ambos lados del cuerpo con disimulo. Respiró un par de veces para reprimir el acceso y controlar el tono de voz, pero uno de los pediatras de la UCI lo interrumpió, algo molesto. Mejor. Le daría tiempo a calmarse.
—Con la evolución se descarta ese diagnóstico. Sospechamos una infección de orina y hoy tendremos el resultado del urocultivo.
Varias voces y algunos gestos de asentimiento le decían que no era el único en pensar aquello, entre ellos, la residente de cardiología. Erik frunció el ceño, ella más que nadie debería saber que no era lo correcto.
—Hasta que no vea un corazón libre de infección, yo no descarto nada. ¿Quién está hoy de cardio?
Todas las miradas convergieron hacia Inés y Erik se sorprendió al escuchar su respuesta serena.
—Si me dices dónde está el ecógrafo, puedo darte un informe preliminar, Erik.
¿De dónde sacaba esa seguridad? Creía haber entendido que era de primer año, pero no veía a ninguno de los cardiólogos. Valdría la pena quedarse y ver cómo se desenvolvía sin un adjunto.
—De acuerdo. Al terminar la visita lo vemos.
Todos se desplazaron a la siguiente cama, más relajados y cuchicheando sobre lo que acababa de pasar. Inés estudió al cardiocirujano, sorprendida por su intransigencia. Objetivamente, tenía razón, pero ¿hacía falta ser tan desagradable? El niño había mejorado y la ecografía podía esperar.
Los pediatras de la UCI pasaron al frente, atentos a las explicaciones, y Daniel se acercó a ella con una mueca de desagrado.
—Tú siempre por la puerta grande, ¿eh? —la reprendió en voz baja. Inés lo miró, alucinada.
—¡Pero si yo no he hecho nada!
—Para empezar, nadie tutea a Thoresen. Y acabas de llegar. Tienes que ubicarte o te van a llover palos por todos lados.
El residente carraspeó de nuevo, nervioso, y prosiguió con su relato, pero lo ignoraron. Inés le lanzó una mirada a Erik, que revisaba gráficas en el ordenador, ajeno a la visita.
—Para empezar —rebatió ella, entre dientes—, fue él quien me dijo que lo llamara Erik. Y, en segundo lugar, no me he ido a hacer turismo a USA, ¿sabes? —Estaba indignada por la poca fe de su amigo—. Puedo hacer perfectamente lo que me pide. ¿Y por qué no está Hoyos en la visita?
Pasaron al siguiente paciente e Inés le echó un vistazo al pequeño tendido sobre la cama. Estaba muy deteriorado.
Tenía un daño neurológico muy severo. Uno de esos niños que le llegaban al alma, que a veces le daban ganas de salir corriendo muy lejos, pero que sacaban lo mejor de ella como médico. Daniel volvió a interrumpir sus cavilaciones.
—Últimamente no viene nunca a pasar visita, viene algún otro cardiólogo, y los residentes.
Inés lo miró, sorprendida, eso sí que era novedad. Realmente su tutor se estaba haciendo viejo. Y Viviana Yáñez, su residente mayor, tampoco estaba allí. ¿Qué le habría pasado?
A los pocos minutos, la visita se acabó por fin e Inés se vio arrastrada por Dan hacia Thoresen. El escandinavo levantó la vista del ordenador brevemente y siguió con lo que estaba haciendo.
—Un celador traerá el ecógrafo, en cuanto llegue, te pones con ello —dijo sin dejar de mirar la pantalla.
—Okey, no problem! —asintió Inés, alegre como siempre, aunque no apreciaba sentirse ignorada.
—¿Tienes algún problema con el castellano? —le preguntó con sorna el cirujano.
Un momento.
¿A qué venía ese comentario? Daniel le lanzó una mirada preocupada, pero ella soltó una carcajada divertida.
—Lo siento. No puedo evitarlo. Acabo de pasar un año en Rochester y se me escapan las expresiones. ¿No sabes inglés? —añadió con extrañeza fingida y mirándolo con expresión inocente.
Erik apartó por fin la vista de la pantalla del ordenador y la miró con atención.
—Mi inglés es perfecto —respondió molesto.
—¡Entonces seguro que nos entenderemos de alguna manera! —dijo ella con su sonrisa más luminosa.
Menudo gilipollas. ¿Dónde había quedado el hombre seductor y carismático del día anterior? «¡Vete al logopeda para que no se te note el acento, vikingo cabrón!», lo insultó en su mente, pero Daniel se la llevó casi a rastras hasta la cama del paciente, con cara de ponerse a convulsionar en cualquier momento. Thoresen parecía haberse tragado un limón. No podía llamarle la atención por hablar en inglés… ¿o sí?
—Inés, escúchame por favor —volvió a advertirle su amigo—. ¡Ten cuidado con Erik! Este gallo es un genio, pero puede llegar a ser un auténtico cabrón. A veces le gusta ensañarse, lo he sufrido en mi propia carne.
Ella se encogió de hombros.
—Si meto la pata en algo de cardio, puede ensañarse lo que quiera. El resto, no es de su puñetera incumbencia.
Dan movió la cabeza con consternación.
Esto iba a ser muy divertido. Inés recordaba perfectamente algún episodio de gritos e imprecaciones que ella misma había sufrido durante su formación como médico, pero ahora tenía unos cuantos años más y ya no estaba para sandeces de ese estilo. No iba a aguantar que Thoresen, ni nadie, la humillara en su puesto de trabajo. Estaba aprendiendo, sí, pero también estaba trabajando. No entendía el servilismo aborregado de Daniel. El año en Estados Unidos le había abierto los ojos y cortar el cordón umbilical que la unía al Hospital San Lucas le permitía ver las cosas con más objetividad.
La llegada de la máquina detuvo sus cavilaciones. Estudió el teclado de mandos y apagó las luces más directas sobre la pantalla para evitar reflejos molestos. El pequeño estaba bastante sedado, así que no sería difícil hacer la prueba. Al poner el transductor en el pecho, agradeció que todo se visualizara a la perfección.
