Deshacerse del sentimiento de expectación era imposible.
Marcharse de casa de Miguel sin haber podido tocarlo había provocado que, durante toda la semana, el recuerdo de su aroma y el tacto de sus manos la acechara cada momento. El placer generado por las caricias y los besos de la pareja, y el cuidado de sus pies a cargo de él, no había dejado más que una estela de frustración desesperante. Y necesitaba darle una clausura.
Caminó por Claudio Coello hasta llegar a Agent Provocateur. Después de sus encuentros, Carolina tenía una idea más que aproximada de lo que le gustaba a Miguel y, esta vez, sería ella quien lo sorprendiera. Paseó sus dedos tocando las delicadas prendas expuestas, algunas de corte más romántico, otras más agresivas, hasta dar con el conjunto que le pareció perfecto. A Miguel le gustaban las transparencias y aquel corpiño de tul negro, reforzado con lazos finos de satén negro, era justo lo que tenía en mente. Pidió las bragas y el liguero a juego a la dependienta y añadió unas medias con costura trasera.
Se desnudó con parsimonia, disfrutando del proceso de dejar caer su ropa pesada de invierno, dentro de la calidez del lujoso probador.
—Es un conjunto maravilloso —dijo la chica, mientras la ayudaba a ajustarse la prenda.
Carolina asintió al ver su cuerpo cubierto con una tenue capa negra semitransparente y las tiras, que se aferraban a su cuerpo en los lugares precisos: en torno a sus pechos, modelando su cintura y sus caderas. Sonrió. Miguel iba a caer rendido a sus pies, y esta vez, no iba a permitir un no por respuesta.
Aún escocía la negativa de la semana anterior.
Pese a que tenía razón en detenerla, su coquetería había quedado, en cierta manera, herida. Ahora iba a resarcirse. Y sabía que iba a ser sublime.
Prefirió no mirar el importe final al extender la tarjeta de crédito. En realidad, le daba lo mismo. Los zapatos, unos Bordello de plataforma, los había comprado por internet. El abrigo tres cuartos, de terciopelo, sería la guinda del pastel.
Echó un vistazo rápido al reloj y se apresuró hasta el enorme edificio de cristal y acero que albergaba el estudio de arquitectura con el que trabajaba. La esperaba una reunión dura, pero el premio valdría la pena.
Los planos, los presupuestos y los bocetos con los dibujos que había hecho para el cliente cubrían por completo la enorme mesa de juntas, sorteando a duras penas las tazas de café vacías. Carolina suspiró, agotada. Llevaban más de tres horas de reunión y no tenía visos de llegar a ninguna parte. Volvería a rehacer el trabajo, el cliente cambiaba de opinión cada semana y era imposible anticiparse a sus requerimientos. No podía quejarse, pagaba bien y apreciaba su trabajo. Pero tenía la sensación de que no tenía ni idea de lo que quería en realidad.
Se zafó como pudo del grupo, que trató de convencerla para ir a tomar una copa. Su jefe, un hombre de unos cuarenta años, con una mirada azul y penetrante, la miró durante unos largos segundos. Carolina se ruborizó. Parecía saber perfectamente y con todo detalle lo que pasaba por su cabeza, cuando paseó sus ojos por el cuerpo de Carolina y los fijó en la maleta, algo más grande de lo habitual, que aguardaba a su lado.
—Hasta la semana que viene, Martín.
—Una copa, Carolina. Conmigo, no hace falta que sea con el grupo si no quieres.
Estudió con curiosidad su rostro sereno, casi hierático. Nunca había mostrado interés en ella, más allá de lo relativo al trabajo, pero desde hacía unas semanas lo había sorprendido observándola en silencio en más de una ocasión.
—Otro día, Martín. Me están esperando.
Su jefe asintió lentamente y desapareció tras la puerta de su despacho. Carolina se apresuró hacia las salida. No podía avisar a Miguel de que llegaba tarde. Muy tarde. La batería de su móvil llevaba muerte desde quién sabía cuando y no tenía tiempo de cargarlo. Tampoco perdió el tiempo en caminar hasta el metro. En cuanto vio un taxi, alzó la mano con impaciencia.
Cuando llegó al edificio de Miguel, un hombre de aspecto elegante salía por el portalón de madera y hierro forjado. Carolina intercambió una sonrisa de agradecimiento cuando sujetó la puerta para permitirle el paso. Cada minuto que la separaba de Miguel era una tortura.
Golpeó el suelo con impaciencia mientras el ascensor subía al último piso. Cuando se vió frente a la entrada del piso de Miguel, vaciló un instante antes de tocar el timbre. Necesitaba recuperar el control de sus ansias desbocadas, del hambre por tocarlo, del deseo de poseerlo por fin.
Cuando la puerta se abrió, el rostro de Miguel se vistió de una repentina seriedad.
Carolina supo al instante que algo iba mal. Miguel llevaba una camisa blanca, algo arrugada y abierta, que dejaba desnudo su torso musculado, y un vaso de whisky con hielo en la mano. Ni siquiera la saludó.
—¿No has recibido mis mensajes? No es un buen momento, Carolina —informó con voz glacial.
Toda la sensualidad acumulada durante el día se esfumó. Se cerró el abrigo sobre el pecho y enterró la cabeza entre los hombros en un gesto de timidez.
—Me quedé sin batería.
—Deberías haberme llamado.
Se quedaron inmóviles durante un instante. Miguel, en el quicio de la puerta, apoyado con un codo sobre el marco. Carolina de pie frente a él en la entrada, sin poder dejar de apreciar la visión del cuerpo masculino y el rictus severo de su rostro, pese a la irritación creciente que se apoderaba de ella por el áspero recibimiento.
—Lo siento. Debería haberte llamado, sí. Hasta…hasta la próxima. —No quiso aventurar si se verían o no el viernes siguiente.
Cuando se giró para marcharse, Miguel pareció reaccionar. La sujetó del brazo y la atrajo hacia sí, con suavidad, pero sin permitir una escapada.
—Por favor, Carolina —dijo al notar sus reticencias—. Perdóname tu a mí. He tenido un día de mierda, mil problemas en la cabeza y estoy empantanado de trabajo.
—Entonces no te molesto —insitió Carolina, intentando alejarse hacia el ascensor.
—No. No te vayas. Por favor. Llevo toda la semana pensando en ti. Y necesito parar: llevo todo el día sin despegarme del móvil y del portátil. Tómate una copa conmigo.
No había sido la única en desvelarse por las noches recordando las promesas y las palabras que se dijeron en su último encuentro. Se había masturbado una y mil veces pensando en él, pero ahora parecía distante y retraído. El maldito trabajo.
—De acuerdo.
Se sentaron en el mismo sofá donde Carolina había llegado al orgasmo acunada por dos desconocidos y junto a Miguel. No pudo evitar una risita divertida al recordar la parte de sí misma que había quedado atrás aquel día. Tenía la certeza de que el sexo, para ella, jamás sería lo mismo.