Los médicos se agruparon en torno al aparato y Thoresen se situó justo detrás de ella, tan cerca que podía percibir la traza sutil de su perfume. La verdad era que se estaba poniendo un poco nerviosa, ¿acaso la gente no entendía el concepto de espacio vital? Por un momento, no pudo evitar pensar en lo que él, sin saberlo, le había regalado aquella mañana, pero pronto se olvidó de todo, a medida que se sumergía en el procedimiento: no había infección en el corazón. Ni rastro de endocarditis.
—Quiero que lo confirme un adjunto —exclamó Erik, mirándola con expresión adusta y algo irónica.
—A mí me ha parecido una ecografía perfecta —apoyó Dan con lealtad.
Inés volvió a sonreír, impertérrita.
—Por supuesto, Erik. Por favor, no te olvides de hacer la interconsulta.
Hizo un gesto de despedida con la mano y dio media vuelta para marcharse a la Unidad, llegaba tarde, y no pensaba dedicarle a aquel vikingo arrogante ni un segundo más.
—¿Es residente de primer año? —le preguntó Erik a su pupilo, que se afanaba en tomar los datos del paciente para hacer él mismo la interconsulta.
—¿Inés? Sí. Pero pasó un año en el Center of Congenital Heart Disease de la Clínica Mayo, por eso tiene tanto nivel. Además, haciendo Pediatría, también se centró bastante en UCI y cardio —respondió Daniel.
Elevó las cejas, apreciativo. A su pesar, estaba impresionado, pero prefería no darles alas a los residentes. Los elogios los volvían confiados. Así que no dijo nada y se encaminó hacia los quirófanos. Su pupilo terminó con el papeleo a toda prisa y trotó para alcanzarlo. Aquella mañana tenían trabajo hasta las cejas.
Ya en la Unidad, Hoyos la esperaba en el despacho, algo impaciente.
—Buenos días, ya estoy aquí —saludó, insegura. Su tutor le regaló una sonrisa afable y una cara de interrogación.
—¡Estás muy atrasada!, vas a tener que darte prisa —indicó, señalándola con un dedo aleccionador.
—He tenido que valorar a un niño en la UCI, traigo el número de historia para revisar las imágenes de la ecografía.
Hoyos la miró con seriedad por encima de sus gafas.
—Inés, como residente de primer año, no te corresponde hacer ese trabajo. Es cosa de Viviana.
—¡Pero no había nadie más que yo en la visita! —contestó ella, con gesto de no entender nada.
—No importa. Eres residente de primer año y tu sitio está en la consulta.
Inés dejó escapar un suspiro resignado. Era cierto. Iba a tener que reajustar sus expectativas.
—A trabajar. Te voy a estar vigilando —le advirtió, señalando el ordenador.
Luisa tenía el electrocardiograma listo cuando Inés por fin llegó a la consulta. Era una maravilla tenerla de enfermera. Saludó al pequeño paciente y a su madre, y se disculpó por la tardanza. La mujer contestó a sus preguntas de manera cortante y mantuvo el gesto enojado durante todo el procedimiento. No la culpaba, había esperado durante casi una hora. Pero cuando se sentó frente al ecógrafo y sostuvo la sonda, no pudo evitar sonreír. Empezaba una nueva etapa. No podía estar más feliz.
Por la tarde, ya no estaba tan segura.
Eran más de las siete cuando por fin terminó los informes. Entre el retraso por culpa de Thoresen, y su falta de conocimiento de cómo funcionaba la consulta, no pudo teclear absolutamente nada. Así que, después de casi dos horas frente al ordenador, una pila de sobres la esperaba encima de la mesa mientras colgaba la bata en su taquilla y recogía sus cosas para marcharse.
En la Unidad no quedaba nadie. Se moría por beber un vaso de agua, o mejor, una Coca-Cola fresquita. Salió del despacho de residentes con los sobres en la mano, pensando en la utilidad de un botón de teletransportación en el control de enfermería.
—Buenas tardes, Inés.
La voz grave de Thoresen la hizo girarse, asustada. Los sobres cayeron desparramados en el suelo y ambos se agacharon a recogerlos. Inés volvió a identificar el olor de su perfume. Era delicioso. Consternada, sintió que se le erizaba la piel.
—Gracias, me has asustado —murmuró nerviosa, recibiendo los sobres que él había recogido para ponerlos en su sitio—. Pensé que estaba sola en la Unidad.
Erik la observaba apoyado en el mesón central. Sí que le sentaba bien el azul marino del uniforme de quirófano.
—Estoy de turno de llamada de cirugía y me necesitaban en la UCI cardiaca de adultos. Vengo aquí para desconectar. Ayer tuve guardia y estoy harto de estar en el hospital —respondió él.
—¿Haces guardias de presencia física? —preguntó Inés con curiosidad. Eso sí era una novedad. Los cardiocirujanos solían estar de llamada, nunca presenciales. Y menos en una UCI de alta complejidad. Eso lo sacaba de la categoría de «fontanero/carpintero» en la que solía encasillar a todos los cirujanos.
—Sí. Todos los lunes —contestó él.
Inés esperó en vano a que añadiese algo más.
—Ah —dijo al fin, igualmente breve, hasta que cayó en la cuenta y sonrió—, pues entonces coincidiremos. Me han asignado el turno del lunes también.
—¿En la UCI pediátrica?
—Claro.
—¿Como staff?
—Ehm… pues claro. —¿Acaso no se daba cuenta de que ya era pediatra titulada? Menuda conversación absurda.
—Ah. Sí. Ya nos veremos.
—Así es —repuso ella, con ganas de echarse a reír. No se podía ser más insípido. Soso. Sieso. Antipático—. Bueno, ¡me marcho!, que tengas buena guardia.
—Sí, sí… —contestó él con aire resignado.
Inés salió de la Unidad con una sensación extraña. Erik era bastante raro. Se encogió de hombros: en realidad, le importaba bien poco. Al fin y al cabo, no era su problema porque, al margen de verse en la visita y en los quirófanos, no tendrían por qué relacionarse más. ¡Cirujanos!…
Tenía que darse prisa, o no llegaría a tiempo al Teatro Municipal. En el metro, revisó su bolsa de deporte para confirmar que no se había olvidado de nada: las zapatillas de ballet, las puntas y el resto del equipo. Por fin retomaba sus clases de danza.
¿Cómo la recibiría Cecilia? Llevaba diez años bailando con ella, hasta llegar a tercero de conservatorio, pero cuando las cosas empezaron a ponerse demasiado serias, dejó de examinarse. Bailaba porque le gustaba y se mantenía en forma, no para sufrir. Aunque la profesora la considerara mediocre por ello.
Salió del metro a la carrera. Pese a ser casi las ocho de la tarde, hacía un calor infernal y agradeció el frescor del majestuoso edificio de piedra. Las voces y risas de sus compañeras la estimularon a apretar el paso hacia los vestidores. Un coro de gritos y exclamaciones de sorpresa le dieron la bienvenida, y recibió abrazos y besos emocionados, con algunas caras nuevas observando con diversión el despliegue. Nacha, su mejor amiga, se mantuvo en un segundo plano. Cuando Inés hubo saludado a todo el mundo, se acercó aparentando indiferencia.
—Hola, princesa. Ya era hora.
Se miraron separadas unos pasos, hasta que no aguantaron más y se fundieron en un abrazo. Inés sintió las lágrimas agolparse ardiendo tras los párpados. Habían hablado por teléfono, se habían escrito cientos de emails, pero verse en carne y hueso era algo muy distinto.
—¡Ay, Nacha…! —musitó con voz trémula—. ¡Te he echado tanto de menos!
—Y yo a ti, princesa —respondió su amiga, sonriendo—. Vamos antes de que la vieja nos eche de clase. Después nos tomamos un vinito y nos ponemos al día.
Justo a tiempo. La enjuta profesora entró al vestuario para averiguar qué detenía a sus pupilas y dio unos golpes secos en el suelo con su bastón para llamarlas al orden. Varias risas femeninas recorrieron la habitación mientras se ponían en fila. Inés esperó a un lado a que la situara. Cecilia la miró con semblante serio, pero sus ojos brillaban sonriendo. Le hizo un gesto con la cabeza sin emitir ni una sola palabra e Inés ocupó su antigua posición. No podía estar más feliz.
El piano marcaba las notas del calentamiento e Inés comprobó desolada que el año fuera le había pasado factura. Estaba horriblemente oxidada. Aguantó estoicamente los gritos de Cecilia, se iba derecha al nivel básico, pero no importaba. Volver a calzarse las zapatillas de ballet era suficiente y pronto estaría en forma de nuevo.
Una hora después, tras una ducha reparadora, ella y Nacha salían del teatro cogidas del brazo.
—¿Dónde vamos?
—A cualquier parte —respondió su amiga—, busquemos una terraza.
Caminaron conversando hasta la Plaza de Armas y se sentaron en una de las cafeterías, al aire libre. Se pusieron al día atropelladamente. Sí, seguía con Juan. Sí, seguía trabajando en el Banco de Chile, ejecutiva de cuentas premium. Sí, el mudarse a vivir con Juan había sido todo un éxito.
Inés silbó impresionada.
—¿Os habéis ido a vivir juntos? ¿Desde cuándo?
—Un par de semanas. Celebramos el Fin de Año en el apartamento vacío, solos. ¿Qué te parece? —le preguntó Nacha, entusiasmada.
—Qué me va a parecer, ¡pues genial! —Inés se levantó para abrazar a su amiga en un gesto espontáneo. Ambas rieron.
—¿Y tú? ¿Dejaste a alguien en Gringolandia con el corazón roto? —Nacha la miraba con franca curiosidad e Inés soltó un suspiro resignado, negando con la cabeza.
—No. Quiero decir… nada serio. Estuve tonteando un par de meses con un chico, pero se acabó. No quiero complicarme la vida —respondió con convicción.
—Si tú lo dices… —El tono traslucía duda e Inés se picó.
—¡En serio, Nacha! —insistió, tajante. Era cierto. Después de sus últimas relaciones, tenía una permanente sensación de hastío—. Acabo de empezar con la cardio. Me quiero enfocar en estudiar. No me interesa andar liada con nadie. Es más… ni siquiera me apetece, estoy como apática. No sé lo que me pasa, pero no quiero nada con ningún hombre.
—¿No decías en tu último email que andabas necesitada de un buen polvo?
Ambas rieron en voz baja.
—Ese es el problema, encontrar a alguien que te folle bien.
—Inés, nunca has tenido problemas para tener al hombre que quieras.
—Eso es muy relativo. De todas maneras, creo que me voy a comprar un vibrador o algo. ¡Menos complicaciones!
Volvieron a reír, esta vez a carcajadas.
—¿No tienes ninguno? ¿En serio? —le preguntó Nacha, incrédula. Inés negó con la cabeza—. Pues eso habrá que arreglarlo.
Siguieron conversando de sus respetivos trabajos. Nacha le preguntó en qué consistía exactamente la subespecialización e Inés le hizo un resumen de sus próximos dos años. Se dirigieron juntas al metro, tras acabar la charla y su vinito. Al día siguiente ambas trabajaban, pero ya quedarían el viernes para romper la noche como en los viejos tiempos.
A medida que avanzó la semana, las cosas se fueron encauzando y los tiempos cuadraban cada vez mejor. Odiaba corretear de aquí para allá como un pollo sin cabeza con la sensación de que no llegaba a nada, y, sobre todo, odiaba tener que sacrificar su tiempo libre por culpa del hospital. Pero el jueves, a las cinco y media de la tarde, entraba por la puerta de su apartamento sin dejar trabajo pendiente y con una sensación de triunfo. Se sirvió una Coca-Cola light con hielo, y se tumbó en la terraza sabiendo que empezaba a tener las cosas bajo control. Sus horas de ocio eran algo en lo que no pensaba transigir. Poco a poco.
El viernes volvió a darse cuenta de que las cosas no serían tan fáciles. Hoyos se despidió tras la consulta de la mañana y se marchó a casa, dejándola sola y a cargo de los pacientes de la tarde. Se sintió halagada por la muestra de confianza, pero por otro lado… ¿Y si pasaba algo? El resto del equipo estaba allí, pero se sentía desprotegida. Desde luego, su tutor no era el mismo que hacía un año, se le notaba cansado. Viejo. ¿Enfermo?, se preguntó Inés de nuevo, preocupada.
Estaba muy delgado, y ese temblor de las manos era delator, pero nada en sus conversaciones durante el breve café de la mañana, o en los almuerzos que habían compartido, indicaba que algo fuese mal. Y no tenía el coraje de preguntarle directamente. Aunque siempre podía hacerlo con Dan.
Se encaminó a la sala de juntas con esa idea. Era la hora del café antes de afrontar los últimos pacientes de la tarde y la reunión en torno a la última taza, un ritual casi obligado. ¿Cómo abordar el tema? No quería parecer una chismosa, pero algo le pasaba a su tutor y tenía que averiguar qué era.
Abrió la puerta y se encontró con un panorama peculiar. Daniel, la residente pequeña de cardiocirugía y Viviana, puestos en fila, uno al lado del otro, frente a Thoresen. Inés frunció el ceño con extrañeza. ¿Qué demonios estaban haciendo?
—Bien. Solo faltas tú, Inés. Ponte ahí —indicó el cirujano, señalando un extremo de la fila. Ella obedeció, desconcertada.
—Tú primero, Suárez.
Dan extendió los dedos con docilidad frente a él mientras Inés intentaba procesar lo que pasaba. No. No podía ser. ¿Les estaba revisando las manos? Soltó una risita divertida.
—Dra. Morán, ¿quiere compartir algo con nosotros? —inquirió el vikingo.
—Ehm… no. No. Sorry.
No podía creer lo que veía. ¡Les estaba revisando las manos! Asentía, aprobador, sin decir nada ante los tres pares de manos extendidas. Hasta que llegó su turno.
—Extienda las manos, Dra. Morán.
—¿Por qué? —cuestionó ella, recelosa, y con las manos bien al fondo de los bolsillos de su bata.
—Porque si no están en condiciones, no entrará en mi quirófano. Extiéndalas.
—Mis manos están perfectas. ¡Esto es del todo innecesario! —protestó ella. ¡Maldito maniático! ¡Jamás le habían exigido algo así!
—Las manos, Inés. Ahora.
Se retaron con la mirada. Él, demandante. Ella, indignada. La fuerza de sus ojos azules la intimidaba y su cerebro intentaba encontrar a toda velocidad alguna razón para negarse. Pero no tenía ninguna. Fastidiada, extendió los dedos, con las uñas decoradas con una bonita manicura francesa.
Dos manos fuertes la agarraron de las muñecas e Inés sintió cómo su cuerpo se tensaba, preso de una extraña expectación. Parpadeó, desconcertada, pero Thoresen parecía concentrado en estudiarla, reteniéndola unos segundos más de lo necesario. Inés percibió la aspereza de su piel, y se sorprendió al notar algunas zonas encallecidas. No eran las manos de un cirujano, eran las manos de un hombre que hacía un trabajo duro con ellas. Los pulgares presionaron un segundo sus palmas, y una corriente ascendió por sus brazos hasta fruncir con violencia sus pezones. Inés se puso roja como un tomate e intentó desasirse.
—Bien —murmuró Erik, soltándola por fin.
Luisa entró para anunciar la llegada del primer paciente de la tarde e Inés se excusó, huyendo hacia la consulta y temblando como una hoja. ¿Qué acababa de pasar ahí?
(c) Mimmi Kass.
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EL RETORNO
El vagón del metro estaba casi vacío. En pleno enero, al inicio de las vacaciones de verano, el barrio residencial en el que vivía se libraba del ajetreo de los escolares acudiendo al colegio, del caos del tráfico y las aglomeraciones en hora punta.
Inés retorcía las manos, nerviosa, mientras esperaba con impaciencia su parada. Era muy temprano, pero prefería llegar con tiempo.
A medida que se acercaba al corazón financiero de la ciudad, el vagón se fue llenando y la actividad aumentó. Ejecutivos con maletines de ordenador, mujeres bien vestidas y unos pocos turistas madrugadores se bajaron con ella en la estación de Metro Tobalaba.
Alzó los ojos hacia los enormes edificios de acero y cristal del World Trade Center. Un nombre un poco presuntuoso, pero el aspecto de Sanhattan aquella mañana no desmerecía. El smog había desaparecido y la cordillera de los Andes, aún nevada, se reflejaba en los rascacielos dando una imagen irreal. Santiago de Chile podía ser una ciudad hostil, pero, en mañanas como aquella, también era muy bella.
¿Le daría tiempo de tomarse un café en el Starbucks? Volvió a consultar su reloj y, tras un momento de duda, se dirigió hacia allí.
No llegó muy lejos.
Un grito desgarrador, agudo y que trasmitía desesperación, atenazó su pecho y generó un ramalazo de adrenalina: un grito de socorro.
Echó a correr sobre los tacones, ignorando el dolor lancinante en sus pies, hacia el grupo de personas que se arremolinaba junto a la boca del metro. La llamada de auxilio activó el impulso visceral, tan enraizado en ella, de hacer algo. Lo que fuera.
—¡Ayuda, por favor! —La mujer ya no gritaba, sollozaba con impotencia junto al cuerpo inerte de un hombre. Inés se abrió paso a empujones, hasta arrodillarse junto a ella, ignorando las sugerencias absurdas que lanzaban los transeúntes.
—¿Qué ha pasado? ¿Se ha golpeado la cabeza? —Examinó con destreza su vía aérea. Mierda. No respiraba. Le buscó el pulso de la muñeca mientras el latido de su propio corazón se desbocaba al no encontrarlo. Mejor en la carótida, más fácil. El hombre era inmenso y eso dificultaba su trabajo. Le calculó unos ciento cincuenta kilos. No tenía latido.
—No, ¡no sé! Dijo que no podía respirar al subir la escalera. Le pasa mucho —resopló la mujer—. Se quejó de dolor y se desplomó. Fue cosa de un minuto.
«Un infarto. Seguro». Inés ya había iniciado compresiones en el tórax del hombre. Bloqueó los codos y comenzó la cuenta mental. Un silencio ominoso le erizó la piel, y necesitó llenarlo con algo.
—¡Que alguien llame a una ambulancia! —gritó, con su voz aguda y femenina.
Aquello pareció despertar del letargo a la gente que la agobiaba con su buena intención, y varios teléfonos móviles volaron de bolsillos y bolsos. Alguien empezó a abanicar la cara del hombre con un periódico, e Inés apretó los dientes. ¿Acaso no se daba cuenta de que la estorbaba? «Hay que subirle las piernas», «Hay que echarle agua fría para que despierte», «Seguro que es epilepsia». Las elucubraciones la sacaban de quicio, y además, empezaba a cansarse. Sentía correr el sudor entre sus pechos, el pelo se había escapado de su coleta y se le pegaba a las sienes, y las rodillas desnudas sobre el cemento la estaban matando de dolor. Su irritación se disparó cuando una mano fuerte la aferró del brazo para levantarla.
—¡Soy médico, idiota! —resopló, manteniendo infatigable el ritmo de la reanimación. La gente no solía tomarla en serio por su aspecto frágil y delicado. Estaba harta.
—Yo también. Estás agotada. Deja que te releve.
Inés se volvió, intrigada por el acento ronco del hombre que la sujetaba del brazo. Se encontró con unos ojos azules, acerados, y una mirada glacial que no admitía réplicas. Dudó un instante y asintió.
—Sí. De acuerdo. Vale —contestó, nerviosa.
No se levantó. Se apartó lo justo para dejarle sitio al desconocido, que se arrodilló junto a ella para sustituirla en el masaje cardiaco, sin perder el ritmo, y con mayor intensidad. Inés no pudo evitar fijarse en los antebrazos bien torneados y en las manos fuertes durante unos segundos, pero sacudió la cabeza y se enfocó en lo que debía hacer. No le hacía ninguna gracia, pero apretó la nariz del hombre entre el pulgar y el índice, selló con la boca sus labios entreabiertos y exangües, e insufló aire con fuerza.
Era un trabajo mecánico. Treinta compresiones, dos insuflaciones. Treinta compresiones, dos insuflaciones. Perdió la cuenta de las veces que repitieron la operación. Ya no escuchaba las conversaciones preocupadas del corrillo de transeúntes, y ni siquiera sentía el dolor de las rodillas. Suspiró aliviada cuando el hombre boqueó un par de veces, todavía inconsciente.
El sonido de la sirena de una ambulancia, que reclamaba sitio para acercarse, la sacó de su estado de trance.
—Ya era hora —gruñó el desconocido a su lado.
Inés lo miró con atención por primera vez. Un vikingo. No. El Dios del Trueno encarnado se había incorporado y se estiraba para librarse del anquilosamiento producto del esfuerzo. Inés se dio el gusto de recorrer con la mirada toda su altura, hasta llegar a los labios, que exhibían un rictus déspota, y a los ojos azules. La visión del pelo rubio, en un corte desigual hasta rozar la mandíbula, le generó un calor extraño en la punta de los dedos.
«Un largo perfecto para agarrar mientras echas un polvo», pensó, apreciativa.
Agitó la cabeza para deshacerse del impulso de hundir las yemas en su cuero cabelludo. Estaba loca. ¿Acababan de reanimar a un tipo en la calle y se ponía cachonda? Sentía que su libido se desperezaba tras un buen periodo de sequía por el estrés y la vorágine de los últimos dos meses.
El paramédico de la Unidad Coronaria Móvil se dirigió a ella para hacerle las preguntas de rigor y el vikingo desapareció entre la multitud tras murmurar una despedida rápida.
Inés ayudó a acomodar al hombre en la camilla junto con otros voluntarios, y consoló como pudo a la mujer, que se subió en la ambulancia deshecha en lágrimas. Con la misma celeridad con que se había montado, el circo callejero se disolvió como por arte de magia y se encontró sola frente a la boca del metro.
Hizo control de daños: rehízo su moño como pudo, se secó el sudor del escote y la cara con su rebeca de hilo, y se frotó las rodillas. Mierda. Se le habían roto las medias. Al menos nadie le había robado el bolso.
—¡Mierda, joder! —masculló en voz alta al echarle un vistazo a su reloj. Llegaba tarde a la visita de la UCI. Genial. Empezaba su primer día de subespecialización en Cardiología Infantil entrando por la puerta grande.
La entrada principal del Hospital San Lucas quedaba a unos pocos cientos de metros. Un holding americano había comprado los terrenos del antiguo Hospital Militar para derribarlo y construirlo desde cero, unos diez años atrás. Ahora, una mole triangular de acero y cristal, con un patio central, aprovechaba hasta el último metro cuadrado en el corazón de la comuna de Providencia, alojando también la Facultad de Medicina de la Universidad Internacional.
Después de estudiar la carrera y especializarse en Pediatría, Inés había pasado un año en Estados Unidos, pero ahora estaba de vuelta, y ella y el San Lucas se volvían a encontrar.
Subió la escalinata con celeridad, invadida por los recuerdos. El hall de entrada, con sus suelos de mármol blanco y el aspecto formal y elegante que caracterizaba a todo el hospital, la recibió como si jamás se hubiera marchado de allí. Era como volver a casa.
No se molestó en ir a la UCI, ya se enteraría después de si tenían ingresado algún paciente para ella. Primera parada: la Unidad del Corazón Infantil. Se animó con la perspectiva de ver al viejo Hoyos, gran parte de su amor por la Cardiología venía de su carismático tutor.
Una vez en el ascensor, se quitó las medias en tiempo récord en un alarde de acróbata circense. Sacó la bata de su enorme bolso, se la puso mientras llegaba a la tercera planta y se colgó el fonendoscopio al cuello.
Al salir al rellano abrió la boca, desconcertada. ¡Vaya con el año de reformas! Ahora, una gran placa de metacrilato con un moderno logo de un corazón con dos niños de la mano, presidía la nómina de médicos de la Unidad del Corazón Infantil. Su nombre también estaba allí y no pudo evitar sonreír, ilusionada, al descubrirlo.
Atravesó la sala de espera, aún poco poblada, y se dirigió a la zona de despachos. El sonido inconfundible del ventilador de un ecocardiógrafo, mezclado con las voces de una película infantil, se colaba por la puerta entreabierta de una de las consultas. Olía a pintura, a plástico recién estrenado, a desinfectante. Todo estaba impregnado del aroma a nuevo e Inés sintió la emoción aletear en su pecho.
Empujó la pesada puerta de cristal troquelado que separaba el área de consultas de la zona de despachos. El del jefe estaba donde siempre, a pesar de todos los cambios, y entró con determinación.
—¡Buenos días, Dr. Hoyos! —saludó con alegría.
Al verlo se le encogió el corazón.
En un año, parecía haber envejecido diez. Su pelo, antes entrecano, estaba ahora totalmente blanco, había perdido peso, y un fino temblor se apreciaba en sus manos. ¿Estaría enfermo?
— ¡Inés! —exclamó, levantándose con torpeza—. ¡Has vuelto! —la saludó con unos golpecitos cariñosos en el brazo, marca de fábrica.
—Me alegro de estar aquí por fin —respondió ella, sonriente. Se sentó en el butacón al otro lado del escritorio tras su indicación silenciosa.
—Cuéntame, ¿qué tal la aventura americana?
Al ver que no le daban la beca de Cardiología Infantil, Inés se vio perdida. Había pecado de soberbia y no postuló a ningún otro hospital, segura de quedarse en el San Lucas, pero, tras la entrevista, seleccionaron a otra persona. Aún se preguntaba qué era lo que había salido mal.
Recordó con angustia la incertidumbre de aquellos días. Al final, animada por Daniel, su mejor amigo, y por el mismo Hoyos, solicitó una pasantía en la Clínica Mayo de Rochester, en su Unidad de Cardiopatías Congénitas, para profundizar sus conocimientos en cardio.
Presentó de nuevo su solicitud al San Lucas sin ninguna esperanza, y la noticia de que había sido seleccionada le llegó justo después de Año Nuevo. Estaban a siete de enero, desde luego, no había tenido mucho tiempo para asimilarlo.
Inés pensaba en todo esto mientras relataba a su tutor un resumen detallado de su último año en Estados Unidos. Hoyos asentía, escuchando con atención sus palabras.
—…He aprendido muchísimo —Inés se detuvo unos segundos para recuperar el aliento—, pero también tenía claro que quería volver. He echado de menos el San Lucas —explicó, sonriendo ante la expresión cálida y afable del viejo cardiólogo.
—Muy bien, no sabes cuánto me alegro. Vamos a repasar la planificación de tus dos años con nosotros, y veamos de cuánto trabajo me puedes librar.
Se sumergieron en rotaciones, pasantías y negociaciones de cuánto tiempo permanecería en cada una de ellas. No se podía quejar, su tutor había preparado para ella un programa formativo muy completo. Estaba tan enfrascada en la conversación, que no escuchó los golpes en la puerta. Guarida, el jefe de Cardiocirugía, entró bruscamente en el despacho e Inés pegó un salto en su silla.
—¡Abel, tenemos que hablar! —rugió—. ¡La situación se está haciendo insostenible!
Su tutor se quitó las gafas y se agarró el puente de la nariz, en un gesto de derrota. Inés enarcó las cejas, sorprendida. Era inusual ver a Guarida así, enfadado y haciendo aspavientos, cuando su temperamento era afable y bonachón. Debía de estar muy cabreado.
—Hernán… Sé que estás presionado, pero estoy atado de pies y manos por la gerencia del hospital. —Inés se tensó. ¿La Unidad tenía problemas? Acababan de reformarla, haciendo una inversión muy importante—. Tendrás que arreglarte con lo que hay.
—¡No puedo cargar más de trabajo a Erik! —respondió Guarida, blandiendo en su mano el calendario de guardias de cirugía—. Necesitamos otro cardiocirujano en la unidad. ¡Ya!
Inés se hundió en la butaca para intentar pasar desapercibida. Las chispas saltaban en el ambiente por el pulso entre los dos jefes. Guarida, alto y orondo, con un ímpetu arrollador, y el Dr. Hoyos, enjuto, serio e implacable. Unos golpes decididos rompieron el momento de tensión y la puerta se abrió de nuevo. Inés abrió los ojos como platos por la sorpresa y se aferró a los reposabrazos de la butaca. El vikingo. ¡Era el vikingo! Y no pareció reconocerla vestida con la bata, pero ella no pudo evitar pensar en lo bien que le sentaba el azul marino del uniforme del quirófano. Inés acarició en sus pensamientos los brazos torneados y detuvo la mirada en sus manos. Manos grandes, fuertes, con venas prominentes. Si era cardiocirujano, seguro que eran buenas para otras cosas…
—Buenos días. Vengo a revisar el calendario, tengo quince guardias de llamada este mes. Tiene que haber un error —explicó con precaución, dirigiéndose a sus superiores.
Inés salió de su ensoñación y dedujo con rapidez que él era el Erik del que hablaban. Recordó las palabras de su amigo Daniel, residente de cardiocirugía: una de las viejas glorias se había jubilado por fin y en su lugar habían contratado a un extranjero. Mientras discutían sin prestarle atención, pudo estudiarlo sin disimulo.
Era alto y fornido, se podía intuir un cuerpo bien esculpido bajo el uniforme de quirófano y sus movimientos eran elegantes y contenidos. Era la imagen de un tigre. Llevaba la melena rubia recogida y se podían apreciar mejor su mandíbula marcada y la boca de labios finos, pero perversos. Verlos en movimiento la hizo preguntarse cómo se sentirían apoyados en su piel. Y sus ojos… tenían un extraño rasgado que le otorgaba cierta dulzura al azul glacial de su mirada. Su hablar pausado era correcto, pero con un fuerte acento que era imposible de ignorar. Una punzada de deseo mezclada con curiosidad la remeció, pillándola por sorpresa, y soltó el aire que retenía de manera inconsciente en una lenta exhalación. La voz de su tutor la sacó de su arrobamiento.
—Este mes va a tener que ser así, Dr. Thoresen —replicó Hoyos, desabrido—. La junta directiva no ha aprobado nuevas contrataciones para el verano.
El vikingo se volvió hacia su jefe directo.
—Quince guardias de llamada. Más los lunes en la UCI Coronaria.
No añadió nada más, pero la mirada acerada de sus ojos generó en Inés un escalofrío. Irradiaba ira contenida. Tenía toda la pinta de que era conveniente no tocarle las narices.
—Es por este mes, Erik —intentó aplacarlo Guarida—. En febrero las cosas van a cambiar.
—Eso me dijisteis en diciembre. Cancelé mis vacaciones en Noruega para cubrir las necesidades del Servicio.
Inés se encogió todavía más. Algo en su tono de voz, una fuerza irresistible, la hizo sentir de manera irracional que ella era la culpable de todos sus males. Se revolvió, incómoda, atrayendo la atención de los tres hombres y su tutor se volvió hacia ella con expresión disgustada.
—Inés… Dra. Morán, disculpe la interrupción.
—No pasa nada —respondió, queriendo desaparecer cuando el vikingo posó sus ojos en ella… y derretirse a continuación cuando su boca le regaló una amplia sonrisa.
—Volvemos a encontrarnos. ¿Trabajas en este hospital? —preguntó con auténtica curiosidad.
Inés le devolvió el gesto, cargando su boca de sensualidad, conocedora de tener cierto poder sobre el género masculino. Pero entonces recordó con claridad el «¡Soy médico, idiota!» que le soltó cuando intentó ayudarla y su sonrisa se tambaleó.
—Dr. Thoresen, esta es la Dra. Inés Morán Vivanco, nuestra nueva residente de Cardiología Infantil. ¿Se conocen? —preguntó su tutor con extrañeza.
Inés recuperó parte de su resolución y se levantó para estrechar con decisión la mano extendida.
—No. No nos conocemos. Encantada, Dr. Thoresen.
—Llámame Erik.
La sonrisa seguía brillando en los ojos azules, que la miraron con apreciación; Inés maldijo el aspecto de su pelo y prefirió no pensar en el estado de su maquillaje.
—Bueno —cortó su tutor, mirando el reloj de su muñeca—. Llego tarde a la consulta. Ya hablaremos de esto.
Le hizo un gesto a Inés para que lo siguiera, y ella se despidió de los cirujanos dedicándole una última mirada a Erik Thoresen antes de salir del despacho.
Erik suspiró con resignación y emprendió el camino de vuelta hacia el quirófano, pero se detuvo en seco ante la llamada de su jefe.
—Un momento, Dr. Thoresen. He visto cómo miraba a la residente —dijo Guarida, endureciendo el tono para emplear el tratamiento de «usted» con intención—. No tengo que recordarle que pesa sobre usted una amonestación, y un expediente abierto por escándalo, ¿verdad?
Erik palideció, eso sí que no se lo esperaba y apretó los labios en una línea para esconder su irritación.
—Soy bien consciente —contestó, cortante.
—Eso espero. Por su propio bien y el de este servicio, más vale que mantenga los pantalones puestos dentro de este hospital.
Inés se despidió de su tutor, y dedicó el resto de la mañana a los múltiples trámites administrativos que tenía que enfrentar para formalizar su inicio en el San Lucas: firmar el contrato, obtener la credencial de acceso a las zonas restringidas, recoger los uniformes de quirófano, las batas y los zuecos reglamentarios, que no tenía intención de usar, y conseguir las llaves de una taquilla.
Un poco antes de la hora de comer, se encaminó al despacho de la UCI pediátrica. Tocaba la temida reunión de inicio de año para distribuir las guardias con el resto de residentes de subespecialización.
Una algarabía de voces airadas la avisó de lo que ya se esperaba: aquellas reuniones solían terminar en batalla campal, cada uno abogaba por sus propios intereses y las negociaciones eran interminables. Inés sonrió a algunos de sus antiguos compañeros, pero prestó atención a las palabras de la Jefa de Residentes, que señalaba la pantalla donde se proyectaba una diapositiva con la planilla de guardias.
Inés buscó su apellido y sonrió, le tocaba el jueves. Era un turno excelente, porque alargaba el fin de semana unas horas, pero una voz masculina se alzó de entre las discusiones.
—Viviana, yo no puedo tener guardia el martes, los miércoles hay endoscopias, y como sabes, es el campo en el que me estoy formando.
—Muy bien, entonces pasarás al lunes —comentó la jefa, modificando la planilla en su IPad por enésima vez.
—La guardia de lunes que se la chupe uno de primero, cámbiamela por la del jueves, Morán es de primero, ¿no? Pues me quedo con su guardia del jueves.
Inés intervino sin poder esconder su indignación.
—¿Y qué tiene que sea de primero? Los jueves hay quirófano cardiaco, es importante para mi formación asistir a los niños en el postoperatorio inmediato.
—La jerarquía es la jerarquía. Me quedo con su puesto del jueves, y que la novata pase a la guardia de lunes —dijo el tipo, sin siquiera molestarse en mirarla.
—De acuerdo —dijo la jefa, sin discutir.
Inés no lo podía creer, pero si pensaban que se iba a quedar callada, lo llevaban claro.
—¿Quién es Yáñez? Que me cambie la guardia del miércoles, que también hay cardiocirugías.
La jefa de residentes sonrió con afectación.
—Lo siento, soy yo. No sé si lo sabes, pero además de jefa de residentes, soy tu superior.
Vaya suerte. Tenía de residente mayor a una bruja déspota.
Inés asistió al resto de la discusión sin poder hacer nada por cambiar su turno. Cuando recibió el calendario final, se le cayó el alma a los pies. Su nombre quedaba confirmado junto a un tal Marcos López en el «turno lunes» y sabía perfectamente que empezar la semana de guardia era un verdadero asco.
La consulta de la tarde no le generó mayores problemas. En cuanto el Dr. Hoyos comprobó que se desenvolvía con eficacia, la dejó sola con los niños e Inés no pudo evitar la sensación de triunfo. Lo malo era que así tardaba más con cada paciente porque, claro, los informes también tenía que hacerlos ella.
Llegó bastante tarde a su pequeño apartamento, agotada. Eran cerca de las siete. Caminó sorteando las cajas de la mudanza que aún tenía sin abrir y abrió los amplios ventanales del salón, dejando entrar el frescor de la caída de la noche. Con una sonrisa contempló su pequeño reino.
Se trataba de un moderno piso de dos habitaciones en el centro de Providencia, con vistas a la Plaza Las Lilas. No era demasiado grande, pero sí luminoso y acogedor. Desde el pasillo que hacía las veces de vestíbulo se accedía a la habitación de invitados y, del otro lado, a un pequeño cuarto de baño. Después, seguía la entrada a la cocina, que se comunicaba con el salón a través de una barra de desayuno.
Sonrió al recordar cómo ella y su madre habían elegido la decoración de lo que consideraba el centro neurálgico de su hogar. Las alacenas eran del mismo color blanco de las puertas y estaba muy bien equipada. Tenía muchas ganas de poner a prueba el horno repostero.
El hall se abría directamente al salón, en una entrada con forma de arco. No tenía demasiados muebles: una mesa de comedor con cuatro sillas, un coqueto escritorio de madera y dos sofás bajos, cómodos y muy coloridos. Frente a ellos, una mesa auxiliar y en la pared, un mueble ligero con su televisión de plasma, múltiples fotos, discos compactos y muchos libros.
Abrió también la ventana de su habitación. Su entrada, una puerta corredera oculta en la pared, daba paso a la estancia en suite, con un pequeño vestidor desde donde accedía al cuarto de baño. Era una distribución peculiar, pero aprovechaba mejor el espacio. Una cama de dos plazas, con mesillas blancas de estilo provenzal y una cómoda con una pequeña pantalla de televisión completaban el conjunto.
Le encantaba, aunque no había pasado allí ni una semana antes de marcharse a Estados Unidos y aún no lo sentía su hogar, pero pensaba cambiar eso rápidamente.
© Mimmi Kass
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Aquí tenéis ya el segundo capítulo: RESIDENTES
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Te invito a apoyarme en esta aventura, ¡demostremos que el género erótico también tiene su sitio entre los lectores!
¡Buenas noches!
Espero que os hayáis ataviado con vuestras mejores galas virtuales para asistir al estreno del booktrailer de Radiografía del Deseo.
Gracias a todos los que me habéis ayudado en el proceso, en especial a Inma Cerezo, magnífica escritora y amiga, por abrirme los ojos al mundo del booktrailer. También al realizador del teaser, Chus Moreno, que ha aguantado mis delirios y desvaríos hasta conseguir el vídeo que ahora veréis.
Quienes me conozcáis, sabéis que ha sido un camino largo, pero poco a poco este sueño se está cumpliendo. Si no conocéis mi proyecto, podéis leer en este post la sinopsis de la serie, En Cuerpo y Alma, de la que Radiografía del Deseo es tan solo el inicio.
¿Te atreves a acompañarme en este sensual viaje?
La llamativa portada, es de Carolina Bensler. Ha sido un placer trabajar con ella.
Espero que hayáis disfrutado con este pequeño bocadito de mi primera novela erótica. Si ha sido así, ¡compartid!, seguro que alguien más quiere conocer esta historia.
Ya no queda nada, y no veo la hora de que la tengáis en vuestras manos.
Con cariño,
Mimmi Kass.
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Han pasado cuatro años desde que comencé a garabatear en uno de mis cuadernos de notas el inicio de esta historia: Radiografía del Deseo. Una novela de crecimiento emocional y de experimentación erótica. Un camino de madurez, deseo, de expectativas y realidad.
Ahora os presento la portada; si leéis la novela, entenderéis el significado que hay detrás de la imagen. Seréis vosotros los que finalmente decidáis si la historia de Erik e Inés merece ser contada.
Empecé a escribirla como todas las historias que tengo en mil libretas rodando por casa, una idea imprecisa, que no sabe bien a dónde va, pero que poco a poco, a medida que las letras llenan las páginas en blanco, va tomando forma.
Me enamoré tanto de los personajes y lo que me contaban, que me encontré con más de mil páginas escritas, y sin saber muy bien qué hacer con ellas. Esta historia supone la materialización de mi escritura consciente, y un sueño hecho realidad.
Probablemente es una historia difícil.
Ha sido duro. Mil veces me he planteado durante este año meterla en un cajón y olvidarme de ella. He tenido que descuartizar el manuscrito original, dotarlo de una estructura, separar las escenas que aportan de las que no (una vez comenté que, para mí, hasta cómo se movían los pelos de la alfombra que pisaban los protagonistas era importante), con una corrección que me ha hecho darme cuenta de que soy más ingenua de lo que creía, y que me ha sacado sangre, sudor y lágrimas. Pero Erik e Inés se te van a meter bajo la piel.
«No permitas que tu corazón se transforme en piedra».
Estoy deseando que la tengáis ya en vuestras manos. Queda poco.
Mientras, si seguís el Hashtag #RxDelDeseo y #EnCuerpoyAlma, podréis conocerlos un poco más. Aquí os dejo la sinopsis de la serie, En Cuerpo y Alma. Radiografía del Deseo es la primera novela, pero detrás de ella vienen al menos cuatro novelas más.
Los protagonistas de la serie “En cuerpo y alma” son polos opuestos. Él es un cirujano volcado en su trabajo y basa todas sus relaciones en el sexo. Ella equilibra con cuidado todas las facetas de su vida y está segura de que cumplirá su proyecto de futuro al lado de un hombre que la ame. Pero todos sabemos que los polos opuestos se atraen, y ambos se verán envueltos en una espiral de deseo irresistible, a la vez que sus ideas sobre los grande temas de la vida y el amor chocan entre sí una y otra vez. El enfrentamiento conducirá a que sus convicciones se tambaleen y caigan como un castillo de naipes. Ella desarrollará su sexualidad hasta ahora muy poco explorada, y descubrirá que hay más formas de amar que el estereotipo que asume como correcto. Él se dará cuenta de que la cirugía puede que no lo sea todo en la vida, y que el amor existe, aunque quizá le cueste un poco averiguarlo.
Me encantaría saber qué os parece la portada, ¿os dice algo?, ¿os deja indiferentes?, ¿trasmite alguna sensación? SI te ha gustado y piensas que alguien más pueda estar interesado en leer una novela erótica muy distinta a lo habitual, puedes compartirla también.
Gracias a Carolina Bensler por saber trasmitir con su trabajo exactamente lo que quería. Es una profesional magnífica, y sin duda, trabajaré de nuevo con ella.
Con amor,
© Mimmi Kass
